TÚ ERES PEDRO... (MT. 16,18)

El texto de
Mateo, leído de manera ampliada (Mt. 16, 13-20) y dentro de su contexto
literario, nos lleva directamente a la escena de la llamada confesión de Pedro.
Si bien el pasaje aparece también tanto en el evangelio de Marcos como de
Lucas, en Mateo adquiere un matiz eclesiológico
y misionero: tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella. Jesús había puesto a sus discípulos en la situación de pronunciarse
en relación a su persona. No ya lo que dice la gente, sino lo que dicen ellos
acerca de Él. Tras el reconocimiento de Pedro, en todos los evangelios Jesús da
un giro inesperado para los suyos: anuncia que el Mesías debe padecer y morir en manos de las
autoridades judías. Este aleccionarlo solo va a ser interrumpido por la escena
de la Transfiguración.
Pero si
detallamos nuestro pasaje, el de Mateo, de manera curiosa el Pedro que ha
confesado a Jesús como Mesías, es el que enseguida va a querer corregir la plana a Jesús: lejos de ti el morir (cf. Mt. 16,22). En
los otros dos sinópticos también se recuerda. Solo que en Mateo el
comportamiento de Pedro es tan reprobable que la “Roca” pierde firmeza hasta terminar
comportándose como miembro de las huestes del infierno, que no prevalecerán
contra la Iglesia (cf. Mt. 16,21). “Vade
retro, Satana”, son las palabras de Jesús en la traducción latina, que
señalan a Pedro de Satanás (enemigo-tentador) y que lo impelen a retroceder… o,
según alguno, a volver a la fila de seguidores que siguen, no que deciden el camino, como Jesús recuerda firmemente a
continuación de dicho incidente.
Pero si nos
asomamos de manera panorámica al evangelio de Mateo, vemos que los dichos de
Jesús el evangelista los ha agrupado intencionalmente en 5 unidades (Mt 5-7, Mt
10, Mt 13, Mt 18 y Mt 25): los especialistas reconocen como destinatarios del
texto sagrado a cristianos de origen judío, por lo que las 5 unidades recuerdan
a la Ley o Torá (Pentateuco, los 5 primeros libros de la Biblia atribuidos a
Moisés): la Torá del nuevo Moisés que es Jesús. Cada unidad ha adquirido la
apariencia de discurso por la conglomeración de dichos de Jesús, que son
antecedidos por una introducción narrativa.
La confesión
de Pedro se encuentra en la sección narrativa de la cuarta unidad, que prepara
lo que los especialistas han llamado “el
discurso eclesiológico” (cap. 18): trata sobre la manera cómo deben
conducirse los discípulos de Jesús en la comunidad de la Iglesia (el servicio como
aspiración suprema de la comunidad de seguidores de Jesús, primacía de los
pequeños de la comunidad, el horror ante el escándalo, la oveja perdida,
corrección fraterna, oración en común, perdón de las ofensas).
Tal
organización del texto, entre la sección narrativa y la discursiva, no es
casual. Están conectadas. Pedro confiesa a Jesús como el Mesías, el Hijo de
Dios vivo. Es el esperado, en el que se van a cumplir las promesas que Dios
hizo al pueblo elegido. Mas Jesús aclara e insiste en que el Hijo de Dios vivo
debe morir, no como sentencia, sino como entrega vivida hasta el extremo, que
asume el riesgo último de ser fiel al Padre y, por lo tanto, a la causa de los
hombres, de los últimos. Es este el
movimiento que hace que las puertas del Infierno no puedan prevalecer, pues se
estrellan con la Resurrección.
La Iglesia se
apoya en la confesión de Pedro como la Roca sobre la que es edificada: profesar
la fe en que en el Mesías crucificado, a causa de su extrema amoris, es el
Resucitado, el Mesías victorioso.
Este recordatorio,
que forma parte de la misión de Pedro y sus sucesores, debe ayudar a la
Iglesia a situarse como presencia, que
es a su vez convocatoria, del Pueblo Santo de Dios, que en cuanto Cuerpo de
Cristo es sacramento de salvación en el mundo. Y lo es en la medida en que, por
el seguimiento del Mesías, lo va haciéndolo presente. Debe vivir esta dinámica,
pues la realidad sacramental no es solo ontológica, sino también referencia
simbólica. De ahí el compromiso de servicio, de perdón, de acogida de los
últimos. Esta memoria concreta, fruto de la acción del Espíritu presente en la
Iglesia, es la que la hace imbatible ante los empellones del Infierno.
No es, por lo
tanto, pretexto para la arrogancia, que justifiquen la imagen de Iglesia
poderosa que se impone por tener la verdad absoluta, pues de paso contra ella
se estrellan las potestades infernales. Su fuerza está en el seguimiento de
Jesús crucificado, por el que es posible adelantar los frutos de su
Resurrección.
Pero la
comunidad eclesial no es un jardín de infancia. No es un club o asociación de
amigos que cubren las propias carencias afectivas. Es cuerpo de Cristo: presencia sacramental de Cristo en el mundo, por
el Espíritu del amor de donación. Esto hace que se vea confrontado por las
tinieblas, pues al mismo tiempo deja a las tinieblas al descubierto. Esto tiene
actualizaciones según el momento histórico que toque vivir.
En nuestro
caso, si bien no se reduce solo a esto, sí importa destacar el terrorismo
fanático de Isis en Irak, que amedrenta, veja y mata a los cristianos y otras
minorías religiosas, pero que también
amenaza con expandir su negocio del horror a toda la región, corriendo las líneas
fronterizas. Recordemos que esa vasta región no tiene 100 años de haber sido
delimitada artificialmente por el Imperio Británico y el colonialismo francés,
tras la derrota del Imperio Turco en la primera Guerra mundial, el cual había
tenido la hegemonía en esa región por más de 500 años…
Pero la
Iglesia es comunidad enviada. Por lo tanto misionera. Su postura no es
simplemente pasiva, sino propositiva. Llamada a proponer el Evangelio como lo
que es etimológicamente: una buena Noticia. Y puede ser misionera evitando el
proselitismo si tiene una experiencia que ofrecer, en diálogo respetuoso pero
sin complejos con las grandes religiones. Quiero decir, no solo con la
pretensión de afirmar la realidad divina de Jesús y la realidad Trinitaria de
Dios, sino su correspondencia en una forma de vivir ese Misterio al servicio,
al mismo tiempo, de la humanidad, como Jesús. No con la arrogancia de dominar
conciencias y sumar adeptos.
Más si la
referencia es Jesús, para Él el anuncio
del Reino de Dios es una tarea que urge, como dan muestras los evangelios.
Así que para unas sociedades empeñadas en
apostatar de su pasado cristiano, carecen de la agudeza visual para
entender que la conciencia sobre la dignidad humana y sus derechos inalienables
fueron gestados a lo largo de siglos en sociedades identificadas con el
patrimonio judeocristiano. Nietzsche, en cambio, lo vio clarito. Tanto que
vislumbró su desmoronamiento una vez que la validez de dichos fundamentos
habían quedado en entredicho.
La Iglesia no
es un asunto confesional. Ciertamente se profesa a Jesús como Aquel que dona el
Espíritu que da la vida, lo cual es fascinante de anunciar, pero más de vivir.
Pero también propone la verdad del ser
humano, capaz de Dios, que no debería ser pisoteada por sistemas,
ideologías o extremismos religiosos. De ahí que, ante esta propuesta de
humanidad, provienen las persecuciones de quienes buscan imponer otras
visiones, más a su conveniencia.
Este momento
de grandes desconciertos y de posturas trasnochadas, de propuestas con petulante y hueca erudición,
donde los países referencia no se hallan ni siquiera a sí mismos, la Iglesia cimentada sobre la confesión de
Pedro debe arriesgar la fidelidad en la persecución, para que el futuro
quede preñado del Verbo de Dios.
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