EL VALOR DE LAS PEQUEÑAS COSAS



En honor de la Virgen y en el clima de la solemnidad de la Asunción

 

Pocas personas llevan una vida cotidiana que pudiera asemejarse a una epopeya. Generalmente a la vida cotidiana la llamamos rutina, sea para señalar el carácter normal de los acontecimientos, o para indicar que se trata de cosas repetitivas o, en el peor de los casos, que se trata de algo que lleva al hastío.

Pero son pocas las personas que su vida salta de novedad en novedad, de emergencia en emergencia o de desafío en desafío. Puede que esto haga que labores como la de los médicos (sobre todo los de la sala de emergencias), reporteros, bomberos, policías o soldados y militares en los frentes de batalla… y hasta de reyes y presidentes ocupen el centro de atención, por ejemplo, de las películas. Pero la vida de muchos no tiene ese ingrediente de emoción cotidiano.

Si descendemos de la fantasía a la realidad, sí, nos conseguimos con grupos de personas que se acercan a lo que consideraríamos héroes, aunque sean anónimos. Hasta incluiríamos a una buena parte de quienes se consagran a Dios en el servicio a los demás.

Y sin negar el valor e influencia en el rumbo de la historia de ciertas personalidades, se pudiera considerar que la vida de muchos no alcanza los niveles de importancia colectiva que consideraríamos necesarios. Pero la vida se construye no solo sobre los momentos únicos e irrepetibles, esos de trascendencia, sino también sobre los cotidianos y rutinarios.

Basta mirar alrededor y ver la cantidad de cosas que están allí porque unas personas dedicaron su tiempo para una labor supuestamente anodina, pero que tiene un fruto permanente. Basta abrir una revista o una página de Internet de historia, para caer en cuenta que de los obreros que edificaron el Golden Gate en San Francisco, el Empire State o la Torre Eiffel no sabemos nada, pero su obra está ahí. Puede que para ellos se tratase de un trabajo mas, simplemente. Puede que fuese un trabajo hasta mal pagado, como la mano de obra china que abarata tanto los productos, o explotado, cosa que debe avergonzarnos. Puede que fuese un trabajo tan denigrante como los de aquellos que edificaron las pirámides bajo régimen de esclavitud y trabajos forzados.

Sin embargo lo cotidiano tiene valor, y no poco. En la versión en inglés de la película de Franco Zefirelli, Hermano Sol, hermana Luna (Fratello sole, sorella luna, 1972), hay una escena del todo simbólica, de san Francisco reconstruyendo con rústica ayuda la ermita de san Damián: las piedras pasan de mano en mano hasta ser colocadas en muro, mientras se oye la canción que dice “day by day, stone by stone” (día a día, piedra a piedra). Para quien sabe algo más de la vida del santo, sabe que Dios  le había mandado reconstruir su Iglesia, que él confundió con la ermita en ruinas. Pero el caso es que la una se reconstruye con la otra, con la actitud con que se trabaja en la otra.

Generalmente parece que la sensibilidad actual puede despreciar lo rutinario. Puede que el gusto con las emociones intensas, esas que se viven en la depravación sexual y drogas, tenga que ver con esto de escaparse de lo cotidiano. Pero quien sintoniza con Jesús de Nazareth no puede aceptar esto. Le resultaría repulsivo y sería una forma de negar parte de la fe.

No solo Jesús vivió en el más profundo anonimato hasta sus 30 años sino que, si no hubiese sido por la trascendencia de Jesús, aquella mujer de Nazareth, María, su Madre, también hubiese pasado desapercibida. Pero no fue así.

¿Acaso María, la Madre de Jesús, debe su importancia a un parto biológico o la entereza vivida de manera momentánea al pie de la cruz? Nada que ver. María es una mujer que se forma interiormente en lo cotidiano y anodino. Siendo solo mujer con las obligaciones de su tiempo, ensanchadas cuando es Madre, esposa y, definitivamente, ama de casa. Obvio que la decisión de Jesús de volverse un predicador debió sacudirle internamente, siendo como ya era una viuda. No es lo que se esperaría de un hijo. Pero esto y las habladurías de la gente las enfrentó con una entereza ejemplar. Sea este momento, o los seguidos a la Resurrección y Ascensión del Señor, con su papel dentro de los comienzos de la Iglesia, de ello sabemos poco e intuimos mucho. La manera como los siguientes siglos la va a recordar la Iglesia nos dicen que, sin la crónica que gustaría tener, marcó a aquellas generaciones de cristianos. De nuevo, no es que María se dedicara a pasar su vida cómodamente en una mecedora disfrutando las mieles de la gloria de su Hijo; no podemos imaginarla así, al menos mientras conservase algo de sus fuerzas. Así que siguió viviendo “con un amor extraordinario las cosas ordinarias” de la vida, expresión que usa santa Teresita del Niño Jesús y que la Madre Teresa de Calcuta la ha ayudado a difundir.

Así pues, lo cotidiano construye lo duradero y hasta lo eterno.

Puede que esta infravaloración por lo pequeño y cotidiano haya influido en laxitud moral que se está viviendo. Es decir, como si quisiéramos reservar la moral para los asuntos de trascendencia histórica: casi que para temas militares, algunos políticos y ecológicos. Lo de cada día no tiene importancia y se deja en manos de la espontaneidad, la impulsividad y el subconsciente. Pero el ser humano se hace en lo cotidiano, en las decisiones cotidianas, en el valor y dirección que le imprima a las mismas. Además que no sabemos la trascendencia que pueda tener una acción, por simple que parezca.

La contaminación de las playas por basura, esa que nos muestran las imágenes fotográficas, son producto de pequeñas acciones, tan banales como arrojar en la arena la chapa de un refresco. Un pequeño papel arrojado por la ventanilla de un vehículo o, una simple colilla de cigarrillo, como la que originó el desastre humano y ecológico en la provincia de Gerona, frontera de España con Francia. Una infancia infeliz es el producto de eventos cotidianos, que no necesariamente incurren en la ilegalidad. La inestabilidad emocional de muchas parejas pasa también por el pasillo, en ocasiones, de la banalización del amor y la sexualidad.

Cuando se es permisivo en pequeños aspectos, se le comienza a restar importancia a otros tantos. Una voluntad debilitada no es capaz de resistir la oportuna ocasión de quebrar la moralidad, en cuestiones de otro monto.

Evidentemente que la moralidad no es una cuestión de tabú sino de conciencia, que madura y se forma hasta hacerse adulta.

Quien asume lo pequeño y cotidiano con fidelidad, se prepara para lo grande.

Bien lo conocen los atletas olímpicos, que enfrentan jornadas intensas de entrenamientos sin la retribución inmediata.

Has sido fiel en lo poco; te pondré a cargo de mucho más. ¡Ven a compartir la felicidad de tu Señor!” (Mt. 25,21).


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