LAS OLAS REVUELTAS EN EL MAR DE ESTE MUNDO

“El malvado escucha en su interior un oráculo de pecado: ´no hay Dios’. Piensa que sus culpas no serán descubiertas ni aborrecidas”. Tal expresión se escucha en uno el salmo 35. Y bien sirve para presentar la situación actual: una crisis económica que sacude el mundo político y que cuestiona lo que es bueno y lo que es malo, relativizando todo a conveniencias e intereses. Terrorismos, nacionalismos, extremismos y fanatismos religiosos donde el otro, el distinto a mí no tiene cabida y hay que barrerlo, sin posibilidad de escuchar y razonar como búsqueda de la verdad y el sano consenso. En medio de esta fractura social y planetaria, pareciera que solo la fuerza, más que la razón, es la que hace que unos vayan a prevalecer sobre los otros. Si nada es bueno o malo, entonces solo la fuerza puede imponerse por vía política, de la manipulación publicitaria o por el chantaje de la violencia. Para quien no pertenezca a grupos de poder o de influencia, sus quejidos serán silenciados. Simplemente sufrirá las consecuencias. La tentación de optar por el mal, la resignación, la desesperanza o el resentimiento y el odio es muy real. Sea al principio por necesidad, pero una buena persona puede, a la larga, dejarse absorber hasta desfigurar su esencia más profunda, como ocurre con la corrupción y el narcotráfico de quien tiene una familia y ve una oportunidad equivocada..

Para muchos la única alternativa, en caso de ser creyentes, es elevar la mirada a Dios.


La Iglesia, aún con sus fallas, busca oponerse a esta corriente nihilista. Pero el único recurso que tiene es la palabra. Por mucho que se hable de la influencia de la Iglesia, el panorama mundial actual hace poco creíble que pueda resolver las cosas por influencia de poder. En muchos casos se debate como una barca atizada por el viento y las olas, con amenaza de zozobrar y naufragar: la descristianización en Europa con corrientes adversas que buscan inducir cambios culturales donde la fe quede excluida, por un lado, y la penetración del islamismo por otro; las persecuciones de cristianos en países como Irak y la India además de África; el impulso gubernamental por crear en China una iglesia católica popular separada de la de Roma; las confusiones políticas, de sectas y de sincretismo en América Latina, para evitar el cuestionamiento de las ambiciones de poder y las denuncias ante la opresión e injusticia, con amenazas reales… sin querer desglosar más.


Desde aquí pretendemos releer el Evangelio de este domingo 7 de Agosto: el de Mt. 14, 22-33. Y tenemos el derecho de hacerlo como lo hizo la comunidad cristiana del primer siglo, que ya había experimentado las persecuciones de Nerón y luego experimentaría las de Domiciano: la tempestad y la noche no solo como fenómeno meteorológico.


Luego de permanecer en oración, Jesús decide alcanzar a sus discípulos que ya se habían embarcado. Ya era de noche. Cuando los discípulos ven a Jesús caminar sobre las aguas, se asustan. Él les invita a la confianza. Pedro entonces le dice que, si es Él, que le mande ir hasta Él. Cuando el Señor lo hace, Pedro camina sobre las aguas pero pronto desconfía y comienza a hundirse. Ante esto, le pide ayuda al Señor, quien, tendiendo la mano, le llama cariñosamente la atención ante su falta de fe. Una vez todos en la barca, el viento amaina. Todos (todos los discípulos de todos los tiempos), se postran y confiesan que Él es el hijo de Dios.


Para el mundo judío el agua (sobre todo del mar, aunque la escena se desarrolle en el lago de Tiberíades o mar de Galilea), es un ente amenazante que conduce al caos original, que desintegra y lleva a la muerte. Sin mucha memoria puede recordarse el diluvio universal (cfr. Gn. 7), el mar Rojo que hunde en él a los ejércitos faraónicos (cfr. Ex. 14) y a los seres monstruosos de la visión del profeta Daniel (cfr. Dn 7).


Más allá de la anécdota en la localidad de Galilea, la comunidad de seguidores de Jesús veían en esa barca a la Iglesia de Cristo, que se debatía ante fuerzas hostiles y muy superiores a ellos. Humanamente no eran muy claras las probabilidades de éxito. La fe en Jesús lucía descabellada y fantasmagórica, como cuento de caminos. Sin embargo, está Pedro (en su papel de principal entre los apóstoles), quien señala a la Iglesia que el camino es la oración y dejarse guiar por la palabra de Jesús: “manda que vaya”/ “ven”. Una Iglesia sin oración ni encuentro con la Palabra, sucumbe ante los vientos contrarios. La fe expresada en la oración y en la seguridad eclesial en la Palabra es la que permite caminar sobre las aguas, sobre las dificultades.


Lo que parece que iba a terminar en tragedia, finaliza en la confesión de esa presencia de Jesús que, una vez en la barca, hace que todo retorne a la calma.


Este panorama lo completa la primera lectura de 1 Re 19, 9-13: Elías espera en la gruta que pase la presencia del Señor. Hay que recordar la crisis de Elías, que deambuló por el desierto esperando la muerte, tras las amenazas contra su vida por parte de la reina Jezabel, por haber matado a los profetas de Baal. Sin pretender juzgar el momento histórico de Elías, puesto que desde el Evangelio no podríamos estar de acuerdo con su forma violenta de defender los derechos de Dios de Israel, el mensaje va más allá. Es legítimo el celo por el Dios vivo. Dios lo conforta y lo anima y va a encontrarse con él. Elías escucha primero un viento huracanado, pensando que era señal de la presencia divina, pero se equivocaba; vino el terremoto, como si la tierra se estremeciera ante el Dios vivo, pero tampoco venía allí. Finalmente, ante la brisa suave, Elías adora reverencialmente la presencia de Dios cubriéndose el rostro y Dios le habló. Solo así pudo regresar a completar su misión, pese a las amenazas que arriesgaban su vida.


La Iglesia del siglo XXI recobrará su fuerza profética descubriendo la presencia de Dios en lo sencillo e insignificante, a partir de un corazón orante y de amor celoso por Dios y el ser humano. No es en los portentos y menos en los mesianismos políticos que se establecerá el germen del Reino de Dios entre nosotros. No lo conseguirá sino se deja interpelar, a su vez, por la Palabra de Dios leída en comunidad y meditada en silencio, que despliega todo su poder en la celebración eucarística, la santa misa, donde se encuentra Jesús vivo y resucitado (cfr. Lc. 24,30-31) que impulsa y anima el anuncio del Evangelio.

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