¿JUSTIFICACIÓN POR LA FE O COARTADA PARA LA MEDIOCRIDAD?
Las lecturas que vienen propuestas para este domingo 6 de Marzo por la Liturgia, la de Dt. 11, 18.26-28, Rm. 3,21-25.28 y Mt. 7,21-27, podrían ser el típico ejemplo sobre la insuficiencia de la Misa como lugar para conocer la fe. Los católicos han terminado, en la mayoría de los casos, reduciendo su contacto con la Revelación a las lecturas dominicales de la Misa. Y la Palabra de Dios en la Misa es Palabra celebrada (y proclamada ritualmente), pero no suficientemente Palabra enseñada. Constituye un momento de gracia y oración en la que la Iglesia eleva al Padre por Cristo su vida concreta y, al mismo tiempo y hasta de manera anticipada, por el don de Cristo proveniente del Padre, ella misma, en la realidad de cada creyente, es elevada. Como lo expresa el Concilio Plenario de Venezuela, constituye “la celebración de los misterios de la fe”, lo cual se hace en clave simbólica y de manera sintética (resumida). Por cierto que el mismo Concilio reserva, a nivel de título, la expresión “proclamación” para el documento que trata sobre el primer anuncio a quien todavía no ha alcanzado la fe.
Toda esta introducción sirve para reforzar la conciencia sobre la insuficiencia de esa Palabra escuchada dentro del rico contexto de la Celebración sacramental. Más que Palabra enseñada debería ser Palabra recordada que se actualiza sacramentalmente. Y es recordada, porque previamente ha sido leída. Una comparación para entender este dato: cuando una personalidad va a recibir un reconocimiento, se pronuncian unas palabras protocolares que sirven de marco referencial y emotivo para comprender y situar dicho homenaje; por lo general el público podrá dejarse sorprender por aspectos ligados a la oratoria, pero no porque ignore los méritos del agasajado. Para el catolicismo, exactamente por toda la riqueza de los sacramentos que nos emparenta con los Ortodoxos, la celebración se desvirtuaría si se utilizara para impartir un cursillo bíblico, sin restarle valor catequético ni a la homilía ni, muchísimo menos, a la dimensión experiencial y mistagógica de la Palabra celebrada como presencia sacramental de Dios. Para buena parte de los hermanos separados este problema no existe: al no tener la mayoría de los sacramentos, y menos el de la Eucaristía, todo el esfuerzo se centra en la proclamación de la Palabra y la oración ¿Qué hacer entonces? No es mi propósito en estas líneas dar respuesta a esta inquietud, que por lo demás podría variar de persona a persona.
Pero regresemos a las lecturas del domingo. Lo usual, en la misa, es que las tres lecturas coincidan en una temática. Tal como si en un plano tres rectas que se interceptaran en un punto determinado. Más en el este caso de este día, las lecturas parecieran ser tres puntos independientes que solo permiten trazar segmentos que los unan de dos en dos, para obtener un triángulo: así son las lecturas para este día. Las tres sirven delimitan un área de reflexión, más que una temática concreta.
La carta a los Romanos nos arrastra a la tesis fundamental que Martín Lutero enseñó como profesor de Biblia en Wittenberg: la justificación a partir de la fe. Tal descubrimiento, como si se tratara de una revelación extática, responde a la problemática interna de Lutero, a su búsqueda sincera de Dios. El ambiente poco devoto del convento, donde residía como profesor, no era capaz de calmar la angustiosa preocupación por su salvación, colmada de escrúpulos. La carta a los Romanos lo tumba del caballo, para usar una expresión que recuerda la conversión de san Pablo. El joven fraile, con la formación escolástica decadente propia de su tiempo, puesto que se había rezagado la Suma Teológica de Santo Tomás, tenía como máxima referencia al franciscano inglés Guillermo de Ockam, representante del nominalismo. Mas el regreso a las fuentes, propia del Renacimiento, hace que vaya incursionando con una soltura in crescendo en el griego y el hebreo. Y esta luz inundará su alma de tranquilidad, puesto que centra la salvación en la fe y no en las obras. Si bien algo hay de agustiniano, en cuanto al tema de la gracia, el ambiente histórico y su personalidad irascible harán que el argumento comience a adquirir tonos de polémica anti-romana, que terminarán no reformando la Iglesia, sino dividiéndola. Cual plano inclinado, una interpretación que bien comprendida en sus inicios podía haber enriquecido la vida eclesial, termina precediendo el trato a la Iglesia como la nueva Babilonia, la gran ramera; al Papa como el anticristo; cuestionando los sacramentos y, finalmente, poniendo en duda si existe algún mérito en el bien obrar, por no referirnos a las indulgencias. Tan importante es dicho criterio que la carta de Santiago termina siendo expulsada de los libros reconocidos como inspirados por el Protestantismo.
Ciertamente que san Pablo, en esta que es su carta de presentación para la futura visita a los Romanos, comunidad no fundada por él, propone la fe en Jesucristo como base para la justificación ¿pero a qué se le opone? ¿a las obras en general? Más en concreto: a las prescripciones judías y farisaicas que, con toda la detallista minuciosidad de la rúbrica, acompañan la observancia de la Ley. La forma y estilo concreto en que se participa del pueblo de Israel por medio de la circuncisión y la sujeción a la Ley, la cual no corresponde solo a los diez mandamientos sino a los cinco primeros libros de la Biblia y, aún más, a las tradiciones orales. Claro que en la carta hay una especie de juicio condenatorio de parte de la Ley hacia el pueblo judío, porque esta demuestra su incapacidad para cumplir de forma total y absoluta con los diez mandamientos, por lo que se ve rebajado a la misma altura y sin ventaja de sus despreciados paganos. Es así. No hay ni ventaja ni diferencia: todos son igualmente pecadores. No queda otro camino que la fe en Jesucristo puesto que las obras delatan la incapacidad de la propia justificación ¿Pero esta fe de san Pablo es solo fides fiducia (la fe como confianza)? ¿O sea que yo, pecador, estoy llamado a refugiarme en la misericordia de Dios que cierra sus ojos a mi pecado aunque me mantenga pecador e inclinado al pecado? ¿o hay algo interno que comienza a ser distinto?
Si la impresión que da la segunda lectura es esa, distinta es la primera. Independientemente que pueda señalársela como escritura veterotestamentaria (del Antiguo Testamento) y no normativa para la vida del cristiano, lo cierto es que su lectura fascina por su belleza e invita a una escucha íntima de los preceptos del Señor (“meter en el alma y corazón”), a tomarlos en cuenta para la acción y decisión (ponerlos como signo y señal en las manos y en la frente) y tomarlas crucialmente cuenta (para “bendición” o para “maldición”).
Y el Evangelio remata con esa frase del Señor: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
¿Cómo se arma el triángulo que nos permita comprender cómo se articularn las lecturas y cuál es el área de reflexión para el creyente?
Para esta labor prefiero retomar lo que los especialistas consideran que es el núcleo de la predicación de Jesús: el Reino de Dios (el Reino de los Cielos es su equivalente respetuoso). Para comprender lo que Jesús anuncia, hay que transformar la palabra Reino por reinado… Porque el Reino de Dios, sin mayores clarificaciones conceptuales, es más bien un verbo: Dios manifiesta su acción soberana extendiendo los límites donde realiza su voluntad, como muestran los portentos (curaciones y exorcismos), que arrebata los predios del maligno. Dios retoma el orden amoroso que se había pervertido. Y por eso Dios reina en tiempo presente, no solo en futuro. Pero Dios debe reinar también en los hombres, no porque El quiera hacerlo imponiendo su voluntad como hace con las enfermedades, sino por la disposición de ellos mismos. Hacer la voluntad del Padre es dejar que el reine también en nuestros corazones, disponiendo de nuestra libertad. Por lo que no hay que entrar en tiempo futuro, puesto que ya se está dentro, en tiempo presente. El futuro es ya un presente, sin que el inicio se confunda con el término. Y las obras testimonian que eso es así.
Pero el valor de las obras, en el Evangelio, no se traduce en un voluntarismo pelagiano, como pensaba Lutero. No es la fuerza humana la que consigue actuar de acuerdo a la lógica del Reino. El Reino (y el reinado de Dios) es obra de Dios, gratuitamente dado por Jesús, sin que la podamos merecer, aunque haya que disponerse con la fe. Y es esto lo que crea una ruptura con el fariseísmo y, entre la continuidad y discontinuidad, con el Antiguo Testamento. La impotencia para la fidelidad invita al abandono gracioso de la fe (gracioso en el sentido de la gracia divina). Y ese abandono existencial, propio de la mística, que no descarta ni la libertad ni el esfuerzo, crea inmerecidamente el dinamismo interno que hace vivir el amor como plenitud y cumplimiento de la Ley completa.
Esa es la Palabra sobre la que debemos basar nuestra vida: el terreno firme como roca para construir y no el lecho arenosos e inestable de las quebradas, secas en verano y anegadas en invierno.
La Palabra de Dios, meditada día y noche, es palabra de salvación que se actualiza en los sacramentos y se actúa por la caridad. No basta con la escucha litúrgica. Hace falta el conocimiento personal que se adquiere por la meditación comunitaria en espacios distintos a los celebrativos, y que supone su prolongación en la oración constante y el ejercicio de la vida teologal (fe, esperanza y caridad).
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