LA CRÍTICA A LA CRÍTICA DE LA LEY SOBRE LOS COSTOS Y PRECIOS JUSTOS


Para comenzar, debo reconocer mi gusto por seguir las opiniones de cualquier persona que las haga de la manera más inteligente posible, aunque no comparta letra por letra todo lo que dicen. Siempre se extrae algo positivo, sea que lo planteado parezca incuestionable o, por el contrario, genere en actitudes críticas que me hagan tomar distancia sobre ellos. Pienso en este instante en personas como Heinz Dieterich o Noam Chomsky o una versión light, como la de Michael Moore, sin dejar afuera a los clásicos marxistas o a los héroes legendarios, como el Che Guevara.

Por otro lado, debo también reconocer que, creyendo profundamente en la causa de los pobres, no me subo en el primer autobús que pase en el nombre de esta mayoría olvidada que, como los tifosi de la Roma, van al estadio gritando consignas. No creo en los razonamientos panfletarios, porque los panfletos tienen mucho que ver con la propaganda y poco con la razón..

Con estas dos premisas, quisiera decir algo a partir de la llamada “Ley de costos y precios justos”, en Venezuela, sin caer en localicismos sino contra esa clase de simplismos que caricaturizan la realidad. Dicha ley fue criticada por Dieterich como ingenua, pues, dice él, dentro del capitalismo no puede haber precios justos. Y, además, tal título hace elevar al Estado venezolano a la esfera de la metafísica y la moral, por no decir de la teología: ¿qué es justo? ¿puede una ley darle atribuciones a un poder humano como para dictaminar cuando un precio es justo moralmente? ¿qué punto de referencia o parámetro se toma en relación con la justicia, sin que se caiga en círculo tautológico? Por eso Dieterich califica socarronamente al Estado venezolano de Vaticano de la economía.

Lo primero que hay que afirmar es que el intercambio comercial es un hecho, no una fantasía, anclado en las diversas culturas de los pueblos, con una antigüedad que habla de su eficiencia. Que en el camino se haya atravesado el oro y después la moneda, como unidad de intercambio, fue una genialidad, independientemente de su capacidad de pervertir a las personas. Como es una genialidad las tarjetas de débito, las de crédito y las transacciones on-line. Lamentablemente la perversión no es cosa solo del dinero, sino también de la macana, la pólvora y hasta la energía atómica, para no pasearnos por las perversiones sexuales y el afán de dominio a cualquier costo que se puede anidar en el corazón humano. Resulta irónico que un profeta sobre la desaparición de la moneda, como lo fue el Che Guevara, aparezca en una serie de billetes del banco de Cuba, para rendirle homenaje.

Así pues, las cosas estarán más claras si, de antemano, partimos considerando si la riqueza y el dinero son factores positivos o, por el contrario, más bien repulsivos. Lo cual no es tan fácil de aceptar como negativo: ¿hay alguien que opte, si no es por consideraciones religiosas o similares, por ser pobre? Nos desviaríamos del tema si se tocara el de la pobreza, pero ¿a cuál pobreza nos referimos? ¿a cuál riqueza? ¿en el sentido: individual, corporativo, social? ¿cuál es el punto de referencia para definir lo que es pobre y rico? ¿es un parámetro geográfico el que hay que tomar como referencia (la pobreza entre los esquimales o entre los nómadas), cultural (según las creencias y religión) o histórico (hay que ser tan pobres como los hombres de las cavernas o los que se consideren pobres hoy en día en países como Holanda)? Así que no hay una medida estándar y universal. No es lo mismo definir la pobreza en Venezuela en relación con la vivienda que definirla en relación con la posesión de celulares o celulares inteligentes.

En términos generales, todos los pueblos han luchado a lo largo de su historia por salir de unas condiciones de supervivencia a otras que consigan respetar la dignidad humana. Nadie plantea una vuelta atrás. Sino que alguien me explique lo sucedido en la conciencia del venezolano de clases populares de la década de los ochenta, cuando su poder adquisitivo cayó por tierra. No podemos idealizar la pobreza en tiempos de Jesús, como tampoco la riqueza en tiempo de los reyes católicos o el Imperio británico. Es una cuestión ligada a los factores de producción pero también a la cultura, donde la mediación de la filosofía y la ética no está de más, si queremos ser críticos, pues siempre se apela a la conciencia de acuerdo a valores compartidos por el grupo social.

Así que una instancia institucional que pretenda legislar sobre lo que considera que es justo o no de los intercambios, está saliéndose de sus atribuciones. En el tiempo y en la lógica, la vida de los pueblos crean las instituciones, no las instituciones a los pueblos. Quien legisla, lo hace con un respeto que puede permitir la corrección, pero no la condena propia del juicio moral o religioso.

El Estado puede monitorear la dinámica económica, pues la mano invisible del mercado no existe. No cabe la ingenuidad de creer que en el libre juego de la oferta y la demanda nada va a salir mal. Pero una cosa es monitorear, crear normativas y supervisar, y otra muy diferente intervenir sin discreción y sofocar. Es obvio que al trabajador hay que protegerlo, como hay que proteger también al medio ambiente. Un Estado no puede cuadrarse con carteles que monopolicen ni con fraudes vario pinto. El dinamismo económico se mide por su capacidad de producir bienestar en la mayor cantidad de personas de un país. Evaluar las fallas, saber a quienes no está llegando y por qué y atender a grupos especiales, como los discapacitados, es labor del Estado.

O sea, es algo mucho más complejo que emitir una “Ley de costos y precios justos”, como si se pretendiera producir efecto divino “ex-nihilo”. O como si se les ocurriera promulgar más adelante otra Ley que se llamase de “los salarios justos”, para compensar el otro miembro de la ecuación.

Para Dieterich el marco que haría posible “precios justos” es el socialismo, no las economías mercantilistas. Él alude a unos cálculos de Arno Peters, fundador de la economía de equivalencia. Por cierto, bastante enrevesado de aplicar, me parece, sobre todo a este mundo concreto tan humano de seis mil millones de almas. Tomando en consideración varios factores, lo que se propone en definitiva es la perfecta equivalencia entre trabajo y objeto sin plusvalía alguna.

Estas tablas rasantes, que se pretenden utilizarse para medir realidades tan complejas e inclusive personales como son los intercambios entre los seres humanos, tienen el dictamen favorable de un selecto y radical grupo de sabios eruditos; pero en el platillo contrario de la balanza pesa la ingenuidad de la forma concreta en que se aplicaría tal solución ¿acaso un grupo de tecnócratas tendría la atribución de fijar “lo justo” que afecte las relaciones comerciales y económicas de personas distintas de ellos?

Lo que no se toma en consideración es la inmensa variedad de razones, motivaciones e intereses, del todo legítimas, que puede tener una persona, y que no tiene por qué delegar en decisiones del Estado (ni el Estado usurpar). Por poner un ejemplo: personas como Paul Gauguin descubrieron su vocación por la pintura de manera tardía, y después de dedicarse a actividades financieras ¿si el Estado aplica la tábula rasa de entregarle a cada quien lo justo de acuerdo al aporte social y educación, habría podido comprar sus primeros pinceles?

Pero vamos a hacer otra consideración. Una persona se dedica a otra actividad y le gusta la pintura. En este campo es un fiasco, pero se relaja, redescubre el sentido de la vida, le permite manejar su soledad… ¿debe esperar que sea el Estado el que le autorice a ser sencillamente humano?

Si en el aspecto humano y práctico no me parece aplicable la llamada “economía de equivalencia”, menos lo es el marco de referencia que aparece, como trasfondo, en los trabajos de Dieterich: la realidad interpretada desde la lucha de clases, como plantea el marxismo.

Y los nuevos revolucionarios, no los de la “inteligentzia” sino los rasos, invocan religiosamente al marxismo, sin saber de qué viene. Por ello se les escapa el detalle de que ni la realidad social, y menos global, avanza inexorablemente por las leyes de la dialéctica: tesis, antítesis y síntesis. De ahí crean, a pie juntillas, en el postulado de apreciar y propiciar las contradicciones dentro del sistema, que anuncian luchas y saltos cualitativos. Esto ocurre sin que pueda detenerse, de manera más o menos rápida, por lo que algunos, como el Che, hablaban de las condiciones objetivas y subjetivas del momento: cuando el capitalismo agota su modelo y no consigue responder a los requerimientos y presiones de los distintos grupos, se requiere la concientización para la lucha armada, que permita el alumbramiento de la nueva sociedad.

No solo por razones cristianas estoy en desacuerdo con dichos postulados. Lo hago también desde la conciencia de que de la lucha y la violencia solo puede surgir la destrucción, por mucho que Heráclito hubiese idealizado la guerra. O sea, no niego la existencia de conflictos en la vida humana, sean personales o entre clases sociales, como tampoco dudo de la capacidad del hombre de gestar el mal. Simplemente no creo que la violencia sea el motor de la historia. Creo en la lucha no violenta que ve en el otro a un hermano con el que hay que reconciliarse en la justicia, buscando nuevas relaciones.

La guerra solo ha provocado destrucción y retraso: en la Venezuela del siglo XIX, entre los griegos del siglo X antes de Cristo, en la invasión de los bárbaros que acabaron con el imperio romano. La desaparición de los grupos de productores que contaban con el conocimiento técnico y la transmisión a nuevas generaciones solo genera pobreza humana que se suma a la destrucción material. No solo se destruye lo que hay, sino que se trunca la posibilidad de volverlo a crear. Para colocar solo un caso: la generación de campesinos colombianos que se fueron a la guerrilla olvidaron lo que era cultivar la tierra y educaron a nuevas generaciones para el uso de las armas. En la paz están perdidos. El mismo P. Ugalde ha recordado, en algún artículo, la tristeza que arrastran algunos pueblos africanos, frustrados en generaciones anteriores de sus esperanzas… y de manera violenta. Hasta la lógica sale al paso: la hambruna generalizada, que el mismo Apocalipsis relaciona con la guerra, no permite que el cerebro alcance su normal desarrollo. Por lo que las siguientes generaciones, si perdura dicha situación, estará en desventaja de aprender y transmitir conocimientos, fuera de la repetición de comportamientos… Y si esto afecta algo tan básico como la agricultura y la ganadería ¿qué decir de la medicina, la tecnología, la arquitectura...?

Una de las críticas más agudas de Joseph Ratzinger, el actual papa Benedicto XVI, a la teología de la historia (y filosofía) del teólogo Karl Rahner y de las teologías de la liberación que en él se apoyan, es el sentido ingenuamente optimista de que todo va a salir y bien y que avanzamos sin posibilidades de retroceder. Para Ratzinger la historia siempre es un reto en el que el ser humano puede optar por el bien o por el mal, por lo justo o lo injusto, por la muerte o la vida. No obedece a leyes, ni siquiera violentas, que la obligen a avanzar. Mayor tecnología no es equivalente a mayor moralidad. Siempre existe el reto, el riesgo y la tentación de optar por el mal en el sentido amplio y total de la palabra.

No es ciertamente cuestión de leyes positivas promulgadas por cualquiera que tenga facultades legislativas en el mundo. Pero tampoco es cuestión de leyes dialécticas que no existen fuera de la mente de sus creadores. Es cuestión de conciencia y responsabilidad colectiva, que cree instituciones y haga respetar los valores en los que existe el consenso de que se encuentra reflejada la justicia. Que se creen los mecanismos para el libre intercambio y se redescubra que la sociedad no es reemplazable por el Estado.

Comentarios

Entradas populares