CIEGOS DE NACIMIENTO

El pasaje del Evangelio nos sitúa ante la ceguera. O ante el ciego. O puede que sea igual. Lo cierto es que José Saramago hizo su Ensayo sobre la ceguera como una gran metáfora, a su estilo, sobre la negación de la visión: un mundo ciego en su egoísmo y fallo en solidaridad.

Aquella comunidad que recibió el Evangelio de Juan entendió rápidamente los dos niveles en los que se movía el evangelista: sabe que él entresaca eventos de la vida de Jesús para darles un sentido mayor. San Juan es un maestro en el arte de las indirectas. O de los planos. O los dobles sentidos. La ceguera biológica no es consecuencia del pecado, pero sí símbolo de la ceguera espiritual, que sí lo es. Las alusiones al agua bautismal y la luz de la fe que se recibe, están presentes. Contrasta este realismo sacramental con el mundo gnóstico: los iniciados son los que se dejan iluminar y purificar por Jesús en el bautismo, y no los que adquieren una conciencia basada en conocimientos arcanos.

Jesús ha subido a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos o las Cabañas. Es una fiesta otoñal que coincide con la cosecha, es tiempo de reposar de las fatigas de la recolección y se espera la llegada de las lluvias. Pero al mismo tiempo es una fiesta que conmemora, aún hoy en día, la estadía del pueblo en el desierto. Luego de la salida de Egipto, el pueblo pasa por el desierto oscilando entre la fidelidad de Dios y su infidelidad. Dios le habla al corazón, como diría el profeta. Incluso actualmente se levantan chozas conmemorativas, que son el deleite de los niños judíos. En los tiempos de Jesús había también una procesión desde una de las piscinas cercanas al Templo, llevando agua en una vasija de oro. Por el camino se iban encendiendo velas y las antorchas iluminaban Jerusalén durante los siete días de la celebración. En este contexto Jesús declaró que quien cree en Él de su interior surgirán torrentes de agua viva; también dijo que Él era la luz del mundo. Es decir, Jesús se sitúa en el centro de la festividad: el agua la da Él, la luz es Él. La fiesta es por Él. No podía ser más provocador.

En los días de celebración se consigue con el ciego de nacimiento. Surge la pregunta teológica: pecó él o sus padres. Ni él ni sus padres, contestará Jesús. Es para que se manifieste la gloria de Dios. Unta tierra con saliva y el barro cubre los párpados del ciego. Lo manda a la piscina de Siloé, en la parte baja de la ciudad. Camino complicado para un ciego. Con todo llega y se lava en las aguas del Enviado: es lo que significa la palabra Siloé. Y en esa agua el ciego –y también nosotros- recuperamos la vista.

La gente interroga al que era ciego tanto, que termina donde los fariseos. “¿Quién lo ha hecho?” –le dicen. “Un hombre de nombre Jesús”, contesta. Se extiende la duda y la confusión que involucran a sus padres. No responden. El miedo los hace mudos. Temen ser expulsados, como le ocurrirá al neovidente. Vuelven donde el ciego. Dice este que es un profeta. Le replican que se trata de un pecador que no respeta el sábado. Porfía el ciego: Dios no escucha a los pecadores, sino a los justos y piadosos. Insisten en refutar el testimonio de un pecador, pues había sido ciego desde el nacimiento, y los ciegos expulsan al que comenzó a ver.

Por el camino se consigue a Jesús, que lo interroga sobre si cree en el Hijo del hombre. Tiene unas cosas Jesús: renuncia al saludo y presentación directa y se va por las ramas hablando de un hijo de Hombre. Daniel, el profeta, sale en nuestra ayuda recordando que el misterioso personaje así llamado en su libro, que descendía de las nubes, iba a ser el encargado de juzgara al mundo al final de los tiempos. “¿Quién es?° le decimos el ciego y nosotros a una voz. “El que estás viendo…” y no lo ven los demás.

El proceso de adquisición de la fe concluye en el reconocimiento y postración ante Jesús.

La alusión a la fe queda sellada cuando Jesús indica el juicio que viene a realizar: que los ciegos vean y los que ven queden ciegos. Algunos fariseos se dan por aludidos y preguntan si ellos también están ciegos. Si estuvieran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen que ven, el pecado persiste.

Esta especie de metáfora sobre la dialéctica entre fe y obstinación, además de llamar la atención sobre la oscuridad del pecado que nubla las capacidades del ser humano para adherirse a Jesús, es una advertencia para todos los que decimos ver: lo que vemos juzgará lo que hacemos.

Y recuerda que la Palabra de Dios proclamada es la Palabra de Dios celebrada en los sacramentos.

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