NOTAS PARA LA VIVENCIA DEL TRIDUO PASCUAL
El llamado Triduo Pascual constituye el momento más importante de las celebraciones cristianas y, por lo tanto, de la Semana Santa. En el se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, y comprende desde la misa vespertina de Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, con el que inicia el tiempo pascual. El sábado constituye una especie de paréntesis a-celebrativo (sin celebración alguna).
1. Jueves Santo
Antiguamente el Jueves Santo se celebraban tres misas: una para la reconciliación de los penitentes; la llamada misa crismal, que reúne a los sacerdotes alrededor del obispo para manifestar la unidad y comunión del sacerdocio y, además, para consagrar y bendecir los aceites usados en el bautismo, confirmación y consagración sacerdotal y episcopal (ordenación), así como para orar por los enfermos graves; y la llamada misa de la Cena del Señor.
Cena del Señor
Con esta última inicia el Triduo Pascual. Allí se recuerda la última cena, en el contexto de la Pascua judía (memoria de la fidelidad actuante del Señor que liberó al pueblo judío de Egipto), donde Jesús instituye la Eucaristía (“este es mi cuerpo”,”esta es mi sangre”) y le encomienda a los apóstoles que continúen celebrando (“hagan esto en memoria mía), por lo que la Iglesia católica ve en estas palabras la incorporación de los apóstoles al sacerdocio único de Jesús. Para dar este paso, habría que acudir a la carta a los Hebreos para comprender el tipo de sacerdocio de Jesucristo (se ofrece a sí mismo), para comprender lo que se quiere expresar con el término “sacerdote”. No es una prolongación atemporal del sacerdocio del Antiguo Testamento con sus sacrificios de animales, sino se trata del único sacerdocio de Cristo. En el fondo, se tiene la conciencia que, por el sacramento del orden sacerdotal, la humanidad de la persona del sacerdote se une a la de Jesús para manifestar aquí y ahora su único sacerdocio. Obvio que esto no es una acreditación ipso-facto de santidad: el sacerdote, sea el presbítero o el obispo, vive en proceso de conversión y santificación en el servicio a la comunidad. Su vida debe buscar transparentar el único sacerdocio de Jesucristo al cual está realmente unido.
Pero el sacerdocio no está en función de la persona misma del sacerdote, sino al servicio de la comunidad, de su crecimiento en el amor. La comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, es comunidad sacerdotal en la medida en que vive su bautismo en toda circunstancia como ofrenda amorosa a Dios Padre. Y para ello necesita del auxilio de la Palabra de Dios y de los sacramentos, lo cual implica al sacerdote. Pero, por otro lado, la fascinante presencia de Dios en la predicación de la Iglesia y en los símbolos y signos se clarifica en la medida en que las personas se dejan transformar por ese amor divino vivido en el compromiso diario.
Como momento bien particular de la celebración está el lavatorio de los pies: la presencia de Jesús en el sacerdote hace que este deba ser servidor al modo de Jesús, de allí que le lave los pies, como en la última cena, a doce personas que representen a los apóstoles.
La misa tiene una conclusión abierta: en procesión se lleva la Reserva (las hostias consagradas donde se encuentra la presencia de Jesús) a un lugar dispuesto para la adoración. Se le llama, habitualmente, monumento, y no tiene que ver ni con una tumba ni con la oración de Jesús en Getsemaní (el llamado huerto de los olivos). Ciertamente se trata de acompañar a Jesús con agradecimiento. Allí permanecerá hasta el día siguiente, favoreciendo la visita de feligreses. La comunión de la celebración del Viernes Santo se efectuará de esta Reserva, puesto que ese día no hay misa y, por lo tanto, no hay consagración.
2. Viernes Santo.
El viernes santo es un día muy rico litúrgicamente, aunque esté marcado por la sobriedad y recogimiento. Se organizan vía crucis, la visita a los siete templos (para conmemorar los siete lugares por donde estuvo Jesús camino del Calvario), se predican las siete palabras, se saca en procesión el santo Sepulcro… Al menos hace unos años se efectuaba en Caracas una celebración de origen muy antiguo, no sé si colonial y que se hace en algún lugar de España, que es un privilegio que tiene la sede catedralicia por parte de la Santa Sede. En este día la visita de los monumentos tiene ese sentido de acompañar a Jesús en su camino hacia la cruz.
Pero la celebración central es la de la Pasión. El sacerdote con vestimenta roja, que recuerda a los mártires, entra al Templo y se postra rostro en tierra. El altar está desnudo: impresiona esa sobriedad, explicable porque el altar real es Cristo simbolizado por este otro. Se impone el dolor sobre la belleza. La belleza de la celebración conlleva a un encuentro con el Crucificado. Las lecturas recuerdan al Siervo sufriente de Isaías y se lee, a tres voces, el relato de la pasión del evangelio de san Juan. Sigue una reflexión. Las peticiones tienen una cadencia especial: se presenta la intención, se hace un silencio y el sacerdote entona una oración.
Luego se pasa a lo que se ha llamado la “adoración de la cruz”, término inexacto para Occidente: solo a Dios se adora, entonces es veneración. Para los cristianos orientales el término sí aplica: los iconos se adoran en cuanto conducen a la presencia del Altísimo; la adoración es a Dios que se hace presente y cercano a través de los iconos… y a través de su cruz salvadora.
La cruz se desvela, si está cubierta, o se eleva, si entra procesionalmente. El celebrante canta tres veces “Mirad al árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”; el pueblo responde: “Venid, adoremos”. Recuerda a la imagen de la serpiente levantada en el desierto por orden de Yahveh, como signo de salud para quien, envenenado por la mordedura de serpientes, dirija su mirada hacia ella. Jesús evoca este pasaje en su conversación con Nicodemo, en el capítulo tres de san Juan.
Sigue la comunión, una oración y se retira el celebrante en silencio. Todo con recogimiento. Sin mucha alharaca, porque Jesús ha muerto por nuestros pecados. No hay bendición final, porque la celebración no concluye con la muerte… sino con la resurrección celebrada el sábado en la noche.
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Las distintas celebraciones deben acompañarse con la respectiva actitud interna. Debe favorecerse con el clima espiritual que marque el interior de la persona. Son días en los que no basta, si la persona desea cultivar su espiritualidad, con asistir únicamente a las celebraciones. Durante todo el día debe procurar y cultivarse la debida actitud interior, inclusive de oración. Esto no debe excluir la justa atención, por ejemplo, a la familia. Solo que conviene posponer aquellas actividades que impliquen dispersión o que no valoren lo que se está celebrando: el amor de Dios que da la vida de su Hijo para la salvación de nosotros, pecadores.
Considero que debe evitarse procurar una postura simplemente de “no-hacer”. Por ejemplo, como es Viernes santo no vamos hacer esto o lo otro o lo de más allá. Es cierto que, como se decía, que conviene posponer algunas cosas: no tiene sentido efectuar un baile un viernes santo, por ejemplo. Pero se pueden propiciar actividades donde puede haber una participación entretenida en el recogimiento debido. Para los adultos podrá ser la asistencia a una procesión, para los jóvenes puede ser la actuación en lo que se llama el vía crucis viviente. O los cantos. Los sacerdotes deben crear campos de participación, pues la sola inactividad no equivale a una vivencia reverente del Triduo Pascual. Además que el contraste entre el ritmo moderno, la necesidad de descanso y alternativas ante el estrés sugiere propiciar alternativas. Y en las sociedades de antaño, más cercanas al mundo rural, actividades como la comida propia de estos días, el tener todo a punto para no trabajar el viernes santo o la camina hasta las iglesias de los pueblos suplían el hacer cotidiano por otro tipo de hacer. Definitivamente, la imaginación debe ser cómplice de la espiritualidad.
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