UN PADRE BUENO...


Las lecturas de este domingo nos sacan de la placidez de la teofanía de Mambré, del domingo pasado (cfr. Gn 18, 1-15), para devolvernos al terreno de la vida de los hombres.

El Señor ha pisado tierra para encaminarse hacia Sodoma y Gomorra (cfr. Gn18,16), para comprobar las acusaciones que han subido hasta su trono cfr. v. 20s). Tal es la expresión que recuerda otros momentos, como el asesinato de Abel (cfr. Gn 4,10) o el sufrimiento del pueblo en Egipto, en que el clamor también sube a lo alto (cfr. Ex. 3,7). Es claro que el texto, con el lenguaje ameno del escritor yahvista, habla de la intervención de Dios de forma muy antropomórfica. Pero esto permite también afirmar cómo es la justicia de Dios, que decide no por apariencia, rumores o favoritismo. Es decir, lo imparcial de sus decretos.

Pero quien quiera leer la oración de Abraham de forma adecuada, debe hacerlo contrastándolo con el relato en el que Lot, como Abraham, acoge a los misteriosos forasteros (cfr. Gn 19,1-3). Si la santidad de Abraham se muestra por la hospitalidad, la iniquidad de los sodomitas aparece en la actitud contraria, escandalosa para la sensibilidad hebrea, cuando llegan al colmo de irrespetar el sagrado deber al punto de pedirlos para ultrajarlos (cfr. v. 4). Es el extremo de la decadente perversión y degradación del género humano. No es la conducta homosexual como tal, cosa que tampoco descarta el texto, sino el extremo de la aberración que no se detiene ante nada… ni ante seres celestes.

Es cierto que la mentalidad judía nunca acepta, como la griega, la homosexualidad, cosa que choca cuando las culturas se encuentran. Basta recordar el texto de Rm 1,26s. Y la Iglesia es fiel, como recordaba el cardenal Ratzinger, a la enseñanza bíblica cuando considera, con el lenguaje técnico propio de ciertos documentos, que la conducta es “objetivamente desordenada” (SAGRADA CONGRAGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, 1986).

. Más aunque este sea el testimonio bíblico, la Iglesia no se ilusiona con fáciles explicaciones de sus causas o de las posibilidades de revertir la tendencia homosexual, como ciertas propuestas psicológicas quieren hacer ver. Tal cosa queda reservada a la investigación científica. Simplemente se centra en la conducta, es decir, en los actos que son contrarios a la Verdad revelada y al bien del ser humano, pues no puede hacerlo feliz o pleno, por los que una persona homosexual que quiera vivir su fe como católico, debe integrar su afectividad de tal manera que pueda vivir en castidad. Y es bueno recordar que en ningún momento un homosexual, aunque llevase una vida sexual activa, pierde su dignidad de persona e hijo de Dios.

Este es el contexto que esclarece la oración de Abraham, llamado a ser bendición para los pueblos, inclusive a pueblos degradados por el pecado como lo eran Sodoma y Gomorra. Por ello regatea con Dios, que no le oculta sus intenciones, para buscar salvar a las ciudades malditas. Apuesta a que en la ciudad hay al menos 10 justos que pueden detener el juicio de Dios… pero no los hay. En Gn 19, 4 indica que para la abominación se reunieron delante de la casa de Lot todos los hombres, desde los más ancianos hasta los más mozos.

Queda la pregunta, ya para aplicar el texto a nuestros días, si entre nosotros hay al menos 10 justos que cambien la historia… Si alguien puede aventurarse a esa amistad sin tapujos con Dios. Y si hay algún orante que entienda que la oración no es auto relajación sino sumergirse en la historia y presentarle a Dios el drama de los hombres, tanto a los inocentes como a los culpables.

El evangelio va en la misma línea. Lucas resalta la relación orante de Jesús con el Padre. Ha preparado al lector en varias oportunidades, por lo que la petición de los discípulos es la petición del lector: “Señor, enséñanos a orar” (Lc. 11,1).

Jesús les enseña la conocida oración del Padrenuestro, que repetimos quizás con descuidada frecuencia. Habría que acotar que el Padrenuestro es la oración de Jesús, no nuestra oración. Es decir, hay que orarla como Jesús porque es Jesús quien la ora, inclusive en nosotros, que formamos su Cuerpo. No es Padre mío, porque nos estamos excluyendo del Cuerpo de Jesús. Y ello implica alinearse con Él en el compromiso por el Reino. Supone toda una preparación interior que recuerda, aunque la oración sea distinta, a la del peregrino ruso: la oración del corazón. Y santa Teresa de Jesús introduce a sus monjas en toda una preparación, como muestra  Camino de Perfección, para rezar debidamente la oración de Jesús: compromiso de amor fraterno, desasimiento (libertad interior) y humildad.

Seguidamente el Señor invita a la perseverancia en la oración, tan necesaria en estos días y más cuando el ser humano siente la impotencia de no poder cambiar las cosas (tanto las realidades sociales como las interiores) con la sola competencia de la voluntad (voluntarismo): pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.

Falta el debido empeño y obstinación, no para que las cosas salgan como las pensamos, sino para explorar el sentido que tienen los acontecimientos que Dios permite en nuestras vidas. La oración es también cambio de percepción y propia transformación.

Finalmente está la confianza en Dios como padre bueno: si un padre humano, que es malo en cuanto pecador, da cosas buenas ¡cuánto más el Padre celestial! Y más para darnos el Espíritu Santo.

Para aquellos que buscan resolver goteras en la propia vida, la promesa del Espíritu Santo puede parecer fuera de lugar. Tenemos la visión miope y cortoplacista de resolver inmediateces, lo que nos perturba en el momento. Y concebimos la oración ideal la que atrae el milagro o las fuerzas sobrenaturales o las energías del cosmos. Pero el Espíritu Santo, que ciertamente puede obrar prodigios y someter demonios, es, ante todo, el Espíritu que mueve a Jesús, lo vincula al Padre y lo impulsa a la misión en medio de las dificultades.

Pedir al Espíritu Santo es aceptar que Dios quiere adultos, no niños, que, dentro de sus limitaciones, sepan orar y comprometerse por cambiar al mundo, pues nadie va a venir a cambiarlo si no lo cambiamos nosotros. Dios no nos suplanta…

Es la fuerza de la resurrección presente en quien se ha sumergido en la muerte de Cristo (cfr. Cl 2,12-14)…



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