LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO Y OTRAS RESURRECCIONES
La Palabra de Dios de este domingo nos pone ante la muerte y la vida, como un binomio que está presente en cada momento de la existencia. El recorrido bautismal de la Cuaresma permite comprender la muerte a nivel más profundo y próximo que la simple desaparición física, sin excluirla, obviamente. Pero al mismo tiempo es ocasión para revelarse Jesús como esa vida que supera cualquier muerte, y que anuncia su misma resurrección.
La lectura de Ez. 37,12-14 prepara en el Antiguo Testamento la reflexión sobre la resurrección. Lo curioso es que los huesos secos, que es el texto que precede al proclamado en la Liturgia, esos sobre los que se forman nervios y músculos, piel y vida, se refiere a la situación del pueblo de Israel luego de unos 40 años en el exilio, en Babilonia. No podían abrigar ninguna esperanza de restauración, hasta que el profeta lo anuncia con esa dramática imagen: una especie de osario desparramado en el desierto. La fidelidad de Dios conduce a considerar su fidelidad más allá de la muerte, y no solo de manera colectiva sino individual: el olvido de sus hijos en la tumba, ya refiriéndose a la muerte física, repugna el amor fiel que manifiesta Dios en sus acciones.
La segunda lectura aborda otro tipo de muerte o decadencia, sin que sea permitido tampoco divorciarlas como simples acepciones de una misma palabra. La traducción de “cuerpo” en lugar de “carne” introduce una confusión: el problema no es la materialidad de la vida humana (cuerpo) sino la decadente vulnerabilidad de la existencia (carne). Lo primero se traduce como “soma”, pero lo segundo como “sarx”. En el capítulo dedicado al Espíritu Santo, este hace nuestra “sarx” esté muerta para vivir (incluso corporalmente), según el Espíritu.
El Evangelio es bien singular. Todo ocurre de una manera que nos deja perplejos. El amigo de Jesús, Lázaro, está muy enfermo. Le avisan al Maestro y Él se hace el demorado. Una respuesta, que en otra persona sonaría autosuficiente, es la que ofrece: “no es de muerte”. Dos días después emprende el viaje a Judea desde Galilea. Jesús habla de la muerte como si se tratase de un sueño. Como no le entienden, dice que su amigo murió.
Cuando llegan ya su amigo tiene cuatro días de difunto.
Primero le sale al paso Marta, con una especie de reclamo amoroso y reverencial, y luego María. Jesús termina llorando, aún cuando afirma que Él es la resurrección y la vida. El velo de dolor sirve para manifestar, de palabras y obras, la magnificencia de su identidad y la relación con Dios Padre.
Jesús llama a Lázaro por su nombre, semejante a Dios el primer día de la creación. El muerto resucita y la gente cree en Él. La escena prepara, tanto en el Evangelio como en la Liturgia, la proximidad de la Pasión: la identidad de Jesús con su poder de salvación se revelará y realizará plenamente con su resurrección.
Es claro que las lecturas tocan de cerca de todos aquellos que tienen un ser querido en fase terminal. Más si no se consigue estar físicamente a su lado. Pero la muerte, como indica la carta a los Romanos, no se limita a la vida física. Incluye la muerto como situación espiritual. En la línea bautismal y para aquel que se tome en serio la vida espiritual, la muerte interior es un proceso del que somos rescatados únicamente por la proximidad de Jesús y su Palabra. Es Él quien actúa en nosotros y hace brotar una capacidad de entrega que no tiene explicación humana satisfactoria.
En este mundo de muerte diversa y variopinta, volvernos a Dios puede resultar más que una alternativa una decisión irrenunciable. La muerte espiritual no es una muerte simbólica y poética. La muerte espiritual es la explicación última de la capacidad de odio y violencia que hay en las personas. Es explicación sobre la radical elección de dar la espalda al sufrimiento concreto de los semejantes, con rostros definidos. No incluye solo fenómenos como la criminalidad, droga, prostitución… sino también las estafas, los negocios fraudulentos, la comercialización de la dignidad y la muerte, la maquinaria política que devora vidas inocentes, los números azules en las acciones que no toma en cuenta las necesidades urgentes de trabajadores o del usuario final, de la mercantilización de la salud y tantos otros.
Esa muerte, que ata pies y manos, puede ser radicalmente superada por la llamada de Dios a la vida, a vivir. Permaneceremos impotentes si solo confiamos en la capacidad de organización y de diseñar estrategias, porque superaremos unas situaciones para confundir otras igualmente degradantes con la liberación anhelada.
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