LAS MIGAJAS DE LA MESA DE LOS HIJOS

Mt. 15,21-28


Por lo menos hasta hace poco entre los habitantes de los pueblos de España era costumbre identificar su prove- niencia mencionando a la ciudad principal de la comarca. Así, si alguien había nacido en algún pueblo de los alrededores de Toledo, o Ávila, o Logroño, decía que su lugar de proveniencia era ese (Toledo, Ávila o Logroño).

Algo parecido ocurre con el Evangelio de este domingo. Dice el texto que Jesús decide retirarse al país de Tiro y Sidón. Para una persona avezada en geografía antigua, sabe que tales ciudades estarían hoy en día situadas en el Líbano. Esto haría caer al lector moderno en identificar un desplazamiento de Jesús bastante poco probable. Pero si abandonamos nuestros puntos de referencia e intentamos ver el mundo como antiguamente se veía, sabríamos que dichas comarcas (o país) comenzaba apenas traspasa el paso que forma el monte Carmelo con las montañas de la baja Galilea, que da acceso a las llanuras de Akko (también llamada de Aser y hoy en día de Zebulón) desde el valle galileo de Yizreel, en la actual Israel, donde se encontraba la antigua ciudad portuaria de Tolemaida, la medieval San Juan de Acre, último bastión cruzado en Tierra santa. Así pues, que este territorio pagano no quedaba tan alejado: estaba mucho más cerca, por ejemplo, que Jerusalén.

Aparece una mujer cananea, lo cual la sugiere como descendiente de los antiguos pobladores de Tierra santa, inclusive anteriores a la llegada de los Hebreos. El propio rey David se encargó de someterlos como vasallos, junto con otros pueblos aledaños. De ahí la fuerza que tiene el que reconozca a Jesús como “Hijo de David”. Su hija tiene un demonio muy malo, por lo que pide compasión, como un vasallo que se dirige a su rey.

Jesús no hace nada. Son sus discípulos los que le piden que la atienda. La respuesta de Jesús es concisa: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.

La mujer lo alcanza y se postra ante Él, gesto de reconocimiento de su realeza (que también la usaba ante la Divinidad en ciertas oportunidades). De rodillas le pide: “Señor, socórreme”. “Señor” es una forma de dirigirse al rey que, sin embargo, para los cristianos destinatarios del Evangelio en el mundo greco-latino será la forma de invocar a Jesús resucitado.

Jesús replica: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Algunas traducciones suavizan la respuesta colocando “perritos” en vez de “perros”. Era la expresión propia de los judíos para referirse a los paganos, a quienes profesaban otras religiones.

Toda la situación cambia cuando la mujer repone: “Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Ya no es simplemente un reconocimiento como “Hijo de David” en el sentido real. Es el reconocimiento de la Palabra de Dios en Jesús y de la presencia de Dios en la historia de Israel. Hay una confesión de fe que Jesús admira. No es la fe que cree que va a suceder lo que se desea, sino la fe en Jesús como el enviado de Dios prometido en la historia de Israel. Y de esas migajas también los demás pueblos pueden alimentarse. Porque hay un sentido universalista de la salvación ya entre los judíos del tiempo de Jesús, pero que se va a hacer evidente una vez que la Iglesia esté en marcha misionera con el impulso del Espíritu de Pentecostés, que aparece en la lectura de Rm. 11,13-32. El pasaje hace de anticipo, tal como lo comentan también los padres de la Iglesia (los doctores de la Iglesia de los primeros siglos).

Ese reconocimiento de Jesús como Mesías (enviado-salvador) se traduce en un sometimiento a su Palabra. La mujer en ningún momento contradice la palabra de Jesús, sino que se somete a ella. El reconocimiento a Jesús están indisolublemente unido al sometimiento a su Palabra. “Yo creo en ti y, por tanto, en lo que dices”.

Hay un aspecto que se ha filtrado dentro en las conciencias de muchísimos creyentes, que se podría considerar casi maligno: además del divorcio entre fe y vida, el divorcio entre fe y Palabra. Para muchos creer no implica un someterse a Jesús a través de su Palabra. Se puede creer en su Divinidad, pero no en su Palabra. E, inclusive, las devociones ahogan y silencian la Palabra, cosa que no debería ocurrir.

Este comentario quedaría incompleto si no nos asomáramos a la lectura del profeta Isaías (56,6-7). Dentro de la situación del post-exilio y la reconstrucción del templo destruido (entre el 520 y el 515 a.C.), suena la advertencia del profeta: no divorciar el culto de la justicia. No se puede creer en el Dios de Jesús si no entrásemos también en comunión con su plan de salvación y la pasión por el Reino de Dios. El reconocimiento de la Palabra lleva necesariamente a la praxis. La Palabra debe animar la toma de decisiones y traducirse en acciones. Y esto no simplemente en acciones cultuales, sino en acciones dentro de los más diversos campos de la vida humana.”Guardar el derecho, practicar la justicia” tiene consecuencias distintas según sea el estado de vida de las personas (sacerdote, consagrado, soltero, casado), sus responsabilidades y la manera como se desenvuelve en su vida diaria. Para ello no hay un instructivo que seguir. Es la conciencia que se sabe ante el Señor la que de manera reverencial y responsable va tomando aquellas decisiones animadas por el amor teologal y que pueden hacer de este mundo un mejor lugar.

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