LA COMUNIÓN DE LOS OBISPOS Y LA "SEDE VACANTE"
La próxima ausencia de Benedicto XVI como sumo Pontífice
supone un hecho inusual para la vida de la Iglesia. Tanto las normas formales
como el comportamiento que siga el actual Papa crearan un precedente de cómo
actuar en casos parecidos. Claro que pueden quedar otras situaciones cuyo marco
legal desconozco: un Papa con Alzheimer que no haya renunciado de manera lúcida
y responsable, sino que la enfermedad se haya agravado durante su pontificado a
niveles extremos… ¿cómo queda? Un Papa que sufra de un ACV que le hagan perder
sus facultades… ¿cómo queda? Claro que además de los casos prácticos, todo se
presta para la teoría de la confabulación, cosa que dejaremos a las mentes
calenturientas y novelistas…
El caso es que, con la persona de Ratzinger viva, nos
quedamos sin Benedicto XVI (¿cuál será su título? ¿obispo emérito de Roma?). No
hay funerales, cuyo ceremonial puede durar hasta 15 días, entre una cosa y
otra, pero hay un vacío adelantado, sea afectivamente, sea porque no se
esperaría que el actual Papa tome grandes decisiones en estos días de
despedida. Así que hay una sensación de vacío en la catolicidad y en la sede de
san Pedro.
Lo curioso es que, a 50 años del inicio del concilio Vaticano
II, se puede vivenciar, por lo tanto de manera menos teórica, lo que el
concilio llamó el colegio episcopal (de los obispos):
“Por ello este Concilio enseña que
los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores
de la Iglesia, de modo que quién los escucha, escucha a Cristo, y quien los
desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió” (LG 20) “Así como, por
disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio
apostólico, de igual manera se unen entre sí el romano Pontífice, sucesor de
Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles” (LG 22).
El sentido colegial del ministerio episcopal, en unión y
comunión con el santo Padre, es una novedad y, al mismo tiempo, es una
recuperación del concilio. Las iglesias orientales no unidas a Roma le dan más importancia
a las decisiones conciliares, sin la figura del sucesor de san Pedro, por lo
tanto las que surgen de la participación de los obispos. En cambio, en la
Iglesia católica, se fue acentuando la figura del Papa en los últimos 10
siglos. En los primeros siglos la figura del obispo de Roma resaltaba pero
siempre en unión con los demás obispos. El concilio fue una realidad habitual
hasta el de Trento, finalizado hacia 1563. Fueron necesarios 3 siglos para que
se convocase un nuevo concilio, que quedó inconcluso, en 1869.
En el entretiempo fue agigantándose la figura del obispo de
Roma en 2 sentidos: uno, en la toma de conciencia de la dignidad y lo
particular de su misión y relevancia dentro de la Iglesia, encerradas en las
mismas palabras evangélicas por las que Jesús designa a la confesión de Simón,
como piedra (Petrus) fundacional de la Iglesia; por otro lado, esta conciencia
entrañó la defensa ante cualquier desvaloración por circunstancias históricas
de tal ministerio.
Ciertamente durante el llamado Cisma de Occidente, cuando
coexistieron 2 y 3 papas simultáneos (1378-1415), además del antecedente de que
el Papa fijara residencia en Aviñón entre 1305 y 1378, la credibilidad del
ministerio petrino se hundió a niveles sin precedentes.
Durante los primeros siglos, mientras Roma fue una ciudad
imperial, la relevancia del obispo de Roma no tuvo mucha discusión: era
referencia obligada de forma espontánea, independientemente de algunas discrepancias
menores en relación a formulaciones de fe. La clarificación de la fe en contra
de amputaciones reduccionistas en torno a la realidad de Cristo giró sobre
Roma, Antioquía y Alejandría. Obvio que al final estas terminaron siendo
discusiones entre la Iglesia fiel a la Tradición de los Apóstoles y herejías
con expulsiones y destierros, pero sin hogueras.
El papel de Roma se vio cuestionado cuando cae el imperio
Romano de Occidente: ¿por qué Roma debe mantener su primacía cuando la ciudad
más importante pasaba a ser la imperial Constantinopla?
Tan difícil fue mantener la lógica de la cruz que hacia el 1054 ocurrió la
primera gran ruptura entre las iglesias ortodoxas y la Católica romana, con
sendas excomuniones: el cisma de Oriente (en 1965 el papa Pablo VI y el
patriarca Atenágoras de Constantinopla levantaron ambas excomuniones).
Pero durante la edad Media también el papel del Papa fue
cobrando relevancia, sea para poner en orden ciertas desviaciones o para
regular ritos, pero también debiendo defenderse de las ambiciones de los
emperadores alemanes que pretendían
inmiscuirse en asuntos fuera de su competencia.
Superado el escollo del cisma de Occidente, con Lutero y las
diversas ramificaciones protestantes la figura del Papa volvió a ser
cuestionada. La reacción fue no solo defenderla sino exaltarla al rango de
símbolo característico e incuestionable de lo que es la Iglesia católica. Sin
negar, de nuevo, la misión encomendada por Jesús, tal postura hizo que se
comenzaran a confundir la manera histórica de ejercer el ministerio petrino con
su innegable papel dentro de la naturaleza sobrenatural de la Iglesia. No
siempre se cuestionó o revisó sino se defendió y consideró afrentoso cualquier
reparo.
Este repliegue en formas monárquicas propias del tiempo (el
Papa era también gobernante de los Estados Pontificios, que ocupaban el centro
de Italia) hizo que fuese difícil asimilar y analizar fenómenos tales como la
Revolución francesa. Las mismas corrientes filosóficas no eran tomadas en
cuenta, por lo que en ocasiones se confundió el rechazo al racionalismo con
posturas fideístas que el mismo Magisterio papal tuvo más adelante que
corregir.
El concilio Vaticano I pretendió ser un concilio sobre
la Iglesia. Lo central lo consideraron
centrado en el Papa. El Risorgimento cortó con todos los esquemas, aislando
nuevamente la figura del sumo Pontífice. Así terminó dando la impresión de ser
una afirmación de un Papado pero sin hermanos en el episcopado y sin Iglesia. Y
los ataques hacia la Iglesia consiguieron que el Papa fuese visto como “el
Prisionero del Vaticano”, destino de peregrinaciones de los católicos de toda
Europa, hasta que, de forma curiosa, Mussolini tuvo el mérito de hacer lo que
otros debieron hacer antes: firmar el concordato llamado Lateranense en el
1929, zanjando la disputa y regularizando las relaciones.
De tal forma que la manera colegiada (misión compartida entre
los obispos y corresponsabilidad en tomas de decisiones, siempre en unión y
comunión con el romano Pontífice) se tornó en un elemento extraño con matices
heterodoxos o usos al estilo del oriente cristiano. A tanto llegó que antes del
Vaticano II se preguntaban si realmente era necesaria la instancia del concilio
para aclarar puntos de fe y moral, o bastaba con las facultades ex cátedra de
Papa, relacionadas con su infabilidad.
El Vaticano II recupera el importante aspecto de la
colegialidad de los obispos, insertándose en la mejor tradición cristiana, y
viviéndolo particularmente a través de conferencias episcopales, sínodos y
consistorios. La fuerza de la Iglesia está en la comunión, y la comunión se
fortalece con la caridad.
Pero para la inmensa mayoría de los católicos la figura del
Papa sigue estando separada de la comunión episcopal. Y la sensación de vacío
es más que justificada.
Ojalá que en estos días de despedida del Papa y de
preparación para la elección del próximo, el tema de la comunión jerárquica, a
través de la cual Jesús guía a su Iglesia, pueda afianzarse en las conciencias
de tantos creyentes, de tal manera que esta situación desconocida no se viva ni
como abandono ni como orfandad.
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