¿QUÉ ES EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y QUÉ TIENE QUE VER CON LOS AUMENTOS SALARIALES?
Se dan cosas curiosas. Hace unas 3 o 4 semanas me acerqué
a un expendio de productos cárnicos y pollos muy conocido de la ciudad de
Barquisimeto. Me encontré con algo inusual: los precios de los productos habían
bajado en un monto que yo consideré como significativo. No había muestras de
coacción alguna por parte de algún ente supervisor. Pero eso mismo se repitió
en otro establecimiento, en este caso de verduras. Y para más intríngulis, el
dólar del mercado negro, el llamado paralelo, no mostraba variaciones desde
hacía un buen tiempo. El Dicom, el tipo de dólar oficial de más alta
cotización, que venía subiendo, lo estabilizaron forzosamente (con la salida
quizás del ministro Pérez Abad). Así que el comportamiento económico venía
siendo inusual, con cuestiones interesantes, al menos en el estado Lara. Es
cierto que hace una semana Víctor Salmerón, periodista especializado en la
fuente económica, decía que la subida del dólar Dicom no había reportado
mayores beneficios a la disponibilidad del mismo para incentivar la producción
industrial. Pero no es sencillo de explicar. Alguno decía que el dólar negro,
ese que el gobierno en su noche de brujas acusa de estar manipulado por las
garras del imperio (y algunos esto se lo creen), no subía más porque,
sencillamente, escaseaban los compradores con suficientes bolívares disponibles
para provocar esa reacción. Porque la gente en mayor número necesita de esos
bolívares para honrar sus compromisos, que son en moneda nacional (pago de
empleados, servicios, impuestos…).
En este extraño contexto, que no era malo, el “aprendiz
de brujo” se le ocurrió empañar un panorama que podía serle favorable con un
decreto de aumento salarial. O sea, que la mediana estabilización de algunos
rubros iba a ser tambaleado por la varita mágica del intervencionismo, sí, una
vez más, que iba a empujar la subida de los precios. Con la pregunta sin
respuesta de “¿a quién favorece dicha decisión?” Porque la foto no la puede
comprar cualquiera. Casi que parecería que los únicos favorecidos (y auténticos
enemigos del presidente) deben ser los de su entorno más cercanos, aquellos que
se dicen que lo asesoran… aunque pareciera que lo hacen para su bien. Porque el
daño es descomunal y muy tangible para la gente, además de para la imagen del
presidente y la gobernabilidad del país.
Pero no es mi intención adentrarme en terrenos tan
fangosos como los descritos. Solo quisiera destacar el silencio y ausencia de
un principio esgrimido por la Iglesia y desconocido (o pateado) en la
actualidad: el principio de la
subsidiaridad. De entrada, tal propuesta y posición no va dirigido a la
exclusividad de algunos. Puede tener cabida en los idearios de cualquier
partido cuerdo, más allá de sus definiciones ideológicas. Es una propuesta para
la realidad social en su conjunto, en sus distintos ámbitos: el político, el
económico y el jurídico. Incluso está presente vertebrando el Tratado de la Unión Europea. Y es una
propuesta que tiene la tragedia de tener que ser recordada por la Iglesia de
manera institucional, en Venezuela, cuando sería lógico que, si existe un
partido que se hace llamar “socialcristiano”, es el que debería darlo a
conocer, explicarlo e, incluso, tener el poder de convencimiento como para que
forme parte de la cultura política venezolana. Pero no es así, como sí lo fue
en los comienzos, actualmente alterados, de la Unión Europea:
Los
padres fundadores de la actual Unión Europea –que nació como una Comunidad del
Carbón y del Acero antes de convertirse en el Mercado Común Europeo y luego en
la Unión Europea– fueron, fundamentalmente, católicos: el italiano Alcide De
Gasperi, el alemán Konrad Adenauer y el francés Robert Schumann. Horrorizados
por la autodestrucción que Europa había provocado en las dos guerras mundiales,
buscaron una respuesta al nacionalismo agresivo en la cooperación económica que
uniría a los francos de Occidente (los franceses) con los francos de Oriente
(los germanos), de modo que la guerra entre ellos resultase inconcebible. Fue
una idea práctica, funcionó, y fue entendida como el primer paso hacia formas
de colaboración e integración políticas (George Weigel, Dios
y el Brexit).
Así que me permito narrar una anécdota. En semanas
pasadas visitó nuestra ciudad el padre Pedro Trigo. Como bien se sabe, es una
de las mentas más brillantes de la Iglesia venezolana, por lo que escucharlo es
fascinante, aun cuando las propuestas racionales no son para asumirlas desde la
pleitesía, sino desde la crítica que permita acordar o discordar. Él contaba
cómo en los años 60 le tocó venir a Venezuela para formarse, cómo conoció los
barrios de entonces y demás vicisitudes. Igualmente recordó el esfuerzo
desplegado por los adecos, tanto en el gobierno de Gallegos como en la década
de Betancourt-Leoni por tener un sistema educativo popular (educación universal
y gratuita) con personal docente bien preparado (con post-grados en las mejores
universidades del mundo) y con gran mística. Detrás de ello estaba el maestro
Luis Beltrán Prieto Figueroa. Pues bien: el traspaso del poder de Leoni a
Caldera, socialcristiano de ideología y católico practicante, acarreó la
tragedia de que el sistema educativo perdiera fuelle porque ¡oh, contradicción
de contradicciones! los que se identificaban con la enseñanza social de la
Iglesia no estaban dispuestos (o no contaban con personal) para subir a los cerros
y meterse en los barrios. Recuerdo de pequeño como mi padre y los amigos de mi
padre, profesores universitarios, se habían formado espléndidamente en liceos.
Hasta uno de ellos se reusó durante un buen tiempo a que sus hijos,
contemporáneos conmigo, estudiaran en colegios privados: la excelencia en
educación y los mejores profesores estaban en las instituciones públicas. Y
esto se quebró.
La anécdota me permite ilustrar la deserción del campo
sociopolítico de quienes se dicen creyentes. Quienes lo hacen se enrolan en
ideologías de manera acrítica y sin referencias a lo que dicen que debe formar
parte de sus convicciones. Y, de nuevo, si bien el llamado socialcristianismo
no puede acaparar la totalidad de la participación de los cristianos en el campo
político, se esperaría que ciertos principios, como el de subsidiariedad, tuvieran más presencia y atractivo a través de la
difusión por parte de ellos.
El principio de subsidiariedad
consiste en lo siguiente:
«
Como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos
pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo,
constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las
comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y
dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad,
por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo
social, pero no destruirlos y absorberlos» (de la encíclica Quadragesimo anno,
de Pío XI, de 1931, citado en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n.
186).
Es decir, de cara al liberalismo
y el laissez faire (dejar hacer sin
intervenir) o el colectivismo (todo
lo absorbe el Estado), la Iglesia recuerda el valor y la originalidad de la
persona, cuya acción debe ser respetada y valorada. Por lo que debe existir un
marco jurídico que lo proteja. Cada quien tiene una originalidad que puede
aportar para el bien de toda la sociedad.
El principio de subsidiaridad no acaba aquí. Supone con
realismo que haya asuntos que se le escapen a la persona o que la persona
incumpla, por lo que la instancia inmediata superior debe intervenir. Si una
abuela ve que los nietos están siendo maltratados, no es una entrometida si
decide tomar cartas en el asunto. O sea, no es que el Estado interviene de
buenas a primeras. Sino la instancia inmediata superior. Es decir, la familia
y, en caso que fracasen, los vecinos, pudiendo reportarlo a las instituciones
de protección del niño y el adolescente a nivel municipal o estatal. Solo
cuando todas fracasan, es que el Estado asume su papel de tutelar a dichos
niños. En este caso, este es el procedimiento que planteaba, al menos, la LOPNA
de los años 90. Por supuesto, que eso en Venezuela es una tragedia, más que una
solución. Si ya es traumático lo que se vive, a intervención del Estado debería
ser ciertamente una salida y no una prolongación de la agonía ¿es necesario
recordar la infancia de Simone Biles, la gimnasta norteamericana galardonada
con 4 medallas de oro y una de bronce, para entender cómo debería funcionar el
sistema?
El
Compendio señala en este mismo número:
Conforme
a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una
actitud de ayuda (« subsidium ») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo—
respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden
desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas
injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que
terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva,
su dignidad propia y su espacio vital.
Este
principio que puede regular tanto la intervención como la no intervención. Y en
la intervención para corregir algún mal mayor, este debe ser con excepción
temporal, si de verdad compete de manera habitual a la instancia menor. La
intervención debe tener la marca de ayuda. Incluso cuando se apoya
económicamente, por ejemplo. No la suplantación.
Con
estas líneas pretendo simplemente recalcar que, si este principio estuviera
asumido e introyectado en la cultura política del venezolano, el Estado no
hubiera podido transformarse en el monstruo devorador de hijos que la mitología
retrata en Cronos, padre de Zeus. No se hubiese erigido en norte de la acción
política el ocupar todos los espacios sociales. No se hubiese absolutizado,
como se hizo, con el pensamiento de Marx, y menos se le hubiese barnizado éste de
cristiano, que podría hacerlo revolverse en su tumba.
Y,
porque está ausente el principio de la
subsidiaridad, puede que por razones de ocupación política de todos los
espacios, no siempre el cacareado empoderamiento de las comunidades resulta
tal. Cuanto más una correa de trasmisión de los que dicen los partidos desde
arriba para que se ejecute en las bases.
Realmente
la revolución no es este poner “patas pa´rriba” el país, sino una revolución
cultural en el que cada persona, cada individuo, se hace protagonista de los
cambios, se empodera de su historia y sus comunidades. No de manera anárquica,
sino direccionada por razones y convicciones, orquestados por líderes no
populistas, que pueden serlo a nivel nacional o a nivel popular. Donde tengan
cabida las propuestas y no se maneje herméticamente el poder, como aconteció en
la década de los noventa, tan obstinada en mantener la ruta de navegación en
dirección hacia el iceberg.
Regresando
a la anécdota con que se inició este escrito: “deje quieto al que está quieto”,
reza el refrán popular. Decisiones de otro tipo había que tomar, que no se
trata de abstenerse de usar el poder. Pero aumentar por decreto presidencial el
salario, cosa que debería ocurrir en cada empresa en la medida en que sus
números pasan de rojos a azules, solo termina engrosando el enredo. Decía Elías
Jaua que ellos eran radicales pero que apoyaban la economía mixta. Habría que
corregir al personaje: ellos, porque son radicales, no creen en la economía
mixta. Lo que ocurre es que no tienen la capacidad de estatizar toda la economía…
por ahora. No pretenda presentar como virtud lo que para la mentalidad del
marxismo paleolítico es una debilidad.
El
principio de subsidiaridad tiene
mucho que decir a nuestra realidad. Sería bueno que quienes gobiernan (y
quieren seguir gobernando) le dieran cabida. Lo único que, cuando cedan a la
subsidiaridad, dejarán de ser comunistas. Ese es el precio, caballeros.
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