LA FE DESDE ABRAHAM AL DISCIPULADO DE MARTA Y MARÍA
Una propuesta de acercamiento para las lecturas del domingo XVI
del tiempo ordinario
La famosa teofanía de Mambré ocupa toda la escena de la
primera lectura, Gn. 18,1-10ª, aunque deje a un lado una segunda parte. Texto
evidentemente enigmático que recobra claridades a partir de la interpretación
de los Padres de la Iglesia.
Sin embargo, un seminario de hebreo on line, al que no
siempre puedo acudir semana tras semana con religioso escrúpulo, me ha ayudado
a comprender otras perspectivas. El abordaje del mismo fue en esa oportunidad, como
siempre, respetuoso en extremo de la pluralidad cultural y de fe de quienes
desembarcan allí todos los jueves en la
noche. La facilitadora, la Prof. Malka Kotzer, es judía con estudios en hebreo y
especialidad en el idioma bíblico. Y aunque un acercamiento no sea nunca un
esclarecimiento total, la riqueza ha sido innegable.
La profunda espiritualidad de Abraham, o sea, esa relación
con Dios signada por la intimidad de quien ha creído en sus promesas y se ha
dejado guiar por su Palabra, viene reseñada por
la manera como vive la hospitalidad tan propia del Oriente. Cuando nos
muestra el pasaje a Abraham sentado en la puerta de la tienda a la hora del
calor, nos hace ver a alguien comprometido con el viajero necesitado por encima
de las costumbres (no solo en la mañana o al caer de la tarde) y extremando sus
propias fuerzas.
Cierto que los viajeros son misteriosos: la narración hace
ver que el Eterno, que para los judíos es el Innombrable, toma la figura de
hombres… y, de paso, tres hombres. El tres es un superlativo en la Biblia pero
¿quién vetará a los Padres de la Iglesia de ver un signo de la Trinidad,
bellamente retratada en el Icono de Andrei Rublev?
Abraham acude a su encuentro, no espera sin más que se le
acerquen, se postra y los atiende con una atención esmerada. La hospitalidad
habla de la fe de Abraham, que Dios le acreditó como justicia. Por ello es el
contexto apropiado para anunciar el futuro nacimiento de Isaac.
Esta dinámica pareciera romperse en el Evangelio de Lc.
10,38-42. Jesús está en la casa de Marta, afanada ella por los quehaceres de la
hospitalidad, mientras su hermana María permanece a los pies del Maestro a la
escucha. Marta se queja, parece obvio, y Jesús le recuerda a Marta que se afana
por muchas cosas y que una sola es necesaria, y que a María no se la
arrebatarán.
Santa Teresa hace una interpretación muy personal del texto,
casi que forzándolo (cfr. 7 M 4,13). Era común interpretarlo como prueba de la
excelencia de la vida contemplativa (como la monacal) sobre la vida activa. Y
en ese terreno, teniendo en cuenta que en los monasterios de Teresa había
monjas con mejor talante para la oración y otras para los servicios, la Santa
reacciona con una interpretación al estilo Talmud, quien sabe si movida por el
sentido común y sus raíces judías: para servir al Señor hace falta Marta y
María.
No creo, sin embargo, que la literalidad del texto, puerta
para acceder al sentido espiritual y pleno, busquen ni una apología de la vida
contemplativa como se creía ni una igualación entre Marta y María. Para Jesús
la actitud de María es la que vale ¿cómo queda entonces el resto?
Jesús busca resaltar la actitud de escucha de la Palabra, que
evidentemente necesita de un contexto y un corazón orante. De ahí parte el
resto en la vida. Y para quienes no viven dentro del estilo de vida de un
monasterio carmelitano del siglo XVI, donde la obediencia (que es también
escucha) marcaba la dinámica comunitaria, tal precisión no es cualquier cosa.
Basta recordar las advertencias de un contemporáneo y hermano espiritual de
santa Teresa, san Juan de la Cruz, quien advierte sobre aquellos que buscan
asir al mundo entero con sus prédicas sin dedicarse a lo interior (cf. CB
29,1-3). Mal comprendido, ciertamente, pero coherente con sus planteamientos,
le tocó centrar a dos de sus súbditos que no comprendían la máxima de la
oración-escucha.
La contemporaneidad con su visión variada y secular hace que
la realidad se presente como un acertijo que necesita dilucidarse. Desde Juan
XXIII pasando por la constitución Gaudium et Spes del Vaticano II y los
magisterios del episcopado latinoamericano, han valorado el esquema
ver-juzgar-actuar.
En Aparecida, sin embargo, hay una precisión que estaba
implícita en el ver: “La mirada de los discípulos misioneros sobre la realidad”.
O sea, no es la realidad del antropólogo, sociólogo, psicólogo, economista,
etc. aunque las incluya y no descarte: es la visión del creyente, quien contrasta la realidad con la Palabra y,
desde allí, la valora y se abre a los designios de Dios (“los signos de los
tiempos”). La fe establece una precomprensión que hace que haya una valoración
concreta, una iluminación que interpela. El contexto, una vez más, implica la
oración como escucha, personal y comunitaria, el reconocimiento de Jesús en la
fracción del Pan, donde la conciencia identifica la Voluntad de Dios, lo que es
importante, a la que se quiere responder amorosamente en el encuentro con el
necesitado. En la escucha se presupone la respuesta, pues la Palabra solo puede
ser escuchada adecuadamente por quien compromete la vida entera en hacerlo.
En medio de la sociedad de los estímulos, tan banal en muchos
casos, el tornar a los espacios de silencio obsequioso y de escucha atenta es requisito para la acción
transformadora, pues la Palabra viva y eficaz (cfr. Hb. 4,12) cambia los
corazones para disponerlos al amor.
Aquel que escucha sabe que la acción no puede valorarse por
las categorías que miden el éxito entre los hombres: la cruz es torbellino
revolucionario que san Pablo recuerda en Col 1.24-28. La escucha de Abraham
hace que esté disponible al caminante incluso a la hora del calor, y en esa
disposición Dios le sale al encuentro.
Comentarios
Publicar un comentario