EL RIESGO DE ACTUAR EN LA GUERRA DE LA DESESPERANZA

Es evidente que hay razones para la desesperanza. Cuando nos dicen que Irán puede tener acceso a fabricar sus propias armas nucleares, la esperzanza se atrinchera. Cuando surgen disparates y experimentos políticos con el adjetivo de progresistas, uno se pregunta la clasificación retórica de dicha afirmación: ¿será un hipérbaton o mero sarcasmo? Así que todo parece indicar que nada mejor que refugiarnos en la cotidianidad. Total, nada más real que lo que conseguimos alrededor nuestro cuando abrimos los ojos en la mañana.
Claro que es válido entender que de lo nuestro poca gente se va a ocupar. En el supuesto de la buena voluntad, demasiadas distracciones y urgencias posponen lo que es inmediato para mí. Yo, que vivo en Venezuela, me pregunto que diferencia hay entre quedarse y huir del país. Digo huir, no digo salir, aunque el movimiento sea el mismo. Para alguien que tal opción sea posible, la pregunta, quizás la única pregunta válida, es qué estoy dispuesto a hacer por mi país. O sea, desde el punto de vista del bienestar personal, del progreso económico o profesional, a nadie se le puede pedir que se quede esperando y perdiendo oportunidades. En tal caso, lo deseable es que trabaje, donde sea, para algún día regresar. O si no regresar, al menos invertir, cuando la inversión no sea quimérica. José María Vargas entendió, en su tiempo, que la Guerra de Independencia debía librarla no con las armas, sino con su preparación profesional: fue a Inglaterra, se preparó en las mejores escuelas de Medicina de su momento, y regresó para reconstruir el país que había dejado en guerra civil.
Pero quien pudiendo salir decide quedarse, no puede hacerlo como el que ha comprado una entrada en primera fila: desde allí puede ver, sin involucrarse, como se desarrolla la tragedia de la historia patria. Debe incorporarse a esta lucha sin armas, donde la inteligencia es tan necesaria como lo sería para la invención de armamento en la guerra convencional. Venezuela dejó atrás la historia, la triste historia de luchas armadas. Emular esos momentos sería un anacronismo imperdonable, además de cegarnos ante su inconveniencia y la propia incapacidad. La lucha debe ser civil e inclusiva. Lo primero que se debe rescatar, y como valor patrio, es que el desgraciado que padece cualquier infortunio no debe ser ajeno al proyecto político y social. Así que se debe articular un ethos y una ética en la que se le incluya. Y actualmente, tan actual como hace 20 años, hay que infiltrarse en los barrios, entre las redes de delincuencia y narcotraficantes, para rescatar al menos el futuro sino el presente, es decir, a los niños que alimetarán los desequilibrios venideros, los negocios de la muerte, los clientes del desastre. Y quien no lo haga, si pudiendo irse apuesta por quedarse, debe optar por el apoyo, por el fortalecimiento de las organizaciones de ayuda, por aportar para la economía de la solidaridad.
La esperanza no es la niña cándida que está esperándonos en algún rincón de nuestras vidas. Es la bioquímica de la vida que bulle en nuestras células y nos interroga hoy sobre que lo puede ser nuestro mañana.

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