UNA CUARESMA SIN PAPA



De forma sorpresiva, el santo Padre ha anunciado su decisión de renunciar a la sede de Roma y, por lo tanto, al Pontificado. Las palabras que prepararon tal anuncio fueron: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia”. Y el tiempo de gestación de la decisión fue de aproximadamente un año. Un año sopesando que el carácter espiritual del ministerio debe sobrellevarse desde la oración y el sufrimiento, pero que también se requiere en la actualidad del vigor tanto del cuerpo como del espíritu, le llevan a tomar esta decisión.

Ya se lo decía a Peter Seewald, es lícito que un Papa renuncie en un momento sereno o cuando no se puede más, pero como huída del peligro. Y, creyendo en conciencia que se dan las condiciones, habiéndolo meditado ante Dios, el Papa toma su decisión.

Vivimos en un mundo que renuncia a responsabilidades y más a la conciencia que se sale de los patrones sociales. En ocasiones se invoca la conciencia para referirse a la supuesta validez del hedonismo o para esconder trastornos y trasgresiones vergonzosas o patológicas. El Papa hace uso de su conciencia en función de obrar a favor del bien, y del bien de la Iglesia.



¿Qué tiene que ver todo esto con la cuaresma y las lecturas dominicales? Mucho.

Porque en el evangelio Jesús se encuentra en la encrucijada de decisiones trascendentales, que tiene que ver sobre el cariz de su misión. La forma como llega el relato, con intenciones claramente catequéticas, no debe ocultarnos el carácter existencial de los dilemas que se presentan como tentación. Si por algún momento pudiésemos asomarnos a la conciencia de Jesús, en ese momento de clarificación, nos encontraríamos con una conciencia orante, pero que decide. Que decide en cuanto ha orado las decisiones que previamente ha meditado. El relato no dice que Jesús esperó escuchar del Padre la decisión que debía tomar, o que un ángel se la transmitió. Desde la Palabra de Dios se abrió paso a lo que después se ve como tentación demoníaca, presente en el desierto inicial, pero también a lo largo de su camino como predicador hasta la cruz.


Además de este aspecto, quisiera resaltar otro: la perplejidad con que mucha gente ha recibido dicho anuncio. La ausencia de Papa es un momento de especial incertidumbre en la vida de la Iglesia, más cuando el Papa anterior ha renunciado en vez de ausentarse por razones de muerte. Y creo que esta es una gran oportunidad también.

Quisiera resaltar dos aspectos: el primero es que la sede romana puede estar temporalmente vacante, pero el colegio episcopal (la comunión de obispos en la caridad y la misión) siempre permanece. Evidentemente que permanece de manera anómala, pues aquel que está al servicio de la comunión y para confirmar en la fe no está presente. Así que esta dimensión se puede rescatar, pues en los últimos siglos, especialmente desde mediados del siglo XIX, la figura del Papa eclipsaba a la del colegio episcopal. Conceptualmente se reacomodaron las cosas en el concilio Vaticano II, pero experiencias como esta (y otras menos evidentes), fortalecen ese aspecto de comunión que nos acerca a los hermanos cristianos del oriente, los ortodoxos.

Y el segundo aspecto, que tiene vigencia también en Venezuela por la situación que se vive entre crisis políticas y económicas, es que esa incertidumbre  se supera invocando la Tradición. No me refiero al costumbrismo, a la manera tediosa de repetir las cosas o los ritos. Me refiero a la Tradición en cuanto experiencia de la permanente fidelidad de Dios con la Iglesia. Por Iglesia entiendo la comunidad de creyentes, desde la jerarquía hasta la humilde mujer campesina que se pone en manos de Dios tras la muerte, por ejemplo, de su esposo. Esa trasmisión de la fidelidad en otros tiempos y otras circunstancias, que animan la confianza en la actualidad.

Efectivamente, el pasaje del Deuteronomio nos recuerda la celebración de la Pascua judía, con aquello que Von Rad consideró una especie de credo: “Mi padre era un arameo errante…”, para recordar después que, el Dios de Israel, es que lo liberó de la esclavitud de Egipto.

El valor de confesar que Jesús es el Señor, y de creer que Dios lo resucitó de entre los muertos, tiene peso en cuanto se hace aún en las circunstancias adversas, porque Dios está con nosotros.

Dios bendiga a su Iglesia y a Joseph Ratzinger, y nos conceda a alguien que tenga el vigor para enfrentar los nuevos tiempos, con la pasión de Juan Pablo II y la sabiduría de Benedicto XVI.

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