LA DEUDA DEL AMOR
La carta a los Romanos inicia este domingo con una propuesta a quemarropa: “No tengáis con nadie más deuda que el amor” (Rm. 13,8). La traducción del leccionario es menos clara, pero idéntico significado: “A nadie debáis nada, más que amor”.
De una expresión tan simple en estructura pero tan honda en
profundidad se pueden hacer varias consideraciones.
Por una parte, el amor para san Pablo lo es todo: “quien ama
ha cumplido la Ley entera”, y hace referencia concreta, como para ilustrar su
tesis, a algunos de los mandamientos. Quien ama no roba, o mata, o es
adulterino, o envidioso. Se podría añadir otras tantas, tanto que san Agustín
sintetizaba esta supremacía con la sentencia de “ama y haz lo que quieras”, y
san Juan de la Cruz, presuponiendo la
centralidad del amor en el justo, dice que en el estadio más alto de la
vida espiritual “ya por aquí no hay camino porque para el justo no hay ley”
(Monte de la Perfección).
Pero como segunda consideración, está la llamada a la
libertad y una libertad que no se puede hipotecar. Amor y libertad a niveles
pares, pues el amor presupone de la libertad para la donación, y la libertad
sin amor es libertinaje que termina esclavizando. Una libertad celosa de sí
misma, a niveles superiores a la forma como normalmente se enfoca, porque es
una libertad para la relación.
Más habría que añadir que, cuando escuchamos la palabra “deudas”,
espontáneamente llega a nuestra imaginación las que son de tipo financiero. Realmente
sería muy bueno que no se tuvieran este tipo de deudas.
Sin embargo, hay otras deudas que pueden pasar
desapercibidas. Podríamos enumerar cantidad de ejemplos, donde el silencio o el
apoyo rayan en la complicidad. Alguien calla para no delatarse ante su familia,
su jefe o quien sea, por una mala acción y compra el silencio o se chantajea.
Ante una persona poderosa o prestigiosa, se decide adularla o servirle
inescrupulosamente.
Pero pueden darse casos más sutiles como, por ejemplo, el
sentirme obligado afectivamente. Hay gente que se calla o acata por miedo a
perder un afecto, a quedarse solo, a ser rechazado o señalado…
Y el seguimiento de Jesús implica el riesgo de no tener más deuda
que el amor y el arriesgarse a optar por vivir desde tal libertad.
Porque el Evangelio no solo implica el imperativo de no ser
cómplice, sino tener la capacidad de señalar, por el bien propio y de los
demás, lo que contradice el plan de Dios, si lo enfocamos desde el interior de
la Iglesia, o la dignidad del ser humano y sus derechos inalienables, si lo
enfocamos desde la sociedad y la ecología. No son presupuestos ideológicos sino
aspectos fundamentales y estructurantes de la vida humana, que arriesgan su
desenvolvimiento y su futuro. De ahí la urgencia.
Es por esto que el profeta Ezequiel utiliza una imagen
militar: los guardas de una ciudad amurallada o una fortaleza, así el profeta
Ezequiel enfoca la responsabilidad de tomar posición y alertar contra el mal.
Las ciudades de antes hacían depender su supervivencia de la habilidad de los
centinelas para identificar en la distancia la presencia del enemigo (33,7-9).
El Evangelio de Mateo (Mt. 18, 15-20) plantea la obligación
de la corrección fraterna para el interno de la comunidad cristiana, con una
serie de pasos que incluirían la expulsión, en caso de obstinación ante pecados
graves. Es una comunidad que cree en la misericordia y el perdón, perdón en el
que interviene la acción de los ministros, pues es reconciliación con Dios.
Pero el perdón no diluye ni la conversión ni la justicia. La misericordia con
el pecador no es ingenua, sobre todo en el caso de la misión sacramental de la
comunidad cristiana: ser reflejo del amor misericordioso de Dios para el mundo,
que lo llama a la conversión.
El amor, por tanto, implica un dinamismo que hace salir del
silencio cómodo y conveniente. Será cuestión de tomar en cuenta la manera
concreta de corregir: sin gritos, prepotencia, soberbia, con humildad,
mansedumbre, misericordia… Pero la corrección es una obligación.
Así mismo, la corrección no puede hacerse ante bagatelas. Se
debe tener bien identificado valores fundamentales por los que se debe hablar.
No se trata de hacer que el otro viva como yo quiero sino de acuerdo con
valores compartidos o que claramente deben prevalecer: pensemos en la
discriminación.
Esta interpelación de la Palabra de Dios no puede vivirse en
la clandestinidad. Los cristianos deben también ser capaces de distanciarse y
señalar complicidades de cualquier tipo, sea en las familias, empresas,
partidos políticos, asociaciones civiles…
Más bien, en gran parte la situación de muchos países se debe
a la inercia de los cristianos ante temas fundamentales, y el poco valor que se
le confiere a la fe. Pensemos en temas como la pobreza, la justicia, la
corrupción, la solidaridad. En ocasiones por intereses nada dignos se alían con
quien detenta el poder económico o político. Se ha dejado que mande quien da
pocas garantías y credenciales. Quienes imponen formas y costumbres culturales
lo hace desde ópticas que no consideran el valor del ser humano. Y en otros
casos, la reflexión para aspectos como el aborto, las técnicas de reproducción
asistida, la manera para impartir justicia, la propiedad, la pluralidad… en
todos estos casos pesa más la opinión del agitador de turno que la reflexión
serena y profunda desde la fe o desde otra cualquier posición que detente el
mínimo de seriedad.
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