EL HIJO DEL HOMBRE DEBE SUFRIR EN MANOS DE...
Del reconocimiento de la mesianidad de Jesús, el Evangelio de Mateo 16, 21-27 nos introduce en los anuncios de su pasión.
Ante la perspectiva de un Mesías sufriente, víctima de las autoridades judías, Pedro reacciona con fuerza. No es para menos. Es el escándalo del justo que sufre a consecuencia de la maldad. No cualquier justo, sino el Justo. No cualquier autoridad sino las autoridades religiosas.
De las autoridades religiosas se pensaría la confirmación y el reconocimiento de la misión de Jesús. No su condena, tal como ocurrió, que es una declaración de maldición según la Ley revelada a Moisés. Si Dios estaba con Jesús, Él debía ser entronizado como Mesías-Rey, expulsando a los romanos de la sagrada tierra de Judá. El triunfo del Mesías es el triunfo de Dios que vuelve a ser Rey soberano, pensaban en aquel tiempo.
Jesús corrige a Pedro con una expresión descarnada: “¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!” Efectivamente, Satanás es el enemigo, el tentador, el que hace tropezar, el que disfraza los caminos para confundir la voluntad de Dios. Ya lo había hecho en el desierto, ahora Pedro asume su lugar.
El texto latino reza “¡Vade retro!”, que no es simplemente “¡apártate!”. Es vuelve atrás: porque efectivamente estamos llamados, junto con Pedro, a quedarnos detrás. No de manera pasiva. Es volver a nuestro lugar, de volver atrás junto con el grupo de discípulos, de seguidores, de Iglesia. Jesús es quien decide donde ir: los discípulos no le imponen el rumbo, solo activamente lo siguen.
Llegados a este punto aparece un cuestionamiento. Ante el giro que toman los acontecimientos, en el tiempo de Jesús y en nuestro tiempo, surge este atrevimiento: solo un Dios real puede pedir el seguimiento hasta la cruz; solo considerar en verdad a Jesús como el Hijo de Dios vivo puede hacer que lo sigamos hasta el extremo. Solo un Dios que ame tan radicalmente puede pedir que se le siga hasta la cruz.
Tener ideas u opiniones de Dios, es algo habitual. Pero tener convicciones como para acompañarlo hasta la muerte, es otra cosa. Nos encontramos aquí con un misterio y un dilema.
Un misterio porque de por medio debe haber una experiencia y familiaridad con Jesús; no se trata de dar la vida por un desconocido, sino por aquel que ha dado su vida por nosotros. Y esta experiencia mediadora es la que hace que todo lo demás sea relativo: esté subordinado (en relación) con Él. El testigo, que es el único que podría ser mártir, sabe a quién le entrega la vida. Sabe la diferencia que hay entre ese decir “yo sé en quien he puesto mi confianza” y el gesto arrogante, enfermizo y fanático. Hay una diferencia, he ahí el dilema, y no pequeña que, sin embargo, aterroriza a la gente. Y, por tanto, debe ser completado.
La vida no se pierde. La vida se va perdiendo y se pierde en la entrega. No es la improvisación en el último segundo de existencia. El seguidor de Jesús, si es auténtico, la pierde en la entrega amorosa, no solo a Dios sino al prójimo. Ser “hostia viva”, de Romanos 12, es un acto litúrgico que se cumple en la existencia ofrecida a Dios, en el servicio fraterno. Todos los presupuestos de oración, liturgia, meditación, todas las gracias no son otra cosa que preparaciones para la oblación a Dios en el prójimo, en el hermano necesitado. Lo decía santa Teresa en los capítulos finales de su Castillo Interior.
Y esa entrega pide también olvido. Olvido de la fruición que causa el placer y las cosas hermosas de la vida. Olvido que incluye el dejar de estar centrado en mis carencias, necesidades y heridas. Olvido que es apertura al Creador y, por lo tanto, a su dinámica de salvación amorosa.
Vivimos muy centrados en nosotros mismos, sin ni siquiera enfrentar los propios demonios. Los monjes eran introducidos por el abad del monasterio en los caminos del Espíritu para encontrándose consigo mismo. El propio conocimiento era lema en tempos de santa Teresa que a veces se trastocaba en muletilla. Pero es asumirse para trascenderse. Asumirse para entregarse. Asumirse para olvidarse. Los monjes mismos aspiraban acceder a una experiencia de Jesús.
Puede que los abades queden distantes de nuestra experiencia cotidiana. Somos conscientes de la complejidad del ser humano. Sin embargo la meta es la misma. Para quien tiene fe, el trascenderse, el salir, el olvidarse de sí es llamada irrenunciable, pues tiene que ver con el realismo de la fe y la realidad de Jesús. Podemos, y es conveniente, acudir a directores espirituales, confesores y hasta profesionales de la salud (médicos y psicólogos). Más el cristiano lo hace para trascenderse, no para ganar el mundo entero. No para únicamente sentirse bien, sino para sentirse bien poseyéndose a sí mismo al punto de transformarse en donación para los demás.
Hoy en día las autoridades de este mundo vuelven a pretender condenar a Jesús al olvido: están los enfermos, los sidosos, los señalados por la sociedad, los excluidos. Los hambrientos del cuerno de África y los sedientos de oportunidades en zonas de guerra. En la sombra de la cultura de la muerte, que banaliza la vida, se destierra al olvido al nacimiento, los instantes terminales y se pretende justificar la sexualidad bizarra, contracepción, abortos y eutanasias. Están los que pretenden desde el poder excluir los símbolos y manifestaciones religiosas de los lugares públicos; los que maquinan por descuajar la Iglesia suscitando bandos, extrañando (haciendo extraños) a los pastores del resto del pueblo de Dios, los que se escandalizan por la afrenta de los derechos humanos pero calla la persecución de cristianos. Están los que pretenden imponer por maniobras políticas lo que primero debe ser discutido tenazmente desde la recta intención.
Jesús continúa subiendo hoy en día a Jerusalén ¿lo dejaremos subir solo?
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