EL GUSTO POR LO BUENO
Uno de los tristes éxitos del mal en nuestros tiempos, es que
ha dado a probar su sabor. O sea, entra por el paladar de los sentidos. No
siempre teoriza mucho sino dice, simplemente, “ven y prueba”. Ante tus
objeciones y prejuicios, ven y prueba y luego hablamos.
Evidentemente que la propuesta es fulminante. Si acudimos al
relato bíblico de Gn. 2,6, por el argumento del sabor (lo apetitoso del fruto prohibido)
se perdió el paraíso, y este bajo la premisa de que brindaba un conocimiento
propio de los dioses.
Es cierto que la experiencia brinda un conocimiento único: es
inobjetable cuando alguien dice “yo lo viví” o “yo lo he probado”. Porque ese
tipo de conocimiento no queda circunscrito a las papilas gustativas, pues se propaga
no solo por todo el cuerpo sino por toda la existencia. Se hace experiencia de
lo prohibido… hasta de sus mortales consecuencias.
Mas lo prohibido que relata de manera simbólica el relato
bíblico no debe su veto a la voluntad caprichosa de Dios, sino al mal
subyacente con la que se conecta la acción misma. Para seguir en la tónica
bíblica, no es una sentencia posterior de Dios, independiente, la que hace
perder el paraíso: en el propio mordisco, que hace que se vean desnudos y se
escondan, ya se estaba perdiendo. Dios declara lo que ya ha ocurrido, aunque lo
leamos en dos momentos sucesivos.
Pensemos en la inocencia: sea la virginal que se pierde
haciendo maromas con la sexualidad o, más grave, en la prostitución o
pornografía infantil; la de un niño que se le involucra en la narco
delincuencia; o de los niños que se les alista para la guerra. Su inocencia no
la pierden cuando la ONU emite un acuerdo internacional que declara la gravedad
de la situación, sino en el momento mismo en el que su yo protagoniza
cualquiera de estos u otros hechos. En la medida en que su yo no puede esquivar
la responsabilidad o consciencia de decir “lo hice yo”. En el que la acción
transita a contravía el sistema nervioso para alojarse en el cerebro de manera
permanente y decir “se lo que se siente y como degrada matar, delinquir o
prostituirse, porque yo lo he hecho”.
Es poderosa la experiencia que otorga conocimiento con sabor.
Dentro de cierta cotidianidad, sin ir a los submundos urbanos
o a los frentes de guerra, la propuesta sigue vigente, y más ante la frustrante
castración de las crisis sociales: “prueba que te sentirás mejor”, “prueba que
si no te gusta lo dejas”, “¿cómo puedes saber que no te gusta o es malo si no
lo has probado?” Y esa serie de preguntas y coartadas sirven para iniciar en la
vida sexual, en la adicción al tabaco, el alcohol o en las drogas, por
mencionar los tópicos más conocidos.
Pero algo que se ha perdido, sea en el cristianismo o en las
personas de bien (“los hombres de buena voluntad”) es proponer no un elenco de
razones que dejan insatisfechos, sino el gusto, el sabor por el bien (y el bien
obrar).
La palabra sabiduría, en su derivación latina, tiene que ver
con saber con gusto, o sea, saborear. Saborear el conocimiento, lo bueno, lo
valioso. Aunque no sea la acepción griega, sin embargo el empeño de Sócrates
era conducir a la juventud ateniense a la “vida virtuosa”. Esta propuesta
práctica de la filosofía es la que encuentra, como alternativa a los desmanes
griegos, la Sabiduría bíblica: no solo cumplir la Ley de Moisés, sino descubrir
la dicha de cumplirla y verla en toda la naturaleza (la creación). Se consigue
saborear la virtud en la vivencia de la Palabra.
El evangelio de Juan gusta presentar a Jesús no solo como el
sabio, sino como la Sabiduría divina que ha puesto su morada entre los hombres.
Y la llamada no es a un conocimiento teórico, sino a degustarla. Incluso
degustarla como Pan vivo bajado del cielo (cf. Jn. 6, 51-59).
Si la experiencia del mal (del pecado protagonizado o
sufrido) conduce a la experiencia de muerte, la experiencia divina, de lo
bueno, conduce a la experiencia de la Vida (que comienza pero no termina).
Al saborear la maldad hay que oponer una sabiduría del bien:
saber a qué sabe hacer el bien. Y esto, que debería ser un compromiso de las
sociedades, es, sin embargo, nota de identidad para las confesiones cristianas.
El objetivo en los monasterios del primer milenio era
conducir a los iniciados a la experiencia sabrosa de Dios: la sabiduría. Con el
tiempo la bíblica sabiduría pasó a referirse, en la edad media, al conocimiento
práctico que guía la conducta desde la virtud de prudencia (y la justicia y la templanza
y la fortaleza). Para reducirse aún más, en la edad Moderna, al conocimiento
acumulado y organizado intelectualmente.
Hay que recuperar el sabor de las cosas buenas. Y es urgente
que haya comunidades, hombres y mujeres, que sepan conducir a la experiencia de
lo bueno. Que sepan llevar al sabor que tiene el ser fieles a Cristo, el
compromiso con el bien, con la causa de los excluidos, con la pureza o la
belleza sin degradaciones, con el sabor de la virginidad que se entrega por
entero en el matrimonio.
Recordaba el papa Benedicto que es bueno sentir el impulso
emocional que nos lleva a obrar bien. Pero no es razón suficiente el que ese
impulso esté ausente como para omitir el buen actuar.
Para quien se ha comprometido en experimentar el mal, el
desintoxicar los sentidos y las pasiones es una experiencia que no se puede
evitar, con sus dosis de desagrado y hasta sufrimiento. Sino pregúntenle, por
poner casos extremos, a las personas que se han rehabilitado de adicciones por
el alcohol o estupefacientes.
Y en ocasiones el compromiso por el bien conlleva sufrimiento
de otro tipo, como cuando la vida es amenazada o golpeada por los secuaces del
mal, como en cualquier tipo de persecución.
Pero el sufrir por el bien es otra experiencia, con un sabor
contradictorio, que no merma las personas, sino que les permite crecer, con el
auxilio de Dios. Ya lo expresa los Hechos de los Apóstoles: “Ellos se marcharon
de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de
sufrir ultrajes por el Nombre (de Cristo)” (5,41).
Lo decía también san Juan de la Cruz: “¿qué sabe quién no
sabe padecer por Cristo?”
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