EL CRISTO DE LA POLÍTICA

 

Un amigo trajo de su experiencia europea (está haciendo estudios de doctorado) la impresión de esas latitudes en relación con la religiosidad electoral venezolana. Ante un Capriles asido a una imagen de la Virgen y un Maduro con pose de José Gregorio Hernández, me decía, el español recelaba confinándolo al baúl del oscurantismo medieval. Su manera de encarar la política distaba mucho de considerar cuál candidato estaba insuflado por la providencia divina como para acometer a guisa de enviado la lucha terrenal entre las fuerzas del bien y del mal. Para ellos la política es un asunto absolutamente terreno. Y lo religioso era signo de atraso intelectual.

Claro que detrás de estas impresiones tienen la Edad Media vista desde la experiencia de la Guerra Civil española. El catolicismo aliado en régimen de cristiandad con el franquismo, desterrando demonios, herejes y comunistas. Del otro lado las supuestas víctimas republicanas, extirpadas en sus buenas intenciones y progreso, obligadas a construir el monumento del Valle de los Caídos.

Pero, desde fuera, resulta caricaturesco simplificar un periodo tan complejo y complicado como las primeras 3 décadas españolas del siglo XX. Porque si del lado nacionalista (léase franquista) hubo desmanes vergonzosos desde el punto de vista intelectual y moral (las armas no sustituyen a la razón, aunque se le impongan, como dijo Unamuno con otras palabras), del lado republicano también las hubo, no en balde era una guerra. Y el miedo es un resorte que mueve los oscuros mecanismos de la mente como para cometer cualquier desatino: era real el miedo a que se implantara un comunismo a lo soviético, pues el eximperio zarista era referencia mundial en el campo de la puesta en marcha del marxismo. Tal advertencia no proviene de un clérigo alarmista o con ánimos de justificación: la hace Manuel Caballero, que nada tiene de clericalista, en su trabajo de doctorado en Cambridge, La Internacional Comunista y la revolución latinoamericana, sin que su intención sea matizar las responsabilidades eclesiásticas ¡Vamos, algo tan evidente como que Cuba mete las narices en todos los rincones del continente donde dejan metérselas!

Confieso, sin embargo, que la impresión española (¿europea?) la compartiría si veo por televisión la victoriosa euforia de un jefe tribal africano asiendo un tótem en su entrada triunfal a la capital de su país. Y acepto que haya mucho de falta de conversión en mí, pues en la antropología cultural nada es evidente: detrás hay mucho que explorar. Igual reconozco que los monjes budistas atrapan mi admiración cuando salen de sus muy venerados monasterios, cuya vida también admiro, para participar en una protesta, tipo Tibet, Nepal o Birmania (no comparto, por principio, que se inmolen, claro está, además que considero esta vida única y no un engranaje de reencarnaciones).
Sé que en otras regiones hay variaciones sobre la forma como se aprecia lo religioso o confesional: un buen teólogo, en Alemania, es oído por los medios de comunicación, como lo son también algunos en la península ibérica; menos intelectual es el caso inglés, que con ademanes flemáticos la Reina es la cabeza de su Iglesia; en Estados Unidos la referencia a la fe se encuentra desde los juicios hasta los billetes, y a la base de ello está la debacle de John Kerry al no convencer a votantes de estados conservadores sobre ciertos temas moralmente problemáticos.


Mas regresando a nuestro país, lo religioso ha sido utilizado ideológicamente desde los tiempos de la Independencia: en Coro desfilaban las imágenes para afirmar la convicción realista frente al cerco de los patriotas (de los que querían patria aparte de la de España, se entiende). A Juan Germán Roscio le tocó desembalar todo el andamiaje sobre el que se apoyaba, en el mejor recuerdo medieval, el juramento de vasallaje de los americanos, utilizado por los clérigos realistas para interpretar como castigo el sismo de 1812. Y en Perú el Libertador consolidó su poderosa estadía en base a la influyente Iglesia.

O sea que no es una novedad el panorama actual venezolano, y hasta se puede suponer que es honesto, las expresiones religiosas de bando y bando, en su lucha por mantenerse en el poder o tener acceso a él. Claro que en ciertos momentos tiene la apariencia de ser una forma sutil, poco marxista por cierto, de controlar a las masas: Mons. Baltasar Porras se ganó la enemistad del entonces presidente Chávez, en los primeros años del tercer milenio, por señalarle que el uso repetitivo del nombre de Dios, para manejos políticos, contradecía al segundo mandamiento del Decálogo.

Llegados ya al presente, queda el interrogante sobre qué hacer con esta conducta que tiene visos folklóricos. Una posibilidad sería la que tomaría un partido iconoclasta: empujamos y empujamos hasta que desaparezcan usando argumentos ad absurdum.

Pero otra alternativa sería la de profundizarlo, si consideramos que, a pesar de lo pintoresca, tenga algún sentido o valor. Si es genuina y representa la sensibilidad honesta de porciones importantes de la población.

El verdadero reto creo que está en el segundo planteamiento, no en el primero. Porque el deísmo puro no está de moda, y los ateos ahora son agnósticos, que es elegante actitud además de humilde, por lo que se endosa mejor. La vigencia de Cristo, y no la simple referencia credulona o tradicional.

Pero, si Cristo tiene vigencia, la primera incertidumbre que hay que despejar es si la Iglesia también lo tiene. Dicho de otra forma: la referencia a Cristo no incluye a la Iglesia, por lo que sus Pastores son tomados en cuenta hasta cierto punto y luego no. Tienen credibilidad moral, que no implica que la tengan para la fe. Lo institucional se considera tienda aparte de la fe como invocación a Cristo.

La Iglesia es vista como institución sociológica, con autoridad que se impone y que el pueblo de Dios, entre adolescente e infantil, debe acatar. Esto, lógicamente, no es del agrado de muchos. Por lo que de la institución sociológica cuesta trabajo a la institución divina: como Voluntad de Cristo ¿Dónde ha estado el yerro?

El meollo ha estado en lo que la misma Iglesia, en sus documentos más relevantes (Puebla, santo Domingo, Aparecida, Concilio Plenario) ha señalado: ha sido antes institución (en el sentido sociológico) que comunidad. La comunidad no es solo el espacio donde se encuentran las personas, como toda agrupación humana. La Iglesia como comunidad es espacio de encuentro de personas donde se aprende, en esa interacción, a experimentar y a seguir a Jesús. El aprendizaje implica una experiencia espiritual, de lo que se llama la gracia, que es lo que se visualiza de diversas formas, la más notables los sacramentos.


En el momento en que Cristo es una opinión o la relación con Él se hace sin referencia a la comunidad, de manera individualista y hasta intimista, la Iglesia pierde fuerza social, fuerza corporal. Y Jesús toma la apariencia de monigote. Si, aunque eso no desdiga su fundación ni la presencia de Jesús en ella, su proyección queda menguada, pues la Iglesia se entiende a sí misma como Cuerpo, y no como simple Cabeza (Cristo mediante la jerarquía). La Iglesia debe ser el espacio de encuentro y crecimiento en la fe, que solo puede comprenderse como relación con la Trinidad desde Cristo y el Espíritu.

Si Cristo tiene vigencia, independientemente que se le exhiba o no a través de los medios de comunicación, lo tiene, en el campo político, más como motivación que como argumentación. Alguno decía que la Iglesia en el mundo solo pedía la libertad para actuar y dar su colaboración en los problemas que se debaten en las distintas sociedades; añadía que eso estaba bien, si intervenía con argumentos éticos o planteamientos humanos, y no con posturas importantes para los creyentes pero no para los miscreyentes.

Para el creyente la autocrítica es fundamental: forma parte del examen de conciencia de quien busca jugarse la vida por Jesús. Y en el plano de la conciencia radica la vigencia de Cristo: saber quien fue Jesús para amoldar a él la propia conducta. Y saberlo desde la participación constante y comprometida en la comunidad de Fe, para exorcizar fantasías. Tal postura debe incluir los apoyos que se brinda a las personas, personalidades y grupos varios, como los políticos, que nunca pueden ser irrestrictos pues, para decirlo teológicamente, rayarían en idolatría.

Conocer a Jesús es válido para purificar las motivaciones y el horizonte de comprensión de la realidad. E incluye al otro, pues Jesús no puede ser tan variopinto que no tenga que ver con los demás, con el Cristo vivido por los santos o confesado por la Iglesia en dos mil años. Pero sería triste que el Evangelio o la Biblia fueran un recetario de soluciones o excusas, muy ideológicas, que contribuyen más a fortalecer supraestructuras que provocar transformaciones.


Fue en Brasil donde las iglesias, al menos la católica, fueron los únicos espacios para opinar y participar libremente, durante la dictadura. Con  el paso a la democracia se produjo un fenómeno interesante, como nos confiaba un sacerdote: había jornadas y retiros donde el facilitador (el sacerdote) presentaba un texto bíblico y ayudaba a comprenderlo en su contexto. Luego los distintos participantes, sin la intervención de este, buscaban ver cómo iluminaba y cuestionaba su vida. A estos eventos confluían personas que representaban distintas tendencias del acontecer político carioca.
Que Cristo participe de la vida de los políticos no hay problema. Que Cristo forme parte de la militancia sí. Que Cristo justifique cualquier disparate es idolatría, por muy encumbrados que estén los personajes o las ideologías.






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