HEREJÍAS ANTROPOLÓGICAS

"En este momento usted se encuentra exactamente aquí" (Quino)
                     


En la vida espiritual se da el escondimiento de Dios: “¿A dónde te escondiste, Amado mío/ y me dejaste con gemido?” (Cántico Espiritual 1). Dios desaparece exactamente cuando se ha tomado la decisión de seguirlo, de amarlo, de adecuar los propios valores a los valores del Evangelio (cfr. CB 1,16). Esta situación, descrita con mayor dramatismo y claridad en el libro de la Noche Oscura, la explica el místico San Juan de la Cruz como una experiencia purificadora (“purgativa” como el “purgatorio”, cfr. 2 N 12). La experiencia de ausencia de Dios no es otra cosa que cercanía de Dios que confunde como la luz confunde al búho o lechuza, que es enceguecido por el exceso de claridad (cfr. 2 N 5,3). El que lo busca es purificado por el acercamiento excesivo de Dios: no es ya el pecado, sino los rastros del pecado en la vida de la persona los que padecen la acción luminosa y ardiente del amor divino, para transformar a la persona también en amor. El Santo no lo explicita con los detalles necesarios para nuestro tiempo. Era evidente para sus lectores (los inmediatos eran orientados espiritualmente por él) que el proceso debía vivirse en fidelidad con los medios a través de los cuales cualquier cristiano se acercaba a Dios: la escucha de la Palabra en la oración y en la comunidad de la Iglesia, que además la celebra en los sacramentos, y que hay que buscar vivirla y anunciarla. “Porque el que ama a su prójimo ha cumplido la Ley entera” (Rm. 13,8).
Federico Ruíz Salvador, especialista en el Santo, en un apartado de su Introducción a San Juan de la Cruz, escrito a finales de los sesenta, acuñó la expresión de “noche epocal” : el mundo (o al menos occidente) vive algo así como una noche oscura colectiva que purifica lo que la humanidad piensa de Dios (los conceptos o imágenes que tengamos en la mente). Sin negar que tal cosa pueda ser así para los cristianos y para la Iglesia (lo decía con otras palabras el Papa Benedicto al inicio de su Pontificado), no tiene que serlo para la totalidad de las sociedades que tiempo atrás eran consideradas como cristianas. En los años ochenta un teólogo como Leonardo Boff se refería a esta experiencia en el Primer Mundo como consecuencia del olvido de los pobres dentro de dichos países y su responsabilidad, sea por explotación o por omisión, con la situación de pobreza en países del Tercer Mundo. Pero el Papa Juan Pablo II, en la carta encíclica Evangelium Vitae, apunta en la misma dirección, refiriéndose en ella a la que ha llamado “cultura de la muerte”. Por este término entiende las amenazas contra la vida, con diversos matices, que ocurre con el consentimiento y legislación de las mayorías democráticas. La “cultura de la muerte” eclipsa el sentido de Dios y el sentido del hombre (cfr. EV 21): “En lo íntimo de la conciencia ocurre un eclipse del sentido de Dios y del hombre, con sus múltiples y funestas consecuencias para la vida” (EV 24).
Si el vínculo entre el eclipse del sentido de Dios y los crímenes contra la vida es correcto, como afirmamos los católicos, habría que dar un paso más para analizar el trasfondo: la pérdida del sentido del ser humano, como hombre y mujer. El trasfondo es, por lo tanto, antropológico e involucra también a la antropología teológica: “¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿El ser humano, para darle poder?” (Sal. 8,5).
No solo qué es el ser humano para cualquier mortal sino qué es el ser humano para Dios mismo ¿cuál es la quididad del ser humano como tal? Pretender responderlo no es especulación metafísica; es una obligación que excede el recurso de la palabra y, sin embargo, no tolera el silencio. Decir que el ser humano es un misterio no puede servir de coartada para no decir nada. Su excelencia supera, pero no anula, la expresión, sino que debe dotarla de creatividad con una serie de puntos de referencia, de anclajes, para no navegar a la deriva, como temían los antiguos, hacia el límite abismal de los mares. Y esos anclajes, por cantidad de razones, se han perdido, conviviendo certezas anteriores, como los Derechos Humanos, con escepticismos y relativismos de nueva impronta. Si bien no se puede hablar perfectamente del ser humano, tampoco se puede escribir cualquier predicado sobre él: no es, como decían los antiguos, un ente de razón ni un personaje imaginario, como los que se imaginan los niños.
Pero además de las antropologías que respetan al ser humano como persona hay antropologías que parten de reflexiones honestas pero presupuestos equivocados: algunas reducen al hombre a la materialidad; otras, de forma implícita, confiesan una antropología dualista, así que el yo es algo espiritual distinto de la materialidad del cuerpo, que simplemente se posee y usa a voluntad. Y las consecuencias prácticas, cuando se asumen de manera arrogante sin la criba de la crítica, tanto sobre las decisiones personales como sobre las políticas y legislaciones de los Estados, en cuestiones referentes con la vida, son inmediatas. Bien lo recuerda el Papa: no todo puede ser negociado (cfr. EV 20). Y también la imposición sin otro argumento que el acuerdo de las mayorías genera Estados Totalitarios (cfr. EV 20).
Uno de los signos de la modernidad es la tolerancia y libertad de conciencia, tan importantes para la práctica religiosa y para el respeto a la dignidad de la persona. Tales no pueden justificar, sin embargo, el silencio sobre el ser humano, sino dinamizar el diálogo y la búsqueda de la verdad. Porque en dicho silencio no solo se acallan antropologías de distinto tinte en un laissez-faire, sino que surgen aproximaciones manipuladas e interesadas, pero no interesadas por el ser humano en cuanto tal, sino por su rentabilidad económica, por su uso ideológico o por su utilización para hacerse y mantenerse en el poder.
Bien lo decía Monseñor Tony Anatrella, que hoy en día las herejías no son cristológicas, como en los primeros siglos, sino antropológicas, con el velamiento de la realidad de Dios y del ser humano. "El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (GS 22).

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