DIÁLOGO AL FILO DE LA TUMBA
Ficciones de
la cotidianidad
Convalecientes
y guturales sonidos comenzaron a saturar el ya húmedo ambiente de la
refrigerada habitación. Era algo que se esperaba desde hacía semanas en toda la
isla. Solo que el personal de guardia y los más cercanos estaban a esa hora
ausentes. Quedaban cuatro personas: sentados en un sofá estilo años 50, forrado
de vinil, estaba un canoso en uniforme y uno de menor edad de civil y, de pie,
dos de uniforme que evidenciaban una menor gradación y distinta responsabilidad.
-
Tranquilo, tranquilo, estamos aquí-
le dijo la persona ataviada de un rugoso uniforme verde oliva, con lentes de
cristal oscurecido, bigote que en su tiempo pudo ser tan oscuro como el negro
de sus botas, cuando se levantó hasta el lecho del enfermo.
Jadeante,
intranquilo, perlado por el sudor, como volviendo de un trance febril, propio
de religiones afroamericanas, el enfermo no conseguía retener sus reacciones,
hasta tomar con débil virilidad la mano del interlocutor.
-
Raúl, Raúl…
-
Tranquilo, Hugo. Sigues muy débil.
Cálmate. Todo va a estar bien.
-
Si supieras, Raúl, si supieras…
-
Pronto la noticia de tu mejoría
recorrerá el mundo, tranquilo. La vamos a anunciar mañana a primera hora.
El enfermo excitaba a todos los aparatos a los que estaba todavía conectado, de los que momentáneamente dependían en sus funciones vitales, pero ahora con la lucidez de quien despierta… o, más bien, se sabe iluminado.
-Raúl, si
supieras, si supieras, si hubieses visto lo que yo vi, si lo hubieses visto.
- Hugo,
tranquilo, necesitas reposar. Ya habrá tiempo. Ya volverás a la carga con tus
batallas. Volverás a hacer huir a quienes te adversan, a los que anhelan tu
desaparición. Pronto vas a estar capitaneando otra vez a tus hombres y mujeres.
La Revolución saltará a países y continentes nuevos. Ya estamos haciendo
contactos. En varios países hay elecciones con candidatos muy convenientes a
nuestra causa. Tú con el petróleo. Yo con los asesores nos encargaremos que
sean los próximos mandatarios en América, en África, en Asia.
- Raúl, Raúl…
- Mientras
los países capitalistas resuelven sus problemas internos, distraídos para
evitar pobladas, revueltas y crisis, nosotros seguiremos consolidando el liderazgo
del hombre nuevo frente a sus narices y hasta por cauces democráticos…
- Raúl, Raúl…
hay que parar todo eso, hay que pararlo…
El hombre
deliraba todavía, pensó para si el sano. Su galena prudencia, propia de la edad
más que de la pericia en el oficio de brindar salud, se fue por el excusado:
-
¿A qué te refieres?- dijo cortante.
-
Raúl, Raúl… he estado mal, muy mal…
creo que hasta llegué a morirme…
-
Mmm… efectivamente…- dijo Raúl. Los
médicos me dijeron que tuvieron que revivirte en varias oportunidades, que
perdías signos vitales, que debieron de transfundirte en varias ocasiones y que
tu pulso era tan débil que no se sabía cuándo se apagase definitivamente. Pero
al final nuestros heroicos médicos te arrebataron a la muerte.
-
Sí, Raúl, si. Yo me morí. Pero estoy
de vuelta no por la dedicación de esos muchachos. Me dejé caer por un largo y
oscuro túnel. Yo gritaba y gritaba, pero nadie me oía. Cada vez iba más
profundo y lejano. La soledad era total. Yo anhelaba sentir al menos las ánimas
de los llanos; sentir al menos la compañía de los espantos… pero nada. La
soledad era total. No era silencio, sino la ausencia la que me aterraba. Y en
esa situación estábamos mi conciencia y yo y yo y mi conciencia. Sin poder
alejarme yo de ella ni ella de mí. Era como sentir un dolor inmenso, lacerante,
agudo como si los huesos de un un vivo los triturasen con plena conciencia,
pero sin tener la oportunidad de desmayarse.
El silencio
se hizo en la habitación con templada frialdad.
-
Y en esa soledad más solitaria que si
fueses el único sobreviviente de una catástrofe atómica de carácter universal;
en esa oscuridad más oscura que la oscuridad de las selvas en las noches sin luna,
comenzó a hacérseme presente mi vida toda. Los momentos lejanísimos de
felicidad e inocencia junto a mi abuela, luego perdidos en la medida en que el
la ambición de justicia dejaba colar el odio y la concunspicencia del poder. Las ideologías y las lecturas subversivas justificaban
la sed de venganza y de desquite. La oportunidad y el engaño fueron consejeros
en muchas ocasiones para celadas de diversos tipos. El mal se cruzó con el bien
cuando lo consideré conveniente. Ante la humilde ignorancia en oportunidades
fui justiciero, en otras su usufructuado. Vi mundos nuevos creados a mi imagen,
en la medida en que apartaba todo al que se me opusiese, donde yo velaría por
todo lo que yo determinara que es valioso y por lo decidiera lo que es mejor… y
lo que es peor. Yo, principio de lo bueno y lo malo, sin otra regla ni norma. Toleré
el crimen, el vandalismo, la criminalidad, la corrupción con tal de conservar
el poder.
Su esfuerzo
era descomunal para pronunciar su discurso, casi que como sus famosas arengas.
Mordía las palabras para poder hacerlas nítidas e inteligibles a pesar su
evidente debilidad. La mirada perdida como en un rapto se fijaba en el techo,
como si el techo no existiese. Bocanadas de aire suplían el oxígeno que quemaba
con cada palabra.
-
Las sombras arropaban las ideas que
compartíamos en la clandestinidad. Ir creando una red de cómplices, cada quien
con su precio. Todos aventureros y aprovechadores. Viejos soñadores junto con
inescrupulosos de toda especie. Al final el objetivo era acabar con lo que
había, al precio que fuese.
Se aclaró la
garganta y siguió, poseído por la tormenta de sus pensamientos y culpas. Su
congoja se transpiraba, se veía, se oía con desgarradora compasión, si otro
interlocutor distinto a los que estaban hubiese estado presente.
-
Y, como ocurre a todos los que se
dejan arrastrar de ideales y ambiciones, llegó el momento de decidir hasta
donde éramos capaces de llegar. Pero no nos paramos ante nada. Echamos a padres
de familia a la calle, madres se quedaron sin tener que ofrecerle sustento a
sus hijos, amenazamos las libertades, fustigamos a las empresas nobles y
culpables; cualquier organización que no fuese gubernamental era un objetivo
militar a tomar, como los medios… y, cuando llegó el momento de reprimir…
reprimimos. Informes de sangre llegaron a mi escritorio. Denuncias de abuso de
poder y vejaciones. A nada le hice caso y nada investigué.
El
hombre no paraba de hablar, con una lógica y coherencia poco común en él.
Siguió diciendo:
-
Alentamos a grupos al margen de la
ley, las cárceles se transformaron en casinos y no hubo que infundir terror
para que la gente se guardase en su casa… el hampa lo hacía por nosotros.
Prosiguió
vivazmente sobreponiéndose a su estado calamitoso:
-
La intención es que toda aquella
gente despreciable para nosotros, todo el que se opusiese o se la diese de lidercito, de
toda esa gente había que salir. El que quisiera mandar o supiese hacerlo, era
una amenaza. Y las fronteras se abrieron para toda clase de exiliados. Afuera
podían protestar, qué más me daba. Las conciencias compradas los veían como
lunáticos, desequilibrados, desechos que no merecían la menor atención… porque
estaban en contra de las banderas de la justicia que yo había inaugurado… Los
justicieros de otros países se encargarían de
exponerlos a la saña pública y aislarlos socialmente.
Por un
momento interrumpió el relato. Se pudo sentir el motor desvencijado del aire
acondicionado que todavía se sabía reparar con técnicas no usadas fuera de la
isla.
-
Y en secreto celebraba mi engaño. Como
manejaba las conciencias de quienes ocupaban cargos en instituciones, cebados
por las bajas pasiones de los hombres enanos, que debían ser de contrapeso a mi
poder. Como manejaba la conciencia de los incautos. Como me sumergía en la
multitud que aplaudía frenética y reía y celebraba mis ocurrencias y ofensas…
Un nudo
pareció formarse en su garganta.
-
Y cuando indefenso, vulnerable,
desnudo caía por la cañería de la existencia, no había mueca que pudiese hacer
para disimular mi suerte. La maldad se hizo evidente, con un tufo nauseabundo.
Una arcada eterna que no terminaba de completarse. Sin poder huir de mi
conciencia, ni disimular mis actos con prestigitaciones de palabras. Sin darles
tonalidad alguna del tipo idílico o épico…
Quienes lo
rodeaban no salían de su asombro. Era el mismo de antes, porque ni la
enfermedad frenaba sus discursos. Pero lo que decía era propio de otro hombre.
-
Y el peso del infinito se fue
haciendo evidente. La violación de todo lo sagrado veía que tenía consecuencias
de eternidad. Un “para siempre” sin retorno ni oportunidad. Un sufrimiento
pegado como el napalm, que va quemando sin poderlo despegar de la piel de la
conciencia.
Su mirada se
hizo más vidriosa:
-
Y en esos momentos pensé: “si pudiese
recapitular, si pudiese hacer algo para torcer el desatinado camino …” sabiendo
que era imposible.
Y continuó
como continúan los condenados a muerte, que hablan sin parar, como le ocurrió
cuando presintió cuál sería su suerte en el fatídico Abril, a bordo del
aeroplano volando hacia un lugar desconocido:
-
Desde el horror de la soledad, por
unos segundos que parecieron una eternidad vislumbré lo que es la felicidad
eterna. El esplendor de estar entre los bienaventurados que contemplan la
Belleza sin ocaso. Poder escuchar melodías imposibles de componer por ser
humano alguno. Sintiendo la densidad de la bondad y la verdad, que hacen
aborrecibles cualquier comparación. Poder caer en cuenta del abismo que hay
entre la verdad y el error. Y desde mi culpa, desde ese tener que reconocer lo que
he sido yo, ver la bajeza a la que había llegado y poder otear lo que debía ser
mi destino cierto. Entonces me revelé con todas mis fuerzas, con la intensidad
de un grito no audible, imposible para cualquier cuerda vocal, a que ese fuera
mi término, mi final. Que hubiese engañado tanto, que hubiese dañado poniendo
en duda la verdad de la fe, de haber reducido a los ministros de Dios a bufones
de corte… y me atreví, entre llanto… a pedirle una oportunidad, una
oportunidad, al menos una oportunidad… para que ese no fuese mi destino.
Miró al
hombre uniformado de pie a su lado.
-
Y ¿sabes que, Raúl? Se me concedió.
Estoy aquí para denunciar tantas mentiras. La vida eterna es real, Raúl. La fe
es real. Dios es real. Las conciencias se deben guiar por los preceptos del
Evangelio. Lo social, los países, los políticos deben respetar ese orden
sobrenatural, invisible pero verdadero… porque la felicidad o infelicidad puede
ser eterna y nos la jugamos en esta vida.
Como una
súplica, sacando fuerzas de donde pudo, dijo:
-
Raúl, Raúl, debo volver a mi patria,
debo corregir ese rumbo, tantas conciencias dañadas, corrompidas, tantos
errores, tantos odios, tantos hermanos divididos, familias fracturadas. Debo
advertir a compañeros, a aliados, a los que me acompañaron en las asonadas para
que no alimenten tanta maldad, tanto odio.
Y, cual apóstol,
quiso tener su primer convertido.
-
Raúl, Raúl, si lo hubieras visto, si
hubieses contemplado lo que yo contemplé. Tenemos que hacer algo. Dios existe,
Raúl. Eso es bueno. Esa es la auténtica Revolución, Raúl. Díselo a tu gente. Yo
se lo voy a decir a los míos. Hay que decirlo a nuestros aliados mismos.
Hubo un breve
silencio cuando dijo:
-
El capitalismo es una cagada, Raúl,
pero el socialismo también lo es. Todo es una basura, Raúl. Todo…
Definitivamente
que el enfermo estaba exaltado. Se había arqueado hacia su amigo tomándolo de
las mangas de su casaca. Detrás de los oscuros anteojos no hubo mayores
comentarios. Solo un “tranquilo, Hugo, tranquilo”. Un rostro sin expresividad
se deshizo de esas manos y pidió que reposara, que no le convenía esas
manifestaciones de euforia dado su estado. “Para todo habrá tiempo, para todo
habrá tiempo”.
Un “tienes
razón, tienes razón”, entre dientes, acompañó la serenidad de quien se fue
abandonando a un sueño profundo y sereno.
El de verde
olivo quedó en silencio, ligeramente
replegado en su pensamiento. Dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
El de civil, que se había puesto en pie y alcanzado, le dijo al oído “el tal
Hugo está exaltado”. El de verde oliva asintió con la cabeza, ladeó algo la
mirada para detenerse en la mirada del compañero, y añadió “y eso puede ser muy
peligroso, puede echarse a perder todo lo que hemos conseguido hasta ahora, en
50 años, en 20 años, en 14 años”.
El de verde
oliva salió de la habitación. Dentro quedó el hombre de civil, pensativo, con
la mano sobre el mentón. Luego se volvió hacia uno de los dos uniformados, con
esa voz que entiende que está en un hospital, donde la compostura es
importante, e impartió una marcial instrucción: “ya sabes: desconéctalo apenas
salga”.
El hombre
abandonó la estancia.
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