DE LA MESURA A LOS APOCALIPSIS



Cada vez que entramos en una campaña electoral, el abuso de poder desde el Gobierno es tan insolente, que solo aquellos con graves perturbaciones mentales o intereses descarados pueden negar. Pero si el abuso es cosa que por ética debería evitarse, los encargados de controlar algo tan viejo como la ambición de poder, es decir, el CNE, debería dar algo más que guardar las apariencias. Un poder sin capacidad de aplicar normas coercitivas es un poder manco, y no de manos sino de brazos. Pero esta confiscación de los poderes públicos por la viveza de quienes tienen el coroto agarrado por el mango, como pulpo de muchos tentáculos, no esconde otra cosa que una estulticia macerada con una combinación de ignorancia y simplismo propia de los movimientos revolucionarios de sociedades arcaicas de pensamiento primitivo.
Ese mecanismo a través del cual las sociedades han alcanzado una forma de gobernarse con la concurrencia de posturas diversas y opuestas, exorcizando el abuso y la fuerza como instrumentos, ha sido uno de los logros mejor logrados no solo para Occidente sino para la historia de la humanidad. En ello se da una combinación del aporte de unos teóricos con el perfeccionamiento propio de la práctica, producto de la experiencia y la jurisprudencia. Así que desmantelar este sistema como si se tratase de la maquinaria obsoleta de cualquier fábrica confiscada, es una imaginativa ilusión que puede darse en la euforia etílica de quienes, en un país bendecido por el petróleo, se cree que el aparato productor se puede trastocar sin más consecuencias que la de los titulares de los rotativos matutinos.
Pero este mecanismo regula no solo la gobernabilidad sino también ayuda a manejar la frustración, algo socialmente más extendido de lo que suponen quienes pretenden reclinarla plácidamente sobre el diván de algún especialista. Así que la violación recurrente y desvergonzada de la normativa se pone a jurungar las fuerzas más reales y más ocultas que hay en el inconsciente colectivo.
No obstante, resulta que Venezuela es un país con una inusitada vocación pacifista. Quienes esgrimen argumentos belicistas hacia dentro o hacia fuera, lo hacen de manera disuasiva. Es como imaginar que los militares profesionales se pueden batir en armas contra un país extranjero, con las consiguientes pérdidas humanas y materiales, solo por la logorrea del gobernante de turno. Inclusive, los más privilegiados del ramo no van a arriesgar su estatus quo en una campaña sin sentido ni probabilidades de triunfo y menos de gloria.
Pero, sin embargo, se da una diferencia entre estos y el resto de la población. Los unos tienen razón (y razones) para no movilizarse; los segundos sí. Las frustraciones sociales solo se aguantan hasta cierto punto: algunos pueden resistir; otros prefieren y pueden salir del país; y otros se quedan, porque no hay opciones, o prefieren quedarse. Y toda promesa de respeto por la convivencia ciudadana puede estrellarse cuando se tocan intereses concretos. No me refiero a los intereses de los grandes capitales. Pienso en el interés puro y simple de comer todos los días, de proteger y educar a los hijos, de vestirse, tener techo, de no dejar la vida derramada en un charco de sangre sobre cualquier acera… ¿retornará la mesura antes del apocalipsis?

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