ENTRE EL SERVICIO, EL COLABORACIONISMO Y LA “TONTA ÚTIL”: EL INTRINCADO CAMINO DE LA MEDIACIÓN DE LA IGLESIA




Dejando a un lado las distintas experiencias en las que la Iglesia ha sido mediadora (como cuando le tocó hacerlo a Juan Pablo II entre Argentina y Chile para evitar una guerra por el control del canal de Beagle en el 1978), no es fácil referirse a la experiencia y desafío en el país.




Refiriéndonos al caso Venezuela, este año se propuso y aceptó que la Iglesia sirviera de mediadora entre gobierno y oposición. Como antecedente el presidente Maduro fue recibido por el santo Padre, cuyas fotos se exhiben como trofeo ante quienes solo pudieron llegar hasta la Audiencia General de los miércoles. De las palabras a los hechos, hay mucho trecho. Queda ver cómo se concreta, si se llegase a concretar, este papel en la práctica.


Por un lado, comprende muy bien que el colaborar en favor de todo lo que pueda conduzca a la paz está en la línea de su misión. Y esta conciencia no es solo actual, sino que se remonta, por ejemplo, al mismo esfuerzo que hacía en su tiempo san Antonio de Padua y a la oración de san Francisco de Asís en el siglo XIII. Pero tal servicio tiene sus vericuetos técnicos, pues no se trata de ser juez y parte, sino facilitador de acuerdos para salva r bienes mayores. Claro que para ello entra en juego su credibilidad entre las partes en conflicto.

Porque para el observador acucioso no es un secreto la forma como el gobierno ha maniobrado en estos 14 años: labores de distracción y neutralización mientras avanzan en otros campos. Así que queda la pregunta (es válido preguntarse), si el coqueteo con la Iglesia, pues se pudiese temer de que se estuviesen generando falsas esperanzas, además de legitimar al gobierno, busca distraerla de involucrar y pronunciarse sobre aquellos aspectos en los que aquel aprieta el tornillo y se radicaliza. Porque su posición ha sido de franca distancia con la Iglesia ¿por qué ahora comienzan a acercarse? Cierto que está el fenómeno “Francisco” en el Vaticano y las tempestades internas que debe capotear. Pero dentro del gobierno hay tendencias hacia una lectura de la realidad propia del clásico Marx (lo de lectura es un decir, porque más de uno da muestras de conocerlo de oídas). El mismo “El libro Rojo” del PSUV, en sus bases programáticas, pone a la Jerarquía de la Iglesia (con el epíteto de “contrarrevolucionaria) junto con el capitalismo internacional como a los enemigos que se deben enfrentar: El enemigo principal de la Revolución Bolivariana es el imperialismo capitalista, especialmente su centro hegemónico, el imperialismo y el gobierno estadounidense, sus monopolios transnacionales, en particular los del sector financiero, tecnológico, militar, económico y mediático, por una parte, y por la otra, la alta jerarquía eclesiástica contra revolucionaria, la oligarquía, las burguesías apátridas…” (p. 87). Así que, ante tal maniqueísmo, no resulta fácil el beneficio de la duda, aunque por principio la Iglesia deba arriesgarse.

En la otra orilla está la oposición variopinta: desde las figuras nóveles hasta los más avezados, incluso arrastrando pasados colectivos de epopeyas e intrigas. En su bando hay reclamos aparentemente dignos de atención, acusación de violación al debido proceso en varios casos y los no menos importantes presos políticos, de conciencia para no herir susceptibilidades. Con todo la Iglesia no puede ni debe aliarse con un sector político, por justos que sean unos reclamos que exhiben como bandera. Porque detrás de las banderas desfilan las militancias. Pero tampoco callarse, aunque la hayan erigido en mediadora.

La cosa resulta delicada ya que, aunque se enarbole el pabellón de la justicia, quienes lo hacen son políticos de profesión. Y a ellos (como a los del gobierno) les encantaría que miembros del clero militasen en sus filas, sino la Iglesia en su totalidad. Y los políticos de cualquier raza han dado pocas muestras de ser escrupulosos cuando de estrategias se refiere.

Para ello no se ahorran acusaciones, abiertas o soslayadas, sobre partidización, colaboracionismo o sectorización eclesial. Y la acusación apunta a la culpa y la culpa a la conciencia. Pero la Iglesia no está para ser complaciente sino fiel al Señor, aunque le conlleve la incomprensión del resto de la humanidad. La Iglesia debe resistirse a ser manipulada e instrumentalizada, porque debe señalar a lo Alto como referencia crítica, no burda justificación para cálculos seculares.

Así que la Iglesia debe ser testigo de la Verdad, tal como dijo Jesús. “¿Qué es la Verdad”, respondió Pilatos quien, como buen oficial romano, administraba con criterios pragmáticos el asunto de la justicia, rayando de esta forma en el cinismo y escepticismo. Y en este punto la Iglesia lo tiene delicado con el público más de uno de los bandos que con los dos, que consideran que solo ellos han rescatado la defensa del ser humano. Una causa secuestrada, y no por candidez.

No solo porque dicho rescate ocurre con una visión unidimensional y, por lo tanto, reduccionista del ser del hombre y la mujer: es humano lo que coincide con los postulados ideológicos y no con la realidad (cosa criticada por el mismo Marx que intenta invocar a su manera el realismo a contracorriente de otras ideologías y filosofías). Penetrar en una falacia del tamaño de un castillo pero protegida por murallas emocionales no es fácil. El razonamiento crítico no es insulto: simplemente es requisito para destrabar el camino. Y la Iglesia puede hacer señalamientos, que no significa la sustitución del proceso de pensar en las personas.

Pero hay otro factor que tampoco es sencillo de superar: cuando, en ciertos eventos, los involucrados no solo tienen planteamientos basados en falsas premisas para el oído ajeno, sino que sabe en su conciencia que son falsos, por lo que se transforman en mentiras. Ejemplos pueden abundar, desde los más prácticos a los más abstractos. Pero tomemos el de la juez Afini. En su caso hay un abuso al abrírsele un procedimiento y condenarla, cuando ella se comportó apegada a la norma. No sé si la norma haya sido justa ni si el implicado era o no culpable de infringir la ley. Sé que la norma existe para evitar una justicia discrecional, que haría de la justicia poco justa y muy subjetiva, siempre en el mejor de los casos. Si la culpa es de la norma, entonces hay que sancionar (¿moralmente?) a quienes le dieron fuerza legal, pero no a la juez. Y este sencillo razonamiento es evidente tanto para quienes la defienden como para quienes la acusan, solo que unos no dan su brazo a torcer, porque no les da la gana. Que no lo digan (“no nos da la gana”) hace de ellos personas sin la buena intención necesaria, y que buscan engañar a propios y ajenos.

Pero está el caso del diputado Mardo: no me quiero referir sobre las pruebas que un grupo de diputados presenta, pues las conozco solo de oídas. Lo que me es evidente es la norma constitucional que obliga a las dos terceras partes de la Asamblea a estar de acuerdo para allanarle la inmunidad parlamentaria. Esa norma, no sé si es justa o no, fue aprobada por la Asamblea Constituyente y sobre ellos debería recaer la responsabilidad. Si es injusta, esto no autoriza a que la mitad de la Asamblea fuerce la norma: y esto lo saben tanto los de un bando como los de otro.

Tales exabruptos hacen dudar de los argumentos que se esgrimen: para que algo sea honesto debe parecer honesto.

Así que la mediación de la Iglesia está difícil, cuando lo que prevalecen son los intereses y no las razones. Intereses en el sentido más indigno de las acepciones.

La Iglesia tiene que ser testigo de la verdad del ser humano, sin aceptar el secuestro de esta verdad por alguno de los bandos, ni las manipulaciones y presiones de los dos, con la presunción de las buenas intenciones. Pues debe estar  escaldada ante la opacidad en que se mueven algunos entre las sombras (la estructura del “Libro Rojo” es dialéctica, pero los involucrados no se llaman a sí mismos marxistas ni dicen cómo se come esto con otras corrientes ideológicas de inspiración cristiana, indigenista, americanista o nacionalista, o el integrismo islamista).

Por último, la Iglesia en Venezuela tiene un reto, de cara a la gente: es que la gente la vea como referente.

Si todos los sectores tienen su cuota de responsabilidad en la situación actual, tampoco la Iglesia se escapa de esta. No porque se haya manchado por corruptelas, sino porque en ocasiones se ha encapillado en su dinámica interna. Lo principal no pueden ser las vocaciones sacerdotales. Ni siquiera una pastoral juvenil se justifica como cantera para los seminarios o noviciados. La vida de la Iglesia se justifica desde la misión: ir a las periferias existenciales anunciando a Jesucristo y la Buena Nueva del Reino. Ello implica, claro, fortalecer la pastoral infantil y juvenil, de cara a la posterior presencia cristiana en mundo. De esa vitalidad, que no se arredra ante las dificultades, surgirán no solo familias consolidadas sino aquellos que se dediquen a la política  y también quienes no puedan sino desgastar su vida, a tiempo completo, por el Evangelio desde el sacerdocio o la vida consagrada.

Recuperar este sentido, como lo plantea el Concilio Plenario de Venezuela, pasa por el examen de conciencia, la reflexión y la conversión pastoral de la que hablaba el Papa a los obispos en el CELAM.

Porque la Iglesia pudiese facilitar el diálogo entre Gobierno y Oposición, en el caso que las partes en conflicto considerasen que algo bueno puede ocurrir de ese acercamiento. Pero la Iglesia, me refiero a los responsables mayores, que son los obispos, deben procurar que el mensaje, inspirado obviamente en Jesús, circule por todo el cuerpo eclesial hasta la base y capilarice los últimos tejidos de la sociedad. Mensaje que debe partir de la escucha del pueblo y la contemplación de la Palabra, como fidelidad y no como capricho. De ser así, la voz de la Iglesia sería más escuchada y no se interpretaría sus intervenciones como deslegitimizadas. Si los partidarios de cada bando (bautizados y personas que aceptan las credenciales morales de la Iglesia) tuviesen a la Iglesia como referencia, los dirigentes serían más cautelosos cuando persiguen en política vanos intereses.

En el siglo XIV ocurrió el cisma de Occidente: 2 papas enfrentados. El cisma comenzó a descongelar sus posiciones cuando la base se fue acercando y los intelectuales del momento fueron interactuando. Al final uno de los Papas dio el paso en la atmósfera del Concilio de Constanza de abdicar para que fuese nombrado el sucesor de Pedro con reconocimiento occidental (1414).

No hay que esperar que se encuentren los dirigentes: hay que crear espacios de encuentro no politizado en la base para que se conozcan e intercambien ideas no politizadas sobre lo que se puede hacer. Bueno sería que la Iglesia no se dejara manipular… pero que el pueblo llano tampoco.


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