ACTUALIDAD FRANCISCANA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA
Estamos celebrando este miércoles de ceniza, inicio de la
Cuaresma en este templo parroquial de Nuestra Señora de Altagracia. La primera
pregunta que podemos hacernos es si existe algo que sea peculiar y, por lo
tanto, diferente celebrarlo aquí a celebrarlo en cualquier otro templo ¿Hay
algo de especial?
Si nos detuviésemos a los aspectos esenciales, habría que
responder que no: en profundidad es lo mismo celebrarlo aquí, en Catedral o en
san Pedro Vaticano. Es una llamada a la conversión desde la conciencia de
pecado, reconociendo el daño que hemos ocasionado, que es ofensivo para Dios.
Es conciencia de cara a la Semana Santa, y que arranca de la costumbre de los
primeros siglos de la Iglesia de iniciar el camino de los penitentes públicos
que iban a reconciliarse en la Vigilia Pascual del sábado santo.
Pero, volvamos a preguntarnos ¿hay algo de especial en
celebrar en este templo parroquial el Miércoles de Ceniza? Aceptando que lo fundamental
es común en todas partes ¿hay algo que pueda ser característico? Creo que sí.
Estamos en un templo parroquial donde descubrimos la
atmósfera espiritual de san Francisco. De hecho, cualquier familia religiosa en
la Iglesia hace presente la manera cómo vivió su Fundador, lo que se llama el
carisma. Y eso ocurre con los franciscanos y capuchinos en relación con san
Francisco de Asís.
Pero el carisma no es algo que afecta a los miembros de la
Orden, sino también a sus obras, porque en definitiva es una riqueza para la
Iglesia universal y local. O sea, la presencia de los capuchinos es una riqueza
para todos nosotros, porque nos acerca, de alguna forma, a san Francisco de
Asís y a la manera cómo se relacionó con Dios.
En un tiempo en el que a Cristo se le representaba como Rey
distante, este joven, de familia acomodada que buscaba glorias mundanas, se consigue con Cristo. No
medió ninguna necesidad fuera de la insatisfacción que sentía por todo. Pero
hay dos experiencias desencadenantes: el encuentro con el leproso y la imagen
del Crucificado, que en la iglesia de san Damián le habla y le pide que
restaure la Iglesia.
San Francisco se relaciona con Cristo y con Cristo crucificado.
No piensa en lo que puede conseguir de Dios, sino simplemente es cuestión de
amor. Se identifica con el Crucificado, con una conciencia que le hace gritar,
en un momento, “han matado al Amor”. El Cristo a quien ora es el Cristo a quien
sirve en los necesitados.
Toda la vida de san Francisco es una larga Cuaresma que
camina hacia el Crucificado. Asume las dificultades de la vida de manera
penitente, despojándose de todo, para dar a conocer a Jesús y servir a los
últimos. Y el impulso constante es el de amar al Señor.
San Francisco lleva su vida desde la locura del amor. A tal
punto que la identificación se expresa en la gracia de los estigmas. Para sus
contemporáneos resulta obvia la intimidad de Cristo con él.
Pero a su vez se hace presente, al mismo tiempo que la cruz,
los frutos de la resurrección: es el santo del amor, de la paz, el hermano
universal, el que canta a la Creación… entre otros aspectos. La relación con
Cristo hace que la Iglesia tenga para él resplandores mucho mayor que el
escándalo del pecado.
¿Qué consecuencias tiene esto para nosotros, que celebramos
en este templo el inicio de la Cuaresma? Que debemos recuperar el amor a Jesús.
Que debemos vivir en comunión con la Iglesia.
Generalmente buscamos aprovecharnos de Jesús; o vivimos
queriendo cumplir formalmente con Jesús; o, si acaso, tememos la lejanía de
Jesús no por amor sino por miedo a las consecuencias.
Y este aspecto tan franciscano, el amor a Cristo crucificado,
es un elemento válido y esencial para toda la Iglesia. La Iglesia de Jesús debe
manifestar amor a Jesús. No tiene sentido convertirnos de cualquier otro pecado
si descuidamos el amor a Jesús crucificado, en quien el Padre garantizado todas
sus promesas y se nos ha otorgado el Espíritu Santo.
Que esta ceniza, que representa la finitud de la vida y el
dolor de habernos alejado de Dios, marquen no solo el inicio de esta Cuaresma,
sino de una auténtica espiritualidad cristiana.
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