MI HOMENAJE A ROBIN WILLIAMS, EL ACTOR
Pretende ser un simple homenaje a alguien muy admirado, por
lo que no dudo decir que querido. Se trata del actor Robin Williams, para diferenciarlo del homófono inglés, que así
suena el cantante Robbie Williams
para los oídos no avezados. Lo que consiga escribir lo haré desde el otro lado
de la pantalla, recostado en la butaca del cine, como el simple espectador que
fui. No pretendo escribir asumiendo la postura del crítico de cine, que no soy,
o del que ha desmenuzado su cinematografía, cosa que hubiera querido.
Durante ciertos años conseguir el nombre de Robin Williams en las carteleras de las
salas era una garantía e insinuación para pasarlo bien. Se sabía que el
producto iba a ser de calidad, que la trama iba a ser amena y que, en medio de
la risa o el drama, era posible asomarse, con sonrisa y reflexión, a lo que
implica sencillamente ser humano. Más para conseguir esto se sospechaba que
debía haber mucho compromiso de parte de este actor. Porque la risa y la
sonrisa nunca fueron adquisiciones fáciles y rápidas: era sencillamente una
forma de desbloquear los prejuicios para asomarnos a la vida llana, e inclusive
anónima, de personajes tales del tipo de los vagabundos o enajenados mentales.
Pero esto que quiere representar un agradecimiento, no va
dirigido a la leyenda que se ha colado en el imaginario colectivo. Quiere ser a
la persona real. Esa que nació en Chicago
en 1951, que comenzó estudios de politología
cuando torció el rumbo de su vida hacia la actuación, que inclusive pasó por 3 matrimonios y alguna amante, que fue demandado por los años 80
de contagiar de herpes a su cómplice de aventuras, que consumió alcohol y
cocaína logrando largos períodos de abstinencia pero también recaída, que pasó
por una cirugía de reemplazo de la válvula aórtica y que al final fue derrotado
en apariencia por la depresión. Ese hombre que estaba lejos de ser un
convencido creyente, pero que buscó reanimar a su amigo Christopher Reeve, nuestra leyenda de Superman, cuando quedó tetrapléjico, fingiendo ser un doctor ruso
que venía a curarlo a través de una colostomía. Y lo consiguió, digo, reanimarlo en serio.
Siempre he visto en los vuelos bajos de las personas buenas
un deseo de eternidad. En ocasiones intento ver por los entretelones de la vida
para comprender que, lo que podría ser bien etiquetado como fracasos, tiene que
ver con esta existencia anclada en la corporeidad. No solo eso que podría
calificarse, con buen peso teológico, como la humana debilidad, sino la misma
genética y demás, que puede estar a la base de adicciones y comportamientos
temerarios, que hacen más errático el curso de los días, añadiendo también el
golpe de los errores con sus secuelas en nuestro organismo, que precipitan su
desgaste. Y de esto tampoco se salva la mente: no todos pueden convivir entre
dos mundos, como el doctor John Forbes
Nash, nombre real del protagonista de la historia de A beautiful Mind (Mente
Brillante/ Una mente maravillosa).
Con todo hago manifiesto mi agradecimiento y admiración por
la persona real de Robin Williams. Es
cierto que me hubiese gustado despedirme de él, como parte de su público, viéndolo
consumido bajo el declive de los años. O que una enfermedad bien llevada u otra
eventualidad no fácilmente aceptada por sus fans, hubiese sido la causante de
su deceso. Al final el sentido de pérdida igual habría existido, pero
edulcorado por las circunstancias menos funestas que las reales.
Cuando ir al cine para ver una película de calidad
significaba sumergirse en el hiperrealismo de la vida y la sexualidad, en las
películas trabajadas por Robin Williams
había una narrativa de lo real con una penetración menos grotesca, tomando de
aliada a la fantasía para proporcionarle otras tonalidades que, lejos de facilitar
evasivas al espíritu, dejaban que flotase silente y contemplativo sobre el
drama universal que implica el estar vivo. Cuando parecía que cierta épica se
desvanecía tras la caída del muro de Berlín, con El fin de la historia de Fukuyama,
para dejar incólume solo la horizontalidad ramplona y rasante de la vida, como conquista fugaz de carne y dinero, quienes
asumimos otras perspectivas sobre el sentido de la vida podíamos identificarnos
y posarnos en las historias de Robin
Williams.
Fuera de aquella serie de Mork & Mindy, que yo no seguí en su momento sino mucho después,
sospecho que la primera película que de él vi en serio fue Dead Poets Society (La
Sociedad de los Poetas Muertos), por los años 89 o 90. Fue en el cine
Glorias Patria, en la ciudad de Mérida, la de los Caballeros. Carpe
diem acompañaba los días de calma y oración en mi convento, desde una
óptica menos laicista, por supuesto. El educar, no el domesticar; el pensar, no
el repetir… como reivindicación de la poesía. Luego estuvo The Fisher King, la historia de un vagabundo donde se asomaba la
grandeza oculta del ser humano, que es capaz de contagiar de esperanzas a quien
la ha perdido. Y esa comedia de Mrs.
Doubtfire, que narra el fracaso de un hombre que pierde su matrimonio y se
ve así apartado, por tanto, de sus hijos. Sin un final feliz, pues no recupera
la relación con su pareja, la historia muestra de lo que es capaz en una
persona la fuerza del amor, ésta no en clave erótica, para poder estar junto a
sus hijos. Vi después Awakings (Despertares), aunque había sido filmada
antes que la anterior, la película que explora los límites de la ciencia, que
se tropieza con lo que le es velado, lo que ocurre internamente con enfermos mentalmente
enajenados. Patchs Adams, narra la
travesía real de un hombre que busca ser un médico de manera no convencional,
aunando la ciencia con la dimensión lúdica de la vida. Y pudiésemos seguir elencando otros títulos,
aunque al final me remita a aquellos que he visto y han sido relevantes para
mí.
Porque una película es vista y recibida desde el mundo de
circunstancias y problemas que vive la subjetividad de las personas. Entiendo
por subjetividad no lo irreal, sino lo que es profundamente real pero solo
evidente para la persona misma. Y creo que muchas de estas películas fueron, no
encuentro otra palabra, un regalo de
Dios. No solo por haber sido un momento de entretenimiento, o por haber oxigenado
un poco la experiencia cotidiana, sino por reconciliar con la vida, con lo duro
de esta. Puede que en alguno de estos filmes los protagonistas fuesen
marginales de la sociedad o personas distintas del status quo. En la lucha de
fracasados y en el enfrentamiento de los fracasos, no con la resignación de
quien se hunde sino del que sigue a flote aunque sea agarrado de un tablón,
creo que está la clave de algunos de sus finales. Y vuelvo y repito: distintas
situaciones me han permitido estar donde hoy en día estoy, algunas más
espirituales que otras. Pero creo que entre ellas están algunas de las
películas de este gran actor, en donde se reencuentran la infancia con la
adultez.
Robin Williams ya no
está. Pero no solo
su legado debe permanecer. También deben de multiplicarse aquellos que busquen
sostener la esperanza de los seres humanos. Al estilo de Patch Adams y su legión de médicos.
Considero que el mundo está en deuda con Robin Williams. No quiero sonar grandilocuente por las circunstancias
que vivimos, sino por un acto de llana humildad. Ojalá el mundo hubiese podido
retribuirle algo de lo que él hizo por el mundo. Ojalá el mundo, con toda su
ciencia y tecnología, hubiese tenido en sus manos las armas y los argumentos
para haber evitado que su drama interno desembocara en la muerte.
Paz a tus restos. Que el buen Jesús te haya acogido en la
intimidad de Dios. Yo levanto mi mano para que así sea.
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