LA FE DE ABRAHAM EN EL MUNDO ACTUAL



Hay un personaje bíblico harto curioso: Abraham. Su patria era Ur, en el territorio entre los ríos, la Mesopotamia de la antigüedad, el Irak de la actualidad.

Por los rebaños que se lleva, era un hombre de buena posición, sin ningún motivo para emigrar, fuera de la misteriosa voz que resonó en su interior: “Sal de tu tierra a una tierra que te mostraré” (Gn. 12,1).

Generalmente pensamos en su desprendimiento, lo cual es cierto. Pero más allá del desprendimiento está la confianza, la fe que confía. No existía una Iglesia institucional como referencia, con ministros a quien preguntarles (tampoco nos dice la Palabra si pidió orientación de alguien). Ni el canon bíblico existía, pues cualquier libro de la Biblia es muy posterior. Suponemos que, como cualquier otro ser humano, tuviese una serie de creencias religiosas. Solo eso.

Este primer acercamiento no es para justificar un leissez-faire, un dejar hacer para la actualidad. Un experimentar a ver que ocurre. Sólo quiere servir para comprender lo distinta de su situación de la nuestra, además de apreciar mejor los recursos que contamos en el camino de acercamiento al Señor.

El cumplimiento de las promesas, en vida de Abraham, según el relato de las Escrituras, se limita a una vista de la tierra que dará a sus descendientes (no a él, cf. Gn. 15,18-21) y una muchedumbre (cf. Gn. 15,5) cuando a duras penas se le concede (¡y es mucho!) un hijo, que estuvo a punto de degollar (¡realmente aquella voz era peligrosa, y era de lo único que podía fiarse!; cf. Gn. 22).

El catecismo de la Iglesia católica pone a Abraham, junto con la santísima Virgen María, como modelos de la fe (cf. CEC 145-147).

Ahora bien, así en abstracto y aéreo, es admirable el padre Abraham ¿pero qué rábanos tiene que ver con el mundo actual?

Lo primero que aparece es un mundo, por lo menos el occidental, paganizado. Es decir, vive una confusión y alteración de valores, que termina invirtiéndolos. Es decir, lo que para otras generaciones era más o menos evidente, hoy en día no lo es: congregarse o ir a la Eucaristía (la misa) se encuentra en el mismo menú de opciones a las que se puede acceder junto con otra gran variedad de cultos y rituales, tradicionales o innovadores, cristianos u orientales, de cuño respetable o simple esoterismo. Se pudiera seguir con el sexo, que del amor libre ya se está pasando a interpretaciones casi que gimnásticas del asunto, con la posibilidad de probar todo lo que se consideraba antes prohibido o, por lo menos, vergonzoso. Y ni hablar del matrimonio, la paternidad, la política o algún tipo de ideología ecológica, que pareciera proponer que quienes sobran en este mundo son los humanos, que hasta los virus tienen derecho a vivir en paz: ¡cómo si la vida, hasta en los niveles más biológicos, no tuviera aspectos conflictivos!

Así que para muchos el reto es también “salir de la propia tierra” en busca de la promesa de Abraham que, aún sin la certidumbre deseada, nos lleva, cierto que sí, al encuentro con Jesús. La forma de vida que hay que dejar, por ser conocida y aprobada socialmente, en medio del desvarío, ofrece cierta seguridad psicológica, muy endeble, por cierto. Pero la fe bíblica invita y, en cierto modo, exige una trastocación, una recomposición de los puntos existenciales y morales de referencia. Y se experimenta una clase de extrañeza por vivir de manera no habitual. Además del bestiario (“las sabandijas” de 1 M 2,8) que pintorescamente usa santa Teresa para describir la vida todavía confusa, contaminada y con resabios de los iniciados en la vida espiritual.

Pero esta fe de Abraham no se cumple solo en quienes hacen un camino de conversión dejando atrás la Patria. También se da en aquellos que deben vivir su fe de forma inédita, aquellos para quienes la tentación de rendirse ante el fracaso y las caídas resulta abrumadora. Renunciar a lo que se creía porque ya nada de lo que se creía parece tenerse en pie. Vivir en un campo interno de desolación poblado de ruinas.

Es el caso de quienes fracasaron en su matrimonio pese a sus convicciones; quienes se volvieron a casar después de divorciados, que tienen parejas excepcionales pero que les toca seguir adelante con graves conflictos de conciencia en su interior; quienes viven en hogares disfuncionales; para los que el único amor erótico posible es el homosexual; los que se sienten fracasados en su ministerio, lo dejaron o, en cualquier ámbito de la vida personal o profesional, sienten que se traicionaron a sí mismos, entre tantos otros casos.

¿Qué significa para estas personas Abraham como modelo de fe? Tener la capacidad de avanzar por tierras extrañas, que pareciera que nunca nadie antes ha recorrido, dejándose guiar por la Palabra leída y escuchada con el corazón de la Iglesia, permitir al Magisterio (Papa y obispos) tener una palabra de orientación que decir, aunque no sea exhaustiva o sepa a poco ante lo que se quisiera escuchar… y creer en el Dios de las promesas, que es capaz de crear todo de la nada y de dar vida a lo que estaba muerto (cf. Rm. 4,17).

Todo alrededor puede que te diga que ya nada hay que hacer. Que en tu situación no puedes inventar sino sobrevivir y dejarte llevar por una corriente hedonista y nihilista que te consuma. Diluirte anónimamente con la multitud. Que ese fue el final del camino.

Pero no es así. Queda Dios como horizonte y gracia: con Él caminamos, por Él nos movemos y hacia Él vamos. Y esto rompe con muchos de los esquemas de necesidades que tejen ciertas psicologías. Como diría el papa Juan Pablo II, en la Veritatis splendor, conocemos la psicología de los hombres pecadores, pero no se ha estudiado con detenimiento la psicología de los que se dejan moldear por la gracia de Dios, la de los hombres y mujeres santos.

El fracaso puede que sea cierto e incuestionable. Pero nuestra fe se apoya en el Dios de Abraham, no en el dios de nuestras propias fuerzas. Experimentar la debilidad y renunciar a la voluntariedad puede ser un paso de abandono para que Dios haga lo que está empeñado en hacer con nosotros, para lo cual ningún pecado, en definitiva, es impedimento permanente, porque Él es Misericordioso y la Misericordia misma.

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