EL AMOR A LA PATRIA COMO FIDELIDAD AL CUARTO MANDAMIENTO
“Honra a tu padre y a tu
madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te
va a dar” (Ex.20, 12).
“El cuarto
mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus
padres, porque esta relación es la más universal. Se refiere también a las
relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar. Exige que se dé
honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados. Finalmente se
extiende a los deberes de los alumnos con respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos, de
los subordinados con respecto a los jefes, de los ciudadanos respecto a su
patria, a los que la administran o gobiernan” (CatIC 2199).
Es claro que
la familia es una institución fundamental para cualquier sociedad, a lo largo
de la historia y en innumerables pasajes de la Biblia. Sería muy laborioso
detenernos en todos los pormenores. Baste señalar prescripciones como el cuarto
mandamiento, antes citado, los relatos de la Creación (Gn 1 y 2), los consejos
de los llamados libros sapienciales como para captar su importancia.
Bien lo
recordaba el papa Benedicto XVI en el primer libro de la trilogía Jesús de Nazaret, cómo para los judíos
del tiempo de Jesús la familia era clave fundamental para transmitir la
fidelidad a la Ley de Moisés (pp 144ss).
Esto hacía que la sujeción al padre tuviera una gran importancia, inclusive
después que los hijos varones se casaban. Los primeros cristianos, en una
situación distinta de los judíos, debían reflejar su fe en Jesús en las
relaciones dentro de la familia (cf. Ef. 6,1ss). Sin embargo Jesús, que
reclamaba a los fariseos el que no atendieran a los padres ancianos con
pretexto de dar limosnas al Templo (cf. Mc. 7,9), coloca a la familia en un
plano inferior a lo que considera realmente importante: seguirlo a Él y cumplir
con su Palabra (Lc. 9, 56ss).
Así pues
tenemos una jerarquización: es Jesús el
que articula, bajo el precepto del amor y el seguirle, todas las demás
relaciones, inclusive la de la familia.
Pero del
pueblo de Dios no son simplemente familias aisladas: su identidad está marcada
por lo que llaman el Dios de nuestros padres. Es decir: aquel pueblo se sentía
unido en la tradición y fidelidad al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, de donde
procedían (cf. Ex. 3,6.15; Mt. 22,32; Lc. 20,37). Y participaban en la historia
común de la gesta de la liberación de Egipto por la mano poderosa de Dios, que
celebraban todos los años. Todos se sentían como el pueblo escogido por Dios.
En el libro Memoria e identidad, el papa Juan Pablo
II hace una acotación sumamente interesante, que sirve para acompañar el
comentario del Catecismo de la Iglesia Católica sobre el precepto de “Honrar a
padre y madre”: la palabra Patria
proviene del latín Pater, que es
padre, y de Patris, que significa referente
a los padres y antepasados. De tal forma que en el mandamiento no solo incluye
a nuestros padres inmediatos (sean biológicos o los de crianza), sino a los
padres de nuestros padres y, de alguna forma, a aquellos que gestaron esa
entidad que llamamos “Patria”. Ello facilita entender la relación de nuestros
deberes de ciudadanos con este mandamiento, que en definitiva se traduce en
amar a la Patria.
Pero se nos
pasaría por alto un detalle nada insignificante: el Papa no confunde el amor a
la Patria con los nacionalismos. Para nosotros ser nacionalista es un asunto de
enaltecer música, comida, tradiciones y cuestiones por el estilo, que tiene su
importancia para no dejarnos absorber por culturas foráneas y globalizantes.
Pero para el Papa los nacionalismos tienen que ver con la ideología que exalta
la propia nacionalidad y que durante el siglo XIX y XX justificaron las guerras
de dominio sobre otros pueblos. Es el caso del nacionalismo alemán que invade
la Polonia del Papa y ante la cual el Papa, en su juventud, ofrece resistencia.
Ante el
nacionalismo alemán, de carácter bélico, que busca prohibir, manipular y barrer
cualquier manifestación relacionada con lo propio de Polonia, el Papa
contrapone el amor a la Patria: a la propia identidad, cultura, historia,
lengua. Hasta participa, antes de ser seminarista, en representaciones
teatrales de escritores polacos, llevadas en la clandestinidad, para que se
mantenga viva la memoria de la identidad, del quienes somos, de dónde venimos y
hacia dónde vamos. Es el amor a los padres, en sentido amplio, a honrarlos.
Tal amor
hacia la Patria no se reduce a la esfera sentimental. Para eso no sirve la
moral: la moral sirve para tomar
decisiones y actuar. Para hacer el bien y evitar el mal. La pureza
interior, que puede verse reflejada en los sentimientos, obvio que es
importante y que requiere de nuestra atención espiritual: pero dicha pureza
solo es evidente si dirige nuestras acciones, no en los sentimientos.
El amor a la
Patria conlleva el cumplimiento de los deberes ciudadanos, tan básicos como el
trabajar y estudiar. Participar en la vida social buscando el bien común.
Contribuir con los demás y cumplir con las obligaciones tributarias. Tener
instituciones solventes moralmente dentro de un marco legal compartido por
todos, para poder someterse a ellos.
Sin embargo
¿qué es amar a la Patria en momentos de conflictividad, por ejemplo? ¿Cuál es
el deber moral del cristiano ante sociedad donde hay profundas desigualdades,
como ocurre en América Latina? ¿qué posición debe tener el cristiano cuando
pareciera que un gobierno, en cualquier parte del mundo, favorece a una minoría
en contra del bienestar de los demás? Es el dilema de la justicia o, para
decirlo en otros términos, el escándalo ante la injusticia.
Durante los
siglos XVII y XVIII se creyó que los descubrimientos científicos, las nuevas
tecnologías y la razón le permitirían a las sociedades ser felices, habiendo
superado el oscurantismo de la religión y supersticiones afines. Pero no fue
así.
El marxismo
ofrece una explicación errada, por reduccionista y generalizadora, de las
situaciones sociales, así como de la supuesta estrategia para arribar a una
sociedad sin clases, o sea, sin injusticia. La Iglesia recuerda que ese no
pueda ser el camino del cristiano, no solo porque niega la existencia de Dios y
la dimensión espiritual del ser humano, lo que no equivale que el cristiano
debe ser cómplice de la injusticia o permanecer de manos atadas ante el
sufrimiento de los demás. Quien cree en Cristo debe participar en la
transformación de la sociedad.
Karl Marx fue un pensador alemán del siglo XIX. Cuando
Simón Bolívar selló la independencia en la batalla de Carabobo, Marx tenía 3
años. Su tiempo fue muy convulsionado: recién se habían inventado las primeras
máquinas industriales, las jornadas laborales eran de 14 horas todos los días,
trabajaban inclusive mujeres y niños y el salario no alcanzaba para mantener a
una familia. Por otro lado las potencias de entonces, Inglaterra, Prusia,
Francia, Holanda buscaban expandir sus fronteras y colonizar África o el
Extremo Oriente, usando para pelear entre ellos o en contra de los nativos de
las tierras que querían dominar. En este ambiente, y por influencia de otro
gran filósofo, Hegel, Marx explicó que la lucha violenta era algo connatural, una
ley que rige la manera como la historia evoluciona, que debía darse entre la
clase obrera y lo que él llamó la burguesía. No había forma de ponerse de
acuerdo y el diálogo, de antemano, era imposible, por lo que había que
eliminarse como clases, simplemente porque esa es la única ley por la que la
historia puede pasar a una etapa superior.
Pero ¿realmente esta es la forma en que la historia avanza? ¿de la
guerra y la violencia puede surgir una realidad social mejor que la situación
anterior? Esa era la manera de ver la vida en tiempo de Marx pero ¿será cierto?
La
experiencia dice que de la violencia y la guerra solo surge la miseria. Uno de
los llamados jinetes del Apocalipsis es exactamente la guerra (cf. Ap. 6, 3s).
Pero pensemos en otras situaciones: si no hubiera sido por los 50 mil millones
de dólares del plan Marshall, Europa habría tardado muchísimo más tiempo en
recuperarse de la Guerra Mundial. Pero en la antigüedad desaparecieron ciudades
y civilizaciones. Otras tardaron años en volver a su esplendor sufriendo
retrasos. Algunos conocimientos se perdieron para siempre. Otras técnicas
tardaron años en volverse a aprender.
Sin embargo
no hay que ir muy lejos. Todos nos sentimos orgullosos de la gesta
independentista, cuya guerra seguramente fue inevitable para conseguir la
libertad. Pero en los años que duró la guerra murió una tercera parte de la
población; los maestros de la escuela de música de Caracas perecieron en 1814, haciendo
desaparecer la escuela y fracturándose la posibilidad de transmitir su virtuosismo.
En Venezuela la gente tenía 5 comidas diarias, como Colombia, costumbre que se
olvidó por el conflicto. Los maestros artesanos desaparecieron, por lo que en
1810 y 1830 lo que la gente había hecho y sabía era pelear. Páez pensó en traer
maestros orfebres, herreros, artesanos extranjeros, para que se levantara el
país y se crearan fábricas y talleres: de ahí surgió la Colonia Tovar. El Dr.
José María Vargas estuvo en Inglaterra preparándose como médico, para impulsar a
su venida la educación y la medicina en Venezuela; muchos no aceptaron que él
fuera presidente, pues para ser presidente se debía haber pasado por el
bautismo de la guerra: solo los veteranos creían que tenían méritos para
mandar, pues era como su recompensa por haber arriesgado su vida. Bolívar al
final de su vida no estaba contento con el caos que había por todas partes.
Definitivamente la guerra no siempre se puede evitar: pero no produce ningún
bien, aunque los hombres se comporten de manera heroica.
En sitios
donde se ha querido cambiar las cosas por la fuerza, como en Perú, en el siglo
XX, la violencia solo ha engendrado más violencia. A esto los obispos del país
andino lo llamaron la “espiral de la violencia”.
Definitivamente,
el aparato locomotor de la historia (o sea, sus huesos y músculos) no son los
de la violencia. Esto y creer que en la naturaleza del ser humano está escrita
la orden acabar con el hermano por ambiciones económicas, no es verdad. Creer
que entre seres humanos de distinto bando no pueden haber acuerdos sino solo la
aniquilación de uno u otro, es un error del viejo Marx.
En 1962 el
mundo podía haber ido a una confrontación nuclear, una guerra nuclear, por la
crisis de los misiles de Cuba, y los presidentes de Estados Unidos y la Unión
Soviética, la Rusia actual, se entendieron y la evitaron. Si no hoy en día quizás
no existiríamos, o gran parte de la tierra estaría desierta y despoblada.
Hay una frase
de una carta de Marx a su esposa que es profundamente reveladora: “no es el proletariado ni el hombre de
Feuerbach los que me mantienen en vida, sino tu amor”. Es el amor el que
mantiene la vida y brinda la esperanza, la capacidad de entenderse entre los
seres humanos, dirimir sus conflictos, superar heridas, poner los recursos
materiales y del capital al servicio del ser humano. El amor permite saber que,
en ocasiones, perder es ganar. Reconcilia con la vida. Hace que podamos usar la
técnica para ser mejores personas. El amor no sustituye a la ética, sino que
permite el compromiso ético. Que da razón a los desvelos, a la entrega, a
buscar el bien del otro. El amor es contagioso.
Puede que haya
situaciones en las que no sea fácil transitar el camino de la paz. Puede que
haya situaciones en que se violen los derechos de los más pobres o de las
minorías. Puede que haya momentos en que un patrón abuse de sus trabajadores.
Pero el recurso no puede ser ni la violencia ni la indiferencia, por
contundente que sea. El uso de la violencia solo se comprendería de forma
totalmente esporádica, como en el caso de la legítima defensa. Hasta la muerte
de un criminal puede ser una tragedia, si se pudiera evitar.
Recuerdo la
escena final de una película en la que los amigos del protagonista, que se
encuentra en el hospital después de haber recibido una paliza en una emboscada,
van a la casa del cabecilla. Cuando pareciera que va a ocurrir la venganza que
esperan todos los espectadores, una tierna niña de unos 4 años se asoma por la
ventana con su osito de peluche entre sus brazos. “¿Pasa algo, papá?” dice la
niña con voz candorosa. Sigue un silencio. El puño alzado del amigo se
petrifica en el aire. Lentamente se abre y la mano distendida se deja caer. “No
pasa nada, tesoro”, contesta el papá mirando a su contrincante. Los amigos se
suben a su vehículo y retoman el camino hacia el hospital.
No tener otra
salida que el uso de la fuerza y la violencia, la mortal violencia, no
significa que sea un bien, sino que fue un mal que no puedo evitarse. De este
siempre se desprenden consecuencias nefastas, heridas que ensombrecen la vida
de las personas y de quienes los rodean.
No es la
lucha de clases la que explica el mal en este mundo. Es esa inclinación,
extraña, misteriosa pero real, del hombre hacia el pecado, hacia el preferir el
mal antes que el bien, independientemente de la clase social a la que se
pertenezca, del momento de la historia que se viva, de los recursos y tecnologías
al alcance o a la forma de organizarse y gobernarse que haya elegido una
sociedad.
El cuarto
mandamiento nos pide “honrar a padre y madre”. Y eso incluye a nuestra patria, nuestra querida Venezuela.
Siempre es
posible que el ser humano opte por el mal. Pero también es posible que, con la
ayuda de Dios, el ser humano opte por el bien.
“Pongo hoy como testigos contra ustedes al
cielo y la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición.
Escoge la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahveh, tu Dios,
escuchando su voz, viviendo unido a Él; pues en esto está tu vida, así como la
prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a
tus padres Abraham, Isaac y Jacob” (Dt. 30, 19s).
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