LÁGRIMAS E INCERTIDUMBRES SOBRE VENEZUELA



Creo  que escribir es pensar en voz alta. Y pensar no siempre es tener respuestas, sino interrogantes. Un inmenso interrogante que se llama Venezuela.

Decir que vivimos en una hora aciaga no es un tópico. Creo que se han liberado todos los demonios, genios y brujas, si tal simbolismo puede decir algo que aúne lo grotesco, lo mítico, lo enrevesado, lo maligno y lo bizarro. Si la postmodernidad es la renuncia al racionalismo para entrar en el imperio de la experiencia, no habría duda de catalogar esta Venezuela como postmodernista, postmoderna y camino a ser postpetrolera por los derroteros que conducen al siglo XIX.

Cuándo nos estrellaremos con la realidad, no lo sabemos. Cuán doloroso será el despertar, ni lo imaginamos. Lo cierto es que, si la mente necesita de instrumentos teóricos para entender la realidad, de tal instrumentalización carece una peligrosa mayoría en la calle y otra minoría en el poder.

Se ejecutan disparates que se consideran que no tendrán costo. No me siento con las vísceras suficientes como para enumerar lo que es conocido por todos. Sería distraer o recrearse en lo que todos conocen.

¿Cómo llegamos hasta aquí? Hasta ayer pensé que lo sabía. Hoy las respuestas me suenan insuficientes. ¿Cómo saldremos de aquí? No tengo la menor idea, fuera de un imaginario apocalíptico que sirve solo para predecir lo peor en el camino de la historia, que debería ser un caminar hacia adelante ¿Qué tenemos que hacer? Puede sonar absurdo: no rendirnos.

Incubo significa en italiano pesadilla. Y esta es una realidad incubada desde hace lustros. Me gusta Camus que habla de rebeldía: decir no es el primer paso para el cambio. Me gusta cuando renuncia a la “revolución”. No porque no hayan existido, sino porque no pueden existir revolucionarios de profesión. Sería profesionalizar la inestabilidad emocional y social. Hacer las cosas de otra manera para continuar haciéndolas así, si es mejor, tiene sentido. Estar cambiando constantemente suena a narcisista incapacidad para innovar y reconocer errores.

Me siento dentro de lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. Digo “dentro” porque ese es un mundo en el que estoy, porque me envuelve, aunque no me contamine. Reflexiones sobre la Alemania Nazi a través del juicio de Eichmann, un payaso en palabras de la autora de Eichmann en Jerusalén: sobre la banalización del mal. Retrato caricaturesco pero dramático de la Venezuela que ha banalizado el mal creyendo que saldrá ilesa.

Creo que un primer paso, que tiene que ser colectivo, debe ser afirmar que lo que se considera normal, no es ni normal ni sano: ni el saqueo de recursos naturales, ni de recursos monetarios ni de electrodomésticos puede ser normal. No puede ser normal que se quiera vivir en un país prefabricado, que no haya que trabajar en su prosperidad. No puede ser normal que la criminalidad sea, exactamente, impune, ni que sea también impune la impunidad. Romper con las solidaridades abiertas o tácitas, es un primer momento, aunque sea de palabra, si la palabra anuncia una conciencia.

No puedo ni debo justificar al que está conmigo, por estar conmigo, menos si ha hecho algo punible o, por lo menos, digno de ser reprobado. Quebrar una sociedad de cómplices también está dentro de los primeros pasos, nada despreciable.

Reconocer el valor del trabajo y todo que puede ser considerado auténticamente meritorio, es otro aspecto. Comenzando por el hogar, siguiendo por la escuela y terminando por los sitios de labor. Aunque sea un reconocimiento verbal de parte de los compañeros, ya es un paso. Claro que una sociedad debería tener recursos para premiar lo que identifica como bueno en sí mismo, y, por lo tanto, meritorio. Las cosas no pueden depender ni de la suerte ni del destino.

Finalmente, y no de poca monta, el aprender a pensar. El absurdo que alguien reportaba, de unas personas manifestando su deseo de que llegase la  Guardia Nacional a cierta tienda por departamentos, es algo inconcebible. No se puede vivir de manera surrealista. La premisa bíblica de ganarse el pan con el sudor de la frente, ha sido probada y confirmada por la experiencia (así es que ocurre) y por la historia (así se progresa).

Quienes somos creyentes no podemos dejar a un lado la oración. En ocasiones orar es una forma de conservarse cuerdos, además de invocar al Todopoderoso. Refugiarse en mundos imaginarios paralelos es tarea de la literatura, sobre la que no podemos erigir tienda de campaña de forma permanente. La oración no escabulle la realidad, por el hecho de que sea orada: más bien la asume.

No sé por qué tenemos miedo a buscar el gobierno de los más aptos y capaces. Quizás tememos no estar a la altura y que el tiempo nos deje atrás…


Como cantara José Luis Perales: "¿qué pasará mañana cuando te hayas ido?"




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