EL ROSTRO ESCONDIDO DE DIOS
“No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios:
ese ha visto al Padre” (Jn. 6,46)
En la liturgia latina de la Iglesia Católica para este
domingo, XIX del tiempo Ordinario, se escucha esta frase que vale oro, pero que
pasa desapercibida. Esta expresión no es para nada casual. De hecho se repite
en otras partes del mismo evangelio y en las cartas joánicas: en el prólogo
(1,18), Jn. 7,29 y 1 Jn. 4,12). Y por detrás está otro pasaje sin desperdicio
alguno, referido al encuentro entre Dios y Moisés, el de Ex. 33, 20: “Pero mi
rostro no podrás verlo; porque no puede el hombre verme y seguir viviendo”. Y
no ver a alguien es, en definitiva, no conocerlo.
Si bien es cierto que se usa la expresión “a tal persona la
conozco de vista”, se hace para contrastar un conocimiento de trato, en que se
conoce su interioridad, sin embargo no nos contentamos tampoco con conocer de “oídas”.
Y tampoco resulta convincente que alguien “a fulano de tal lo conozco solo por
teléfono”. Es un conocimiento inseguro, suspicaz ¡Cuántos enredos no ha habido entre gente que hace citas a
ciegas, se conocen por correo o, últimamente, por Internet! Conocemos a
alguien, en su misterio de revelación continua de su interioridad, cuando la
tratamos, o sea, nos relacionamos verbalmente y de vista con esa persona con
cierta profundidad.
En el caso de Dios es sumamente diciente. Porque podemos
cultivar una relación continua con Él, sin que signifique realmente que lo
hayamos visto. No lo conocemos de oídas, si le concedemos el lugar que le
corresponde a su Palabra, que es su autorrevelación. De Dios conocemos lo que
Él se ha complacido en comunicarnos en Jesús. Pero no porque lo hayamos visto.
Lo que Él ha querido decirnos de sí mismo y su plan de salvación. Lo que Él ha
tenido a bien revelarnos.
Pero ¿cuál es la importancia y actualidad de esta frase, que
podría pasar desapercibido? Habría que ubicar dicho texto, dando un paso más,
en su doble contexto original: el judío y el griego. La historia judía, como
pueblo, así como Francia pueda recordar hoy la Revolución Francesa entre tantos
intelectuales y científicos, la norteamericana con sus héroes o la
Latinoamericana con su gesta independentista, tienen como referencia en el
pasado a los profetas, a reyes como David, a Moisés y hasta Abrahán y, de ahí,
que puede considerarse como el pueblo de Dios. Su orgullo estaba puesto en ese
hecho, en esa historia de relaciones, teniendo en la cúspide a Moisés, a quien
Dios trataba como un amigo, según el relato bíblico.
Pero Jesús dice, tajantemente y de manera certera, que ha
Dios nadie lo ha visto. O sea, ni Moisés, cosa que coincide con Ex. 33,20 (no
ve el rostro de Dios, no sabe cómo es Dios). Hay un margen de desconocimiento
en todo esto.
En el otro contexto, el de los oyentes griegos del Evangelio
de san Juan, tiene una situación similar: consideran la intuición de lo divino
como norma categórica de la realidad de Dios. O sea, Dios es lo que sé e intuyo
de Dios. Dios queda reducido a mi campo de comprensión, intuición y sensación,
con valor categórico de mi propia experiencia que, al ser cierta, se impone sobre
cualquier otra pretensión. O sea que hay una sobrevaloración de la propia
experiencia espiritual, con una gran carga de soberbia e ingenuidad.
Dentro de una comprensión actualizada habría que decir,
partiendo de la Escritura, que ha Dios nadie lo ha visto. Lo cual no significa
que no sea real, sino que Jesús nos lo revela porque Él sí lo conoce. De tal
manera que no tiene por qué coincidir con nuestras propias apreciaciones.
Para quienes la referencia de lo divino es ocasional o una
simple creencia sin otra trascendencia que la frase “yo sí creo” o “yo no creo”,
sin consecuencias existenciales y morales, todo esto reviste escasa
importancia. Pero para aquellos que consideran que lo espiritual y lo divino es
digno de búsqueda ya aquí en la tierra, eso tiene una importancia definitiva.
En los actuales momentos, por algunos llamados con el nombre
de postmodernidad y con el aluvión espiritual de una cuestionable Nueva Era
(New Age), el mercado de lo divino está saturado por cantidad de ofertas. Digo
el mercado de lo divino, porque más allá de su importancia espiritual, la
económica la ha tenido de sobra. Pero no cualquier cosa sirve, y en esto
coinciden las grandes tradiciones religiosas ¿Qué me lleva en verdad al
encuentro con Dios y con la Vida (con mayúscula)? Si lo que pretendo es
distraerme, calmar mi conciencia o llenar un compartimiento vacío en la
estantería de las cosas que forman parte de mi rutina diaria, cualquier cosa
sirve. Pero el que anhela ese Encuentro, que lo considera posible, que es capaz
de invertir tiempo y dinero en ello, la respuesta es menos complaciente. Ya lo
dibujaba san Juan de la Cruz en su monte, representando tres caminos de ascenso
al encuentro con Dios: solo uno llega. Hay caminos que hacen perder tiempo y no
conducen a ningún sitio… o conducen a la perdición.
A esto habría que añadir un aspecto evidente: no todo lo que
imagino es real. Desconfiar de la propia experiencia es, simplemente,
reconocer, como en cualquier circunstancia de la vida, la posibilidad del
auto-engaño. Y eso forma parte del sentido común, además de la psicología
profunda. Por decir algo al mejor estilo de Freud, también la lívido puede en
ocasiones proyectarse en variadas experiencias (inclusive seudo-místicas). Y
pongo ese ejemplo como se podrían poner ejemplos de traumas, frustraciones,
complejos, ambiciones de poder,
manipulaciones, patologías psiquiátricas…
En esta misma línea pero dando un paso mas, y dejando atrás a
la psicología y psiquiatría, se podrían hacer también consideraciones de corte
político. Y pienso en las reflexiones del papa Benedicto en su segunda
encíclica, Spes salvi: el peligro de los fanatismos. Identificar a
Dios no solo con mi propia posición religiosa, sin ninguna criba, sino con mi
posición política puede ser extremadamente peligroso, más si justifica la
violencia. Un dios que sirve de pretexto para la muerte y la guerra tiene muy
poco de divino. Y la efervescencia emocional debería ir atemperada por la
sensatez y racionalidad que permitan el diálogo.
Y ese diálogo necesita del diálogo trascendental con Jesús,
quien sí ha visto al Padre y lo ha dado a conocer. La función de la Iglesia es
vivir a Jesús y recordar lo que Él dijo. Quien crea que pretende estar por
encima, no sabe lo que dice. Inclusive las experiencias de los santos, hasta
aquellas místicas, no alcanzan la altura de la Revelación bíblica. Y,
finalmente, al igual que las grandes y valiosas tradiciones religiosas de la
humanidad, en el camino espiritual hay trampas, enemigos y desviaciones.
Reconocerlo no es poca cosa. Y dejarse acompañar de alguien experimentado,
tampoco.
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