EL DIOS SIEMPRE MAYOR



Soy de los que no le exige ciertas precisiones a los textos bíblicos, y más si gozan de venerable antigüedad, como el caso de Ex. 3,13-15  el relato de la zarza ardiente y la vocación de Moisés.

Si hoy en día nos cuesta hablar apropiadamente de experiencias que son sublimes, cuanto más en un relato que estaría ambientado hacia el 1300 a.C., que tiene características epopéyicas y que transmite hechos fundacionales que constituirán la identidad de Israel como pueblo.

Así que no concibo el relato como un reportaje moderno (que, por cierto, también vienen editados para seleccionar aspectos importantes o imágenes significativas). Lo que no me sirve tampoco como subterfugio para esquivar el que estemos ante un relato de particular importancia que, last but no least,  constituye Palabra de Dios.

Moisés está llevando a pastar los rebaños de su suegro cuando se consigue con un fenómeno impresionante: una zarza arde sin consumirse. Se acerca y una voz le ordena que se descalce, pues el suelo que está pisando es sagrado. Y Dios se le revela con su misterioso Nombre, manifiesta su misericordia ante el pueblo elegido, esclavo en  Egipto y envía a Moisés.

Es evidente que nos encontramos hacia una experiencia de Dios seguramente inefable. No tenemos forma de hablar de ella sino es usando las mismísimas expresiones, más allá de como haya sido el acontecimiento. Y, sin extrapolaciones, aparece la desproporción que hay entre el hombre y Dios, quien accede descalzándose, es decir, en actitud de reverente veneración.

Ya esto contrasta con la manera como muchos conciben, en esta era postmoderna y de acuosa nueva era, lo que es la espiritualidad como encuentro con el Señor. Formas religiosas variadísimas ya existían en la antigüedad: el pueblo de Israel va a estar tentado de seguir cultos mucho más vistosos que los suyos. Pero así como aquel pueblo va a descubrir que es propiedad del Señor, así también va a entender que no es un Dios entre muchos, sino el único Dios, que es inconfundible con todos los demás, ritos incluidos.

El rostro de Dios se muestra como revelación que acontece en la historia. De Dios se sabe quién es en la medida en que se manifiesta en las circunstancias que deba enfrentar el pueblo. El curioso y misterioso nombre de Dios se refiere tanto a “quien es”, como a “quien va mostrar que es”. De tal manera que la experiencia de fe, la relación con Dios, no se limita al momento de la zarza, como no se limita tampoco a cualquier momento sublime que viva un mortal en el encuentro divino.

Y si bien Dios no responde a la pregunta sobre por qué sufre el inocente, no se manifiesta ausente o distante del sufrimiento, sino conmovedoramente atento.

La lección que desprende san Pablo de las visicitudes del desierto (cfr. 1 Co. 10,1-12), ayudan a comprender la precariedad y fragilidad de las experiencias humanas, por sublimes que sea. El apóstol les da un sentido tipológico en relación con los sacramentos, que aumentan una sana inseguridad: la fidelidad del hombre es también gracia divina, que hace que desconfiemos en apoyarnos únicamente en las propias capacidades y en los propios méritos.

Finalmente el Evangelio advierte sobre esa tendencia propia del subconsciente, de conseguir y achacar culpas donde no hay evidencia que las haya. Esa tendencia de autojustificarse, manía perniciosa que paraliza el desarrollo espiritual, que excusa del ejercicio de la caridad, que siempre es desafío. La matanza por Pilatos de los galileos cuya sangre se mezcló con la de los sacrificios, y la tragedia de la torre de Siloé, que aplastó a unos cuantos, no es porque ellos sí eran pecadores mientras que nosotros no. La lógica de culpa/castigo no cabe aquí, si no es por proyección del aprendizaje durante la infancia. Como aprendizaje, se debe desaprender en las relaciones con Dios.

Dios es siempre experiencia que nos excede, ante lo cual se debe progresar dando frutos. La actitud no es encasillar a Dios en nuestros esquemas, sino dejarlo libre y aprovechar el tiempo presente para no ser como la higuera estéril. 

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