LA CRISIS DEL PAN QUE ES VIDA


"Señor ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna" (Jn. 6,68)




Ambientada en la sinagoga de Cafarnaúm adviene la llamada crisis de Galilea (Jn. 6,61-70). Hay un desgarramiento entre el grupo de seguidores, que había mostrado tanto entusiasmo después de la multiplicación de los panes y los peces. Ya el discurso eucarístico, como se conoce a esa parte del capítulo 6 de san Juan, anuncia a Jesús, pan de Vida, sobre el fondo oscuro de la descreencia ¿Acaso solo puede darse el reconocimiento de quien es Pan de Vida cuando se ha optado por Él pese al rechazo escandaloso de otros?

Pero esta definición de opciones y camino no es exclusiva de este episodio del nuevo testamento. Josué interpeló a aquel pueblo, que acababa de entrar en la Tierra prometida, a que se decidiese de una vez por todas si iba a servir a los dioses de sus antepasados o de los pueblos de los alrededores, o si, como él y su familia, servirían al Señor, manera esta respetuosa de referirse y suplir el nombre de Dios, que es Yahveh (que aparece en el texto hebreo de Js. 24,1-18).

Así, pues, la fe se traduce en “servir” que, en el contexto de las desconfías y traiciones que caracteriza a la generación que salió de Egipto, implica comportamientos bien concretos, en consonancia con el Decálogo y la Alianza. Por lo que la manera de conducir la propia vida debe no solo adecuarse moralmente, sino direccionarse para servir al Señor (Kyrios griego, que implica sometimiento al Soberano) como manifestación de la fe y pertenencia que se le debe.

El texto, que antecede a la muerte de Josué en este último capítulo de dicho libro, termina con la entusiasta respuesta del Pueblo al Amor divino.

Pero las definiciones del capítulo 6 no van a acabar así: solo un grupo reconocerá que no tiene a donde ir, pues nadie tiene palabras de Vida eterna. Los demás simplemente se irán ¿Qué suscita esta decepción y esta crisis?

Jesús ha anunciado un Pan de vida que es superior al de Moisés, lo cual ya resultaba atrevido para su auditorio judío. Pero en el desarrollo del discurso, Jesús va a identificar ese Pan de Vida con su Carne y con su Sangre, lo cual resulta, sencillamente, inaceptable. El Pan celestial, propio del ámbito de Dios, no solo lo da Jesús, sino que es Jesús. “Carne” y “Sangre” es una expresión semita que se refieren a la existencia concreta y total de Jesús y, por lo tanto, la del hombre con su historia, desde el nacimiento hasta la muerte, la de ese hombre terreno (que es divino). La palabra “carne” es la traducción del griego “sarx”, de importancia capital en el prólogo del Evangelio, pues aparece en la expresión cumbre de la Encarnación (“el Verbo se hizo carne”, Jn. 1,14). Pero “carne” no es la simple materialidad o humanidad, que están implicados. Es la existencia mortal, concreta y vulnerable, que padece las vicisitudes de cualquier persona. Por otro lado la “sangre” no es el simple líquido que corre por el torrente sanguíneo: para el oriental es la sede de la vida, sagrada, que no puede ser tocada por nadie porque solo pertenece a Dios. El judío no podía beber (ni comer) la sangre de ningún animal, por esa creencia. Por lo que, si era chocante la presunción de Jesús acerca de su misión, el ligar la salvación a la ingesta de su sangre era, como mínimo, escandalosa.

Pero en medio de ese escándalo estamos los cristianos: los cristianos somos quienes hemos optado, porque creemos que El es la salvación, en comer de su Cuerpo y beber de su Sangre, en el sentido semítico: en alimentar nuestra vida con la Vida que fluye de su existencia concreta. La fuente de Revelación y de Salvación es el Jesús terreno, con su predicación del Reino y la preferencia por los menesterosos y desgraciados; está ligado a su existencia concreta, a la manera como vivió. El acceso a su realidad misteriosa, aún a través del lenguaje de los sacramentos, nos debe conectar con esa vida y ese amor, tal y como se manifestó.

Saltar de esta comprensión a la comprensión propiamente sacramental no debe ser un asunto de acrobacias. Obvio que está por el medio la Resurrección. La fuente que es Jesús y la trascendencia de su vida no se basa simplemente en el origen causal con la Divinidad, sino un Amor-divino y humanamente en acción en las circunstancias concretas, que se pone en contacto con lo más sombrío de la realidad humana y la lleva consigo hasta la cruz. Y Dios Padre resucita no solo a Jesús, sino a toda la historia de Jesús y con ella como posibilidad también para toda la historia humana. La historia de Jesús, que revela a Jesús y que hace que Jesús sea Jesús, es fuente de salvación y salvación universal en el tiempo y el espacio. Para lo cual debemos estar conectados, en comunión con El.

La comunión sacramental con Jesús ocurre en la Cena memorial que es cada Eucaristía (misa), que nos sitúa en la radicalidad de la entrega y de las opciones en vísperas de la cruz, pero que pone también ante la historia resucitada del Resucitado. Vivirla no es repetir ritualmente una serie de rúbricas sino, desde el lenguaje de los signos y la presencia gratuita y gratificante de Dios, mirar la historia en la que estamos participando.

El Espíritu santo que se nos dona por su cruz y resurrección, que es el Espíritu de Jesús,  y que recibió la Iglesia en Pentecostés, nos invita a prolongar la misión de Jesús en nuestra historia personal y colectiva.

No podemos quedarnos al margen de la vida para vivir nuestra fe. Hay que optar por el Crucificado aunque sea escandaloso para los demás. Lo cual implica el servirle desde el bien obrar, en el espíritu de las bienaventuranzas.


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