TIEMPOS DE ESTÉTICA

 


Aunque para algunos pudiese llamarse más bien “tiempos estíticos”, creo que estamos ante cierta suplantación protagonizada por una errada búsqueda estética. Y esto no es para parodiar a la obra de cine “Tiempos de dictadura”.

Decía Vallejo-Nájera que para Japón la ética es estética. De esta forma cualquier acción o decisión está permitida mientras respete este principio. Sólo que Venezuela no es Japón.

Entre los años 60 y 70 se vivió el auge del pop y del movimiento hippie en Occidente, el cual consistió en una reacción ante las atrocidades vividas durante la guerra mundial y el clima de guerra fría en que se vivía. La cultura fue contestaría al punto de llamarse “contracultura”. Fue toda una reacción al mundo convencional tal como se lo habían estado planteando los adultos, y supuso la apertura cada vez más pronunciada de una brecha generacional.

La búsqueda de nuevas formas fuera de las convencionales, que significaran la búsqueda de una sociedad mejor,  invadió, por ejemplo, la música y las artes plásticas. De la música se pasó a la indumentaria, vestidos, estilo de vida y así sucesivamente, sin descartar una espiritualidad inspirada en la India y no en las religiones occidentales, y el uso masivo de alucinógenos.

En todo esto se dio una participación política importante, como en la lucha por la igualdad de género o la reivindicación racial, y en casos hasta la militancia política. En el 68 fue el famoso mayo francés. Había cierta intelectualidad de izquierda que inclusive coqueteaba con la Unión Soviética y, para los jóvenes universitarios, la radicalización era una decisión literalmente al alcance de la mano.

Poco a poco, cosa curiosa, esa cultura, tan contestaría, se transformó en una mercancía más destinada a engrosar los anaqueles de tiendas de música, souvenirs, ropa, estilos de comida, etc.

Para Venezuela las décadas de los  años 60 y 70 fueron los años de la guerrilla. Las obras de Marx, Lenin o Mao fácilmente se podían conseguir en los pasillos de las universidades. Emprender una protesta y encapucharse con el fin de enfrentar a pedradas la represión policial era un hecho hasta a veces cotidiano. Las  arengas políticas de líderes estudiantiles, los actos de solidaridad con Cuba, Nicaragua o el Salvador, gritar que “Allende vive”, formaba parte de la rutina universitaria. Claro que mojigatos los había entonces como los habrá siempre. Pero lo común, lo propio de quien pisaba un aula mater, era el pensar y cuestionar el status quo, la sociedad burguesa, la explotación, manipulación e hipocresía. Hacía falta tener un cuero bien duro para no inmutarse para los adentros.

Así que ni la Unión Soviética quedaba tan lejos, ni Cuba estaba tan aislada del continente. Participar en cursos de guerrilla urbana era ciertamente posible. Gastar los preciosos años de la juventud en construir utopías a precio de lucha y hasta sangre, bien podía ser una aspiración. La alternativa de cambiar la casa por la clandestinidad, o la montaña, o terminar en la cárcel, ser torturado o desaparecer o ser arrojado en el cementerio, era real.

En este momento se identificaban rápidamente las campañas de desinformación del capitalismo en contra de las bondades del comunismo. Así que, sea por el movimiento hippie, sea por la aspiración a la lucha subversiva, las maneras elegantes se hicieron sospechosas. Los trajes y vestidos de talle impecable lucían como prendas colaboracionistas. Dárselas de rico era execrable (ellos tenían sus universidades aparte).

Para el futuro inmediato había que restearse: lo informal y desgastado era protesta  contra el consumismo, esa forma de vivir que no se mojaba en las miserias de las mayorías. Lo ideológico era mucho más que corear frases y algunos se empecinaban con tenérselas que ver con lecturas intelectuales de izquierda. Había que dar signos en relación con el lado con quien se estaba en la lucha dialéctica de la historia.

Pero todas las leyes que movían míticamente la historia se hicieron añicos cuando se estrellaron contra el muro de Berlín y lo desplomaron esa mañana del 8 de noviembre de 1989, y, por supuesto, con el surgimiento de la reunificación alemana, al año siguiente. Era  señal clara de la hecatombe de la Unión Soviética. Gorbachov y la Perestroika no pudieron salvar al imperio soviético, si es que alguna vez en esos años ochenta tuvieron la intención de salvarlo. Y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (eufemismo para decir que el ejército rojo las controlaba con puño inmisericorde) apareció la Confederación Rusa, como salvación a la fragmentación que venía cursando. La cortina de hierro se rajó y se vieron con precisión las costuras y entretelones, nada halagüeños. Rusia comenzó a virar hacia la derecha. Alguno profetizó “el fin de la historia”.

Realmente los años noventa fueron un hiato. Dos intentos fallidos de golpe, muy visualizados pero poco explicados fuera de los lugares comunes por los que todos están de acuerdo: la corrupción y un poner en cintura a los políticos de turno. Esa generación de militares que se jugaron su carrera por radicalismos políticos desapareció de la escena, pero no de la boca de la gente. No explicaron mucho hasta retomada la libertad, algunos para participar en el gobierno de Caldera, otros para recorrer las calles. Pero nada se explicó. Como Fidel, en Sierra Maestra, no se sabía si eran comunistas o demócratas. Pero, a diferencia de Fidel, no había ni Raúl ni Che. Así que la formación ideológica se fue delegando, porque la revolución fue un fenómeno de mass media.

Los de izquierda izquierda, creyeron que se trataba de izquierda. Los socialdemócratas, de un socialismo democrático. Los otros que nacionalismo. Y para Evo, de indigenismo. Ni hablar de si es una revolución proletaria o no. Eso ni lo ha pensado el grueso del Partido. Todo estaba unificado en el Comandante supremo que, una vez desaparecido, fue como si el haz de espigas del escudo nacional se soltara. Simplemente se sabe que el caballo corre hacia la izquierda (¿cuál izquierda? ¿la del caballo o del espectador? ¿si acaso tuviese jinete, el jinete iría hacia su izquierda? ¿o solo es un caballo en una estampida desbocada que confunde con libertad?).

La revolución de las imágenes y frases cortas encontró adeptos capaces de jugarse la vida… por  lo menos así lo creen. Se echó mano de la mítica, a falta de los recursos bipolares de la guerra fría, y de la épica, como si bahía de Cochinos quedase en Catia la mar. En algún momento habrá un atentado, se esperaba, pero fue la salud quien lo atentó. Ocurrirá la invasión, aunque lo que sobrevino parece “reversión”. Y pocos se tragan entre pecho y espada al Kapital de Marx, por acudir a los textos del catecismo comunista. La praxis debería prevalecer sobre la teoría y la realidad sobre la ideología. Mas la realidad se niega sistemáticamente, a despejo de pruebas, análisis, conciencia crítica y demás, aunque sí se blandía contra el capital por aquellos lejanos sesenta, setenta y ochenta.

¿Qué es lo que queda de este proceso sin líder que lo encabece? La estética revolucionaria. Si ya la moda de igualarse hizo que los pantalones de marca fuesen descosidos, desteñidos y agujereados, a eso se le añade las consignas, los diseños gráficos, los montajes fotográficos que compiten con el Che de Korda. No se sabe para dónde se va, pero así se visten. Lo gregario suple la necesidad de asociación y afirmación propias de lo humano. De la arrogante seguridad de la izquierda sesentona a la pueril inseguridad de quien suple traumas de infancia. Toda una forma de comportarse, hablar, vestir a la manera revolucionaria… sin los riesgos del revolucionario… sin las convicciones revolucionarias… sin aquellos tiempos revolucionarios… y sin las cruentas purgas, a Dios gracias por esto, de los experimentos revolucionarios.

Jugamos a que la Revolución que nos  arrebate el futuro. Porque confundimos  el marxismo con un CDI, una cooperativa, un mercal o la comuna, con el que pocos estarán en desacuerdo, cuantos más si son necesarios, pero se hace en exclusión (¿dialéctica?) de otras posibilidades. Lo propio de la Revolución, para mantener su apariencia (su estética), por lo visto, es mantener la exactamente esa susodicha exclusión dialéctica, más propia de los estados paranoicos: los centros de salud privados son enemigos del sistema de salud pública, dicen, cuando un exitoso sistema de salud pública no tiene por qué decretar la muerte de los centros de salud privadas (ellos mismos se reacomodarían); un exitoso sistema privado de distribución de alimentos no tiene por qué competir con los públicos, sino que los públicos pudieran valerse de ellos para abastecer aquellos grupos con riesgo real; una cooperativa es en verdad una alternativa de propiedad colectiva sin las colectivizaciones que se traducen en burocracia, control estatal y decisiones en manos de minorías. Y se podría seguir alargando la lista y los ejemplos.

La revolución necesita, para sobrevivir, mantener su utopía a como de lugar: el ambiente debe seguir atomizado con olor a pólvora, para que la estética sigua seduciendo conciencias incautas. Coincidir entre opuestos es claudicar en su activo más preciado, con perdón por el vocablo con aires burgueses, que es conservar la zozobra que hace aparecer como valioso lo quimérico y, en ocasiones, lo bizarro. Escuchar a los opuestos es un pecado mortal pues demuestra que, detrás de la estética, se consigue la desnudez.

Los empresarios de la música de los sesenta supieron bien cómo comercializar una revolución… Todavía hoy en día se siguen vendiendo en los mejores malls del mundo las franelas con la silueta del rostro del Che Guevara.


Nada nuevo bajo el sol… dice el Qohelet.


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