ENTRAR EN EL DESIERTO CUARESMAL EN UN MUNDO AGITADO POR LA VIOLENCIA Y CATÁSTROFES


Fuertes explosiones en refinería de Chiba tras el terremoto de Japón, tomado
de El Nacional.com

Uno de los grandes símbolos de la cuaresma es el desierto. Si bien está el prototipo de Jesús en desierto, pasaje conocido normalmente como el de “las Tentaciones”, por detrás de Jesús, como ambiente y referencia está el Éxodo: la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto.

Después de su bautismo Jesús se introduce en el desierto movido por el “Espíritu” que descendió sobre El en el bautismo. Tradicionalmente ese desierto corresponde al de Judá, que es un desierto montañoso, refugio para ladrones y, en su tiempo, para David perseguido por el rey Saúl (cfr. 1 Sm. 23,26). Un monasterio ortodoxo colgado sobre el desfiladero de uno de los cañones, conmemora áridamente hasta el día de hoy este texto. Algunos han preferido pensar en la estadía de Jesús en el desierto cerca de Juan el Bautista, al otro lado del Jordán. Las líneas no especifican sino resaltan esa especie de retiro: Jesús orando va a inaugurar su misión. El evangelio de Lucas resalta a Jesús orando en momentos claves: después de su bautismo (cfr. Lc.3,21), cuando va a escoger a los doce (cfr. Lc. 6,12), en la Transfiguración (cfr. Lc. 9,28 ) y en el huerto de Getsemaní (cfr. Lc. 22,40). Siempre buscando la voluntad del Padre. Pareciera que Jesús en el desierto revive con fidelidad el camino del pueblo de Israel: es también tentado, pero supera exitosamente la tentación y nos conduce a la Tierra prometida.

De manera curiosa la tentación ha robado la atención de lo que debería ser el aspecto fundamental y cuaresmal: el encuentro con Dios Padre en la soledad. Los cuarenta años en el desierto (cfr. Ex.), los cuarenta días de Elías (cfr. 1 Re. 19,8) y Jesús son para el encuentro con Dios Padre (cfr. Mt. 4,1-11). El desierto es soledad. También encuentro con uno mismo. San Pablo se retira al Arabia durante algún tiempo (cfr. Gal. 1,17). La soledad del desierto imposibilita al hombre para esconderse de sí mismo. La tentación surge de la debilidad y se enfrenta desde la fidelidad a Dios. Los fragmentos de la Revelación que utiliza Jesús subrayan el sentido de la oración y ayuno.

Pero el desierto es también el lugar de la creación. El encuentro con Dios Padre en soledad, con la fuerza de la Palabra y la oración y ayuno, regeneran al ser humano. La soledad poblada de aullidos, lugar tradicional para el demonio según las creencias de la antigüedad, toma las tonalidades de Gn. 2,5ss: el ser humano es formado, amasado, por Dios del limo primordial. Su fragilidad es dotada del aliento divino de la vida. El pecado de los primeros padres es superado por el nuevo Adán.

Las lecturas de la misa enmarcan este camino. Más allá de las prácticas de piedad, el fondo es ese encuentro con Dios que supone la soledad y desnudez de la propia verdad. “Más tengo yo un día de propio conocimiento que muchos de oración y deleite”, diría Teresa de Jesús en el capítulo 2 del libro de las Fundaciones (F 5,16).

Pero la cuaresma no se queda con una época del año con su folklore particular. Está en función de la Pascua, que engloba la vida de cada día. Las tentaciones de Jesús son no tanto parte de su debilidad humana, sino tentaciones que se refieren a su misión como Mesías, enviado de Dios. Del desierto vivido en esta etapa del año o del que se pueda vivir en jornadas de retiro y oración, el ser humano debe ser fortalecido para la misión en su vida particular.

Esta mañana estaba haciendo mis compras en un mercado popular. Un niño hacía “fiesta” provocando con sus travesuras la paciencia de su mamá y la de la concurrencia. La mamá lucía fuera de control. Me hice varias preguntas, pero la que se acercaba más a lo que veía era esta: “¿por qué la mamá no quiere asumir su rol de madre? ¿por qué se niega a corregirlo?” Y me respondí con signos de interrogación: quizás la mamá se sienta mal de corregir a su hijo, como si estuviese siendo una mala madre por corregirlo. En casos como este y otros, el desierto debe ayudarnos a identificar lo que corresponde a la responsabilidad de cada quien y diferenciarla de la culpabilidad psicológica o culpa moral, como son nuestros errores o prepotencia. Ser mamá (o papá) conlleva la desagradable labor de corregir y tener la razón, sin que eso sea convincente para los hijos. No es que los padres no se equivoquen, pero lo que hay que evitar es la corrección con ira: toda corrección debe ser desde el amor. Pero el amor en esos casos no es dulzón. Está incluido en la opción de ser padres; no lo pueden evadir.

Pasando al panorama mundial, la cuaresma no puede ser una evasión de lo que ocurre en Libia y Japón, países no cristianos. Su tragedia debe hacer reflexionar sobre la soledad del ser humano, su vulnerabilidad, el desastre de la ecología, las luchas por la justicia y la fuerza del odio. Mal no le vendría a la humanidad introducirse en el desierto cuaresmal para encontrarse con Aquel que es la vida, independientemente de la religión. Hace falta que la creación se renueve como una nueva creación. El desierto debe ayudar a cribar y purificar las auténticas aspiraciones como humanidad de las tentaciones que nos lleven a la autodestrucción.

Y la Iglesia como pueblo de Dios que peregrina por la historia está llamada a dar testimonio de Jesucristo en una nueva Evangelización. Pero para ello debe curtir su experiencia espiritual ante el fuego divino que no termina de consumir: la zarza ardiente de Moisés (cfr. Ex. 3,2). Hombres y mujeres purificados por la experiencia de Dios. Esa es la llama del “árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo” (Liturgia del Viernes Santo). Desde allí podremos caminar por el desierto para construir nuevas formas de convivencia global, donde la verdad del ser humano se respete, la naturaleza siga siendo don y Dios resplandezca en todo y sobre todo.

“Vi un cielo nuevo y una nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y el mar (símbolo del mal) no existe ya” (Ap. 21,1).


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