El Espíritu Santo y las teologías de la felicidad

 



Imagen tomada del Newsweek

 

De vez en cuando entra en la Iglesia un ramalazo de mundanidad, no de aire fresco, cuando ha abierto las ventanas. Ocurre, en este caso, cuando se banaliza las bienaventuranzas y se las coloca a niveles de Nueva Era, tipo happyness.

Por mucha preocupación que pueda haber por los números dentro de la Iglesia, lo primero que se debe decir es que su relevancia no coincide con la cantidad de asistentes a las misas. No niego su importancia, pero sí me parece que puede rozar la vanagloria. Extrapolarlo pudiera ser como si se cuarteara una pared y se decide ponerle un friso nuevo. Si el daño tiene una causa estructural, debe corregirse las condiciones de fondo.

Dentro de una felicidad entendida de manera terrenal, afectiva y sin mayores problemas, se corre el riesgo de una predicación efectista y que, cuanto más, sume feligreses. O aspire a la aparición de grupos diversos. Lo cual no es malo, a condición de no perder la identidad. Porque en momentos de crisis, como la nuestra, la tentación de refugiarse dentro de grupos encapsulados no es lejana. Y eso es lo que puede haber detrás de las teologías de la felicidad.

Que las llamamos “teologías” en razón del tipo de discurso. Pero que, en realidad, por lo acríticas y lo que ocultan, se trata más bien ideologías. Es el producto que ofrecen los telepredicadores, de lo cual se obtiene cuantiosas ganancias. Por eso es que digo que está muy a tono con el recetario facilón que se consigue por internet. Ese que el filósofo coreano Byung Chul Han dice que hace sentir culpable y miserable a quienes no alcanzan el estado de los dioses, que es la felicidad, dentro de la mortal temporalidad. Que hace que estemos pendientes de nosotros mismos y nuestras necesidades y deseos.

Obvio que en este mundo de tanto agobio, la felicidad es una aspiración que, como diría el primer libro de teología que leí (Teología para laicos), se encuentra inserto en la naturaleza humana. O sea, que es legítimo e inevitable. El mismo Catecismo de la Iglesia lo menciona para referirse al llamado a la Bienaventuranza, que se consigue en el más allá. Y Juan Pablo II advertía, por ejemplo, que, en el caso del mejor matrimonio, esa felicidad en esta vida podía quedar ensombrecida con el dolor y la muerte, procesos propios de la dimensión biológica del ser humano.

Es cierto que la marca barroca del arte y la predicación colonial pudo resalta la fugacidad de la vida y la pasividad ante el dolor, el sufrimiento y hasta la injusticia. No se trata de idealizar planteamientos mal fundamentados, de otras épocas, so pretexto de cruces. En el Evangelio hay experiencia de Dios que lleva a la paz interior y reconciliación personal. Hay alegría evangélica, como bien recordaba el papa Pablo VI. Y Jesús dice que quiere que la alegría esté en sus discípulos de manera permanente, en los discursos de despedida del evangelio de Juan. Pero ello tiene algo de “sobrenaturalidad”. Me explico. No corresponde tanto a situaciones idílicas, donde dicha plenitud resultaría lógica, sino que se da en medio de las adversidades y en la misión. Al final está ligado al amor como entrega, posible si estamos unidos a Jesús como la vid y los sarmientos.

Pero paz, alegría, plenitud no equivalen a felicidad. Por lo menos no de manera continuada e inalterable. Los macarismos, expresión que proviene del griego bíblico makarioi, se podría traducir como beato, afortunado o feliz. Se utiliza en las Bienaventuranzas (tener buena ventura o desenlace). Mas la expresión griega, que también aparece en los salmos, en Homero designa la felicidad de los inmortales, o sea, la de los dioses. El ser humano solo aspira, en Homero y en la filosofía clásica, a la Eudemonion. Para nosotros, cristianos, desmenuzar esta palabra puede llevarnos a equívocos. Pues, para los griegos antes del cristianismo, el demonion no se refiere a Satanás, sino a espíritus intermedios entre los dioses y los hombres, que le susurran a los hombres lo que está bien hacer. Así, por ejemplo, en el juicio a Sócrates, como lo relata Platón, este dice que tenía un demonion que siempre le aconsejaba hacer lo correcto. Por lo que puede también considerarse la conciencia.

Ya por aquí hay una diferencia. Los dioses griegos son felices, makarioi, en su Olimpo. Los seres humanos o reciben la felicidad de estos espíritus griegos intermedios, puesto que no la tienen, o, desde las escuelas filosóficas, los seres humanos la consiguen obrando con ética según su naturaleza propia.

Es interesante que la Biblia griega y los Evangelios utilizan la palabra que designa la felicidad de los dioses. En los salmos se aplica al ser humano afortunado (porque le ha ido bien y por su relación con Yahvé). Sin embargo, en Mateo y Lucas se hace a un grupo de seres que parecerían desgraciados: los pobres, los que sufren los que lloran, aunque también los pacíficos y los misericordiosos, como también los que tienen hambre y sed de justicia. La lectura pudiese parecer sarcástica si, sobre todo a los que están en las peores condiciones, los llamásemos “felices” o “suertudos” (bienaventurados). Pero si ubicamos a ese grupo dentro de los pobres fieles a Yahvé (los Anawih), los acentos varían. La bienaventuranza, por la que se les llama “felices”, tiene que ver con la relación con Dios y con una situación dinámica de cambio. El texto no menciona que serán felices en el cielo. Solo que para Jesús son felices. En la tradición bíblica, que son objeto de las complacencias y preferencias de Dios. De la intervención de Dios. En ese sentido, a partir de la lógica del Reino que debe iniciarse, si bien no se consolida en la vida de Jesús y, por la resurrección, se abre a un futuro que está más allá de esta vida.

De tal manera que la felicidad evangélica no se equipara con estados beatíficos. Ni siquiera para las escuelas filosóficas griegas. Hay un sentido de la acción. Por lo que se debería completar la idea con una cuestión obvia. El ser humano es feliz cuando ama. Lo cual tiene sus altibajos en esta vida, si no busca su fundamento fontal en el Misterio Trinitario, por el cual es amado. Que supone procesos de purificación.

Aquí podemos enlazarlo con la mención al Espíritu Santo. Para los griegos la felicidad eudemonion tenía que ver también con “estado de ánimo”. El Espíritu siempre es el Espíritu de Jesús que nos da el Padre. Es mucho más que un “estado de ánimo”, pero no excluye con un estilo de relacionarnos desde una interioridad y hacia una totalidad.

No es que quiera ponerme abstracto. Pero resulta esencial incluir lo ecológico. En estos tiempos, discernir el Espíritu que nos lleva la verdad plena tiene como rasgo distintivo el amor concreto al prójimo, al cercano. Sobre todo, el más pobre. Y ello hace que se tenga que incluir obligatoriamente la casa común, el planeta donde habitamos y todos podemos estar incluídos.

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