UN SANTO LLAMADO JUAN XXIII, PAPA
Cuando aquel personaje bonachón apareció por el balcón de la
Basílica de san Pedro, en otoño del año
1958, la multitud abarrotada en la plaza se sintió sorprendida. No lucía con
una personalidad que pudiera suplir los 19 del pontificado de Pío XII, de gran
formación, una persona santa de mortificada figura, con un semblante distante
de la gente. No era de las figuras que descollaba, el cardenal Roncalli, y
había quien, en días posteriores, considerase que este Juan XXIII, nombre
sorpresivo que tomó para confinar al antipapa Juan XXIII en el laberinto de la
edad media, fuese un papa de transición. Se pensaba que el peso de la Iglesia
iba recaer sobre la aceitada maquinaria vaticana.
Así que la sorpresa fue mayúscula cuando a los pocos meses, convocó
a la celebración de un Concilio Ecuménico, es decir, universal, con la
participación de todos los obispos, superiores de órdenes religiosas y
congregaciones, laicos casados o solteros, además de observadores de otras
confesiones cristianas distintas al catolicismo. El futuro Pablo VI, en ese
momento con su nombre de Montini y arzobispo de Milán, dejó caer la siguiente
frase: “este muchacho no sabe que se ha metido en un avispero”. Montini y
Roncalli eran amigos de cartearse con frecuencia.
Las palabras de Juan XXIII no pudieron ser más elocuentes: ““Abramos
las ventanas de la Iglesia”. “Quiero abrir ampliamente las ventanas de la
Iglesia, con la finalidad de que podamos ver lo que pasa al exterior, y que el
mundo pueda ver lo que pasa al interior de la Iglesia”. Por un proceso de siglos la Iglesia se fue
cerrando sobre sí misma. Fue un proceso lento, explicable, pero no justificable
y ciertamente para nada sano, más bien nocivo. De la gloriosa teología de la
Edad Media que no miraba a los cristianos griegos, se fracturó durante el
Renacimiento el cristianismo en diversas porciones confesionales, estas separadas
de Roma. Ante la confusión reinante Descartes se ase de la razón, que dará paso
con los años a una confianza excesiva e ingenua en la razón humana, llamada
racionalismo. La aparición de todas las ciencias exactas y humanistas, el
surgimiento de la Democracia y las posibilidades de sociedades ateas y
comunistas, como aconteció con Rusia en 1917, aparte de los Papas arrinconados
tras las murallas leoninas, luego de siglos gobernando las regiones de Italia
central y sin poder concluir el concilio Vaticano I, terminan de completar el
panorama.
Este panorama representó un gran sufrimiento para la Iglesia.
Pero sería injusto no valorar el aporte de León XIII, la primera de diversos
documentos que tocan temas sociales, además de la incentivación de estudios
bíblicos, sobre los primeros siglos de la Iglesia y la Liturgia, ocurridos en
las primeras décadas del siglo XX.
A 3 meses de escogido como sucesor de san Pedro, este hombre
natural de Bérgamo (Sotto i monti) convoca al concilio Vaticano II.
Realmente se trata de un personaje extraído de raíces
campesinas. La extraña inteligencia que manifestaba hace que se desvíe su
destino de las labores agrícolas y el padre busque nivelar su educación como
para ingresar al Seminario Menor. Su aprendizaje se interrumpe por el servicio
militar, así como más adelante, ya de sacerdote, servirá como enfermero
(oficial médico) y capellán durante la I Guerra Mundial.
Estudia teología en Roma y, en vísperas de su ordenación, en
1904, toma una decisión determinante, que consigna en las líneas de “Diario de
un alma”, su diario personal: todo sacerdote de entonces buscaba imitar la
santidad de san Luis Gonzaga. El futuro Papa reseña que ese día tomó la
determinación de que san Luis Gonzaga fuera san Luis Gonzaga, y que Angelo Giuseppe
Roncalli fuese Angelo Giuseppe Roncalli (su nombre original).
Luego de su ordenación, es llamado por su obispo para ser su
secretario personal, lo que combina
con tareas académicas. Aquel obispo era una persona fuera de serie. En su
diócesis tenía que vérselas con el naciente movimiento obrero, salpicado ya por
marxismo. En el fondo se trataba del contacto con la miseria en que vivían las
masas obreras.
Con el tiempo regresa a Roma y, una vez muerto su obispo, es
asimilado para el organismo encargado de las relaciones diplomáticas del
Vaticano con otros países: la Nunciatura.
Su primera misión fue pisar el suelo búngaro. Por aquel
momento parecía que el rey, pronto a casarse, podía transitar por un matrimonio
católico que lo uniese a la Iglesia. Dicha tarea ameritaba una capacidad
mimética que no contaba la personalidad franca y abierta del campesino
trasformado en Delegado Apostólico. Así que la misión fue un completo fracaso.
Aunque desde allí pudo ver de cerca cómo funcionaba la Iglesia ortodoxa, que
desde hacía unos mil años no reconocía al Papa como cabeza de la Iglesia,
aunque coincidiese en doctrina y sacramentos entre ambas.
De Bulgaria pasó a Turquía. Algunos interpretan que fue
consecuencia del desacierto anterior. Pues Turquía era un país mayoritariamente
musulmán, con unas minorías cristianas y, dentro de esas minorías, una minoría
católica. Pero la Providencia de Dios iba trazando su camino: por un lado le
tocó conocer de cerca el islamismo (la religión de los árabes) y, por otro,
pudo salvar un “cargamento” de niños judíos húngaros que, de ser entregados a
los alemanes, hubiesen terminado sus tiernos días en las cámaras de los campos
de concentración, entre otras labores humanitarias.
De Estambul en Turquía le tocó trasladarse a Grecia: era la
misma sede diplomática, con la diferencia que Grecia era una país cristiano (de
la Iglesia Ortodoxa), aunque no católico.
Finalizada la segunda Guerra Mundial, y con la trayectoria de
haber defendido, protegido y salvado judíos del exterminio, le toca ser Nuncio
en Francia. Esto representaba un reconocimiento, asimismo como una difícil
misión. Francia estaba sufriendo las consecuencias de la postguerra, no solo en
los campos que había que recuperar y las ciudades que reconstruir. La misma
sociedad sufría la herida que dividía los colaboracionistas de los nazis, como
la República de Vichy, y de los que se arriesgaron su vida en la resistencia
armada. Tal situación envolvía al episcopado, que estaba desacreditado, con
posibilidades algunos de ser enjuiciados. Puede que se buscara simplemente
flotar en las extrañas aguas de la guerra o que se viese al fascismo como una
manera de contener la expansión comunista en su versión beligerante contra la
religión, lo cierto es que el papel de los obispos distaba de lo que
correspondía a una nación rica en tradición católica, santos y teología.
Pero el futuro Juan XXIII no solo cultivó en París las
relaciones políticas o intereclesiales, sino también se siguió relacionando con
judíos y cristianos separados (evangélicos). La capacidad de relación de
Roncalli parecía inagotable. En efecto, mostró el cariño de amigos, propio del
amor evangélico, a dirigentes de iglesias separadas de Roma: “son los teólogos
los que nos han dividido con sus problemas, lo que nos corresponde como amigos
es apreciarnos”. Más adelante, los evangélicos de París llorarían su muerte,
algo insólito después de siglos de separación y condenas.
A los años, luego de su labor diplomática, se le asignó de
manera honorífica la responsabilidad de ser Pastor del Patriarcado de Venezia.
Era una forma de concederle un retiro digno para que acabase su vida
buenamente. Es en estas circunstancias que muere el papa Pío XII y, como
sorpresa, es escogido el cardenal Roncalli, Juan XXIII.
Todas estas experiencias, llevadas a la oración e
interpretadas a la luz de la fe, debieron pesar en la toma de decisión de
convocar un Concilio ecuménico, cuando menos pensaban los de dentro de la
Iglesia que hacía falta. Es claro que había palpado los grandes dramas que
laceraban el mundo, y se daba cuenta que los problemas que llenaban
conversaciones de pasillo en la Iglesia no correspondía con dicha realidad. Así
que lo convoca el 25 de Enero de 1959, fiesta de la conversión de san Pablo, y
las primeras sesiones se dan en Octubre de 1962.
En el entretiempo dispensó visitas a enfermos en hospitales y
presos en la cárcel, junto con tantas otras obligaciones, que lo animaban a
burla el anillo de seguridad vaticana para salir con su amigo el chofer a
recorrer la campiña romana…
Le tocó ser garante de la buena voluntad entre las partes, en
la crisis de misiles de Octubre de 1962, cuando Cuba intentaba levantar en la
isla bases de disparo de estos, con capacidad nuclear. Estados Unidos reaccionó
con firmeza y se temía que el impasse desencadenase un conflicto de grandes
proporciones. El Papa ayudó a que las partes confiaran en la palabra de quien
era catalogado como sus enemigos y no se quebrara la paz.
Este santo hombre muere en Roma el 3 de junio de 1963.
Es proclamado santo por la Iglesia el 14 de Abril de este
2014, junto con el gran Juan Pablo II.
Comentarios
Publicar un comentario