A MIS COMPAÑEROS DE COLEGIO
Hace un rato pude repasar por facebook de los rostros de aquellos con quienes compartí cinco y hasta ocho años de mi vida. No serían todos, pero sí bastantes. Fue un recorrido rasante, simplemente captando expresiones que me dijeran algo de su interioridad. Los muchachos ya no son muchachos. Son hombres y mujeres con su familia, con su identificación de "casados" en muchos casos y con la foto de sus hijos. Algunos por aquí, pero otros, y no pocos, por allá: con la misma tierra como referencia, pero desde otros alejados horizontes. En muchos casos no eran solo fotos de "simpatía", sino fotos de "satisfacción". Y quizás fue eso lo que más me llamó la atención.
Los años setenta fueron años de una gran arrogancia, no solo de parte nuestra sino de parte de una generación. Se sentía el mundo como una posesión que estaba allí, al alcance. Tuvimos el privilegio, porque lo fue, de un dolar a 4,30. Y desde ese privilegio nos veíamos por encima de Suramérica y a parte de Europa. El norte no estaba tan lejos, al menos no tan lejos como Canaima, y eso tenía antes como tendría ahora sus ventajas y desventajas. El colegio ofrecía el ambiente para lo más importante que buscábamos en ese momento: capacitarnos e interactuar. Grandes conflictos no hubo, aunque eventualidades personales o colectivas nos sacudiese, como en el año 77. En algunos, quizás, se fue creando, sin embargo, vacíos que nos llevaron por otras búsquedas. Y luego sobrevino la dispersión.
Ya han pasado 30 años. No somos los adolecescentes de entonces. Somos hombres y mujeres que pisan los 50 años. Aparentemente todos seguimos aquí, excepto Javier Alonso. Ya estamos formados.
Y si nos paramos a pensar, somos fruto de nuestras propias decisiones. Buenas o malas, acertadas o equivocadas, con pocas certezas y frecuentes dudas. Escogí ser así, me casé o me mantuve soltero, decidí formar un hogar con esta persona en vez de esta otra. Hice tales estudios, trabajo en esta área, pudiendo haber direccionado mi vida en otro sentido. Y, sin embargo, estamos aquí, con poco espacio para maniobrar y todavía mucho para vivir.
Viéndoles creo que la arrogancia, si la hubo en ustedes, ya no está. Los siento y los veo más permeables ante la vida. No sé si alguna experiencia nos quebró, o nos quebró ver lo efímero de nuestras seguridades, o lo escurridizo de nuestro país. Somos testigos de lo que Venezuela, con sus defectos y desigualdades, era, y sabemos lo que pudo ser. No sabemos si alguien más pueda entenderlo. No sabemos si, lo comunicásemos, alguien nos comprendiera o creyera. Solo sabemos que dentro, muy dentro de nosotros, está. Como una rebeldía, como una tempestad que siente la familia como un refugio, como un bastión que hay que defender.
Son casi cincuenta. Somos lo que hemos decidido ser. Muchas cosas se pueden corregir, pero no todas, sobre todo las más profundas, cambiar. Decidí ser sacerdote: pude haber desistido de serlo en algún momento del camino, pero no lo hice. Aquel que se graduó en el 80 pudo haber sido muchas cosas, como persona o como profesional, independiente de si hubiese sido o no exitoso. A los cincuenta, si optara por dejar de ser lo que soy, mi capacidad de maniobra sería menor. Y no solo por la edad o por razones laborales. De alguna forma, a fuerza de vivir, me he configurado de manera determinada. Lo acepto y lo quiero así. Tanto en mí como en ustedes, si bien de forma distinta. Cada uno aborda la cotidianidad, los problemas y dificultades de acuerdo a la manero como hemos estructurado nuestra personalidad. No solo el tiempo ha pasado, sino que se nos ha metido por debajo de la piel con toda clase de vivencias. Así como alguno de ustedes sienten como imposible vivir sin la persona con la que han formado su hogar, aunque lo intentasen, así también yo siento que no puedo vivir de otra forma, aunque quisiera que reverdecieran en mi boca las palabras del amor.
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