LA PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO
El Evangelio de este domingo simplemente invita a una cosa con sus derivados: a no tener miedo a la ternura, esa que conmueve las entrañas, ni a la impotencia.
Es la llamada parábola del Buen Samaritano. El contexto es el peligroso camino serpenteante que unía a Jericó, la próspera ciudad por donde pasaban mercancías del oriente hacia el centro del Imperio, y Jerusalén. Un camino entre montañas terrosas donde a cada esquina era propicio para asaltantes de camino. De hecho esa región se conoce como el desierto de Judá, donde se escondían forajidos y quienes debían huir, desde el tiempo del rey David, a causa de sus deudas.
Tres hombres pasan por donde está el hombre probablemente moribundo, según cuenta Jesús. Los dos primeros, judíos y especializados en el manejo de asuntos sagrados (un sacerdote y un levita), pasan de largo. No se sabe que cavilaciones pudieron haber tenido, ni se juzga su corazón o se descubren sus motivaciones. Solo pasan de largo.
El tercero es un samaritano: un ser despreciable, prácticamente un maldito, por antecedentes históricos bien graves entre ambos pueblos, los judíos y los samaritanos. Herejes, apóstatas y cismáticos, mezclados con otros pueblos, para más datos, además de las acciones hostiles de la historia reciente.
Ese hombre no se sabe qué consideraciones pudo hacer. el texto no alude a razones religiosas o de otro tipo. Solo recuerda que sintió compasión: la palabra bíblica que está detrás se el movimiento de entrañas que siente una madre al momento de ver una urgencia que pone en peligro la integridad del hijo. El Antiguo Testamento usa de esa palabra para hablar del amor misericordioso de Dios hacia Israel: el amor de una madre.
Esto hace que se acerque al herido. Lo socorre sin atender qué tan grave o útil puedan ser sus cuidados: lo venda luego de limpiarle las heridas con vino y aceite, lo monta en su cabalgadura y lo hospeda en una posada y lo cuida. Canalizada la situación deja encargado al posadero haciéndose cargo de los gastos y sigue su camino hasta la vuelta...
En el samaritano hay anonimato y un juicio práctico que no le hace olvidar sus compromisos. Resuelve y sigue sin desatender... El samaritano se hizo próximo del herido.
El Papa Francisco visitó esta semana la isla de Lampedusa: una isla sin mayor importancia fuera de ser tierra de paso para esperanzados inmigrantes ilegales. Unos 30 mil han pasado por allí. Unos 20 mil murieron queriendo llegar. Los que llegaron lo hicieron algunos a precio de vejaciones.
Desde el comienzo de su pontificado ha dicho "no tengamos temor a la ternura". Ciertamente no se refería a experiencias dulzonas fácilmente digeribles. Se refiere y se ha referido, desde su ministerio en Buenos Aires, a la ternura que brota del encuentro con el otro, con sus situaciones concretas de dolor, de angustia, que amenazan con desintegrar su vida o su conciencia. La tentación es la de mirar en la dirección opuesta, así que hay que reconciliarse con la ternura y, en ocasiones, con la impotencia.
No siempre todo se resuelve o se resuelve en el lapso anhelado. En un mundo funcional y utilitarista, el aceptar la impotente ternura del que sabe acompañar aún en contra de la esperanza humana, tiene sentido. Aunque termine por echar a perder el confort con que hemos querido rodearnos. También vale la pena.
El protagonista de la parábola es un samaritano. Además de pertenecer a un pueblo repudiado por los judíos, solo podemos suponer que, si transitaba esa vía, sería un comerciante lo suficientemente próspero y conocido como para encargar al hospedero del herido. Quizás alguien que vive desahogadamente sin ser un magnate, puesto que viajaba personalmente. Alguien que entendía y veía la vida muy diferente a como la veían muchos maestros de la Ley y de la vida moderna.
Comentaba el papa Benedicto XVI que, siguiendo a los padres de la Iglesia y uniéndolo con el sentido estrictamente evangélico del texto, Jesús es el buen samaritano que recoge a la humanidad herida de muerte por el pecado... condición sin la que nadie puede llegar a ser, hasta las últimas consecuencias, prójimos de los demás.
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