LA ÉTICA DEL REINO




Vista de Foz, provincia de Lugo, España (Fotografía cortesía de María Pilar Zabala Sevilla)


Es claro que el Evangelio es una Buena Nueva que nos relaciona con Cristo. Que la Buena Noticia es la gracia misericordiosa de Dios, por lo que no se trata de un código o moral a la que se adhieren los cristianos para conseguir la salvación.

Pero con todo el Evangelio también implica una manera particular de comportarse. Los mismos romanos notaban este contraste, cuando los cristianos no se adherían a las celebraciones de culto político en honor del emperador. Así que eso resultaba evidente. El encuentro con Jesucristo tiene una dimensión transformadora, en el que el amor y el servicio sirve como momento de comprobación para la fe (cf. St 2,18). Le pasaba a santa Teresa: cuando le señalaban sus amigos de tener experiencias sobrenaturales por influjo diabólico, ella angustiada decía no poder entender cómo entonces mejoraba su vida moral (virtudes en Vida 25). Este criterio, por lo tanto, es clave para entender la dimensión de la oración personal y comunitaria, no como un hacer algo, sino como un recibir, un dejarse transformar. Los mismos sacramentos no son momentos rituales donde se desvela la dimensión religiosa del ser humano, sino experiencias de encuentro con Jesucristo que se acerca y que deben transformar. Y las acciones son como el reflejo en el cielo nocturno de incendios en la lontananza: por él se sabe lo que está ocurriendo, aunque directamente no se vea.

Con estas premisas pasemos a una consideración sobre la ética cristiana, que no pretende en ningún momento ser exhaustiva. Se tomará en cuenta el marco que ofrece el texto de Mt 16,24, que introduce en el bloque que termina con el llamado discurso eclesiológico de Mt 18, con el fundamento de ciertos criterios de comportamiento, y que es leído el XXI, XXII y XXIII domingo del ciclo A del tiempo ordinario.

Resulta curioso que el ser humano siempre es un ser “ético”, independientemente de lo absurdo que parezca esta afirmación en ciertas circunstancias. Los grupos humanos funcionan a través de normas convenidas para dirigir su conducta. No siempre la rigen en función del bien. Pero normalmente existe el acuerdo, independientemente de cómo se haya llegado a él, para seguir ciertas pautas que, por supuesto, deben ser analizadas. Pues hasta entre los delincuentes funcionan  normas sancionables en caso de violación, cuyo objetivo pudiese ser la supervivencia y control del grupo. En el caso de la piratería en tiempos de antaño, había todo un código para distribuir botines. O la vida en la isla de la Tortuga, guarida de piratas en el Caribe, tenía una detallada normativa para la “sana” convivencia.

Pero si bien el fundamento “ético” de algunos comportamientos puede estar ligado a la voluntad de quien tiene la mandarria de las leyes en las manos (con policía y jueces incluidos), no por ello dejan de darse actos nobles. En la antigüedad en diversas ocasiones la gallardía de los espartanos o la elocuencia de los atenienses les salvaron la vida cuando estaban como  guerreros prisioneros de los persas. Pero casos se dan en la actualidad: un joven se quedó varado en mitad de la noche, por falta de gasolina; ve llegar entonces a un grupo hamponil profusamente armado, en motocicletas, se detienen pese a que “iban en ruta a efectuar un atraco”. Como les cae bien el muchacho deciden ayudarle, empujando su vehículo cuesta arriba para acercarlo a la estación de gasolina; luego siguen su camino… El ser humano no deja de sorprender, como la fascinación supersticiosa que Juan Bautista causaba en el rey Herodes.
 
Socialmente la ética puede proponerse de varias formas, como las siguientes:

a)     En términos generales, una manera de proponer, de manera insuficiente, el criterio sobre el cual se debe construir la ética, consiste en el análisis y valoración de las consecuencias de los actos. No se trata de una valoración aguas arriba, sino simplemente apreciar los efectos prácticos de la conducta. Esta valoración puede hacerse en base elementos ajenos al acto mismo, “extrincisista”, ya que lo que lo haría malo sería una sanción independiente al mismo. Por ejemplo, en Estados Unidos conducir en estado ebriedad es sancionado de manera severa; como en Venezuela no es así, el conducir en Venezuela embriagado sería bueno o, por lo menos, no tan malo como en suelo norteamericano.

Esta valoración es pragmática y utilitarista. No toma al acto en sí, sino de su conveniencia o provecho que se pueda sacar si se ejecuta, o evitar en caso contrario. Este relativismo enreda la imagen que de Dios que se pueda formar. Pues si los actos no pueden ser buenos o malos en sí mismos, Dios se comporta de manera caprichosa y arbitraria, “fregando la vida”.

Piénsese en la posibilidad de relaciones prematrimoniales ¿cómo justificar bajo una moral de la conveniencia el abstenerse de intimidad antes del matrimonio? La manera convencional ha sido intentar disuadir a las personas con el pretexto de concebir un hijo, que en tal caso se calificaría de “hijo natural”. Si es eso lo que se debe evitar, hoy en día hay toda una gama lo suficientemente amplia como para dormir tranquilos por semanas y meses. Claro que, en  términos estadísticos,  las posibilidades de engendrar un hijo se esfuman si no se tienen relaciones, en comparación con quienes las tienen tomando las debidas precauciones.
Igual si se considera una relación extraconyugal como mala, pues cabe la posibilidad de que caiga en conocimiento del esposo o la esposa. Con tomar las medidas para una sigilosa discreción quizás se evite la catástrofe. Pero no es así. La moral no depende de la divulgación de los hechos, tan en boga en tiempos de los hackers.

El caso del aborto resulta otro ejemplo patente. Si los actos se valoran por las consecuencias, entonces interrumpir un embarazo pareciera el camino correcto para evitar enredos sociales y económicos de envergadura. Más en el caso del embarazo de una adolescente, por ejemplo. Pero no es así. No solo porque al final es traumático para la mujer que aborta, sino porque el ser humano se engrandece en la medida en que asume la responsabilidad de sus actos, cuanto más si en ese acto está en juego la vida misma. No son actos anónimos. Cierto que esta premisa plantea también exigencias para las sociedades: familia e instituciones deben ayudar a aquellas personas que pasan por embarazos en circunstancias especiales y anómalas.

Las mentiras son otro caso en que se cae una moral basada únicamente en las consecuencias. Puede caer en la doble moral. Pues el mentir sistemáticamente libraría de muchos sofocones. Pero ¿se puede justificar la mentira por conveniencia? No. Repetimos: el ser humano crece en la medida en que asume su responsabilidad: no en la medida en que la evade. Es una evidencia psicológica.

No se puede establecer una ética basada exclusivamente en las consecuencias, pues terminaría siendo una ética pragmática y utilitarista. Así como la valoración moral de la mentira, las relaciones prematrimoniales, extramatrimoniales  y el aborto deben buscar otro punto de fundamento, así la ética en general.

b)    Pero las personas pueden dejarse guiar por su conducta por las normas sociales, por lo que los grupos establezcan. Sea para evitar la presión social, sea para poder ser aceptados socialmente. Es claro que el ser humano es un ser social.

Pero ¿esto puede definir una conducta? ¿se puede valorar lo bueno y lo malo solo en base al qué dirán y al aparente aprecio?

Gran parte de los comportamientos bizarros con consecuencias nefastas para la vida tienen que ver con la necesidad de pertenecer a un grupo y ser apreciado por este. Desde los que hacen deporte hasta los bebedores empedernidos. Si la edad coincide con la adolescencia, un adulto manipulador puede entrenar potenciales delincuentes. Me ha tocado oír la triste confidencia de una joven universitaria que se sentía el hazmerreír de sus compañeros… simplemente porque reusaba iniciarse en la sexualidad activa. Y se podrían seguir enumerando casos de casos…

La ética cristiana tiene que ver, claro está, con el análisis de lo que es bueno en sí. Forma parte de la mentalidad propia de la filosofía grecolatina, que enriquece la cultura judeocristiana y que nos llega por la escolástica, así como por los filósofos árabes y judíos de la edad media. Añadiendo el aporte de la filosofía personalista. Puede que el método resulte antipático, ciertamente, pero el objetivo está en entender el acto en sí mismo, como acto humano, que es bueno en cuanto ayuda al ser humano a realizarse y es malo en cuanto lo degrada.
 
Por supuesto que para llevar a cabo tal análisis hace falta una gran capacidad de diálogo y observación. Diálogo para interactuar con las propuestas morales. Observación para chequear las conclusiones con la vida misma, sea la propia o la ajena. Así emerge lo que está a la base: detrás de una ética hay una concepción del ser humano. La referencia teológica no anula la observación y reflexión, pues Dios habla para la vida que se cruza delante de nuestros ojos. No se puede vivir una ética cristiana con la cabeza prestada de otra persona, o reusando usar los propios ojos. Se podría caer en principalismos, que no reportan el beneficio de crecer como persona, el humanizarnos. En el sentido amplio toda ética se basa en una antropología, que puede entrar en diálogo con otras formas de ver la vida, bajo la condición de que se haga de manera honesta. No es un asunto de ideología, si por ideología se entiende justificaciones caprichosas que favorecen intereses intocables.

Pero la ética cristiana no solo asume como regla de comportamiento la búsqueda del bien. Sino que el Bien se llama Jesucristo. En la ética cristiana se da la dinámica de la muerte y la vida, de la renuncia para vivir, de la entrega, porque supone un plus, que llamamos amor. Es ética del seguimiento. Un seguimiento que nace del amor.

La coherencia interna de los seguidores de Cristo, que aceptan el absurdo, por ejemplo, de perdonar a los enemigos, se basa en la máxima del amor. Y el amor se entiende bajo el paradigma del Crucificado, que es el amor extremo. Ese amor resucita. Y no solo después de la muerte.

La identidad revelada de Jesús en Mt. 16,16 hace que se le siga como Mesías crucificado, según el anuncio de Mt. 16,21, renunciando a sí mismo y tomando la cruz y siguiéndolo (Mt. 16,24-28). Pero su seguimiento comporta también la experiencia de la Transfiguración (Mt 17,1-8), que delata el gozo anticipado que viven los discípulos. Este dinamismo de trasformación-transfiguración animan la ética de la comunidad de discípulos: así el mayor es el que se hace servidor de todos, hay que recibir a los más pequeños (niños) y evitar escandalizarlos, se debe buscar a la oveja perdida, es imprescindible la corrección fraterna, de cara a la fidelidad a Jesús, es importante la oración en común y el perdón mutuo y los responsables de la comunidad lo son para servir, no para explotar.


No es solo la ética del bien, sino la ética del Bien mayor: esto nos pone en la secuela de Jesús, tras el rastro del Reino. Como lo que Jesús plantea al joven rico que cumple con los mandamientos: le ofrece algo mejor no porque esté viviendo de forma errática (cfr. Mt 19,16-29). Efectivamente, santo Tomás fundamentaba la ética en la búsqueda de la Bienaventuranza, el llamado fin último.

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