DEL BACHAQUERISMO Y OTRAS PENURIAS




Ante la proliferación de estanterías desocupadas y disimuladas con productos casi de utilería, prolifera una ocupación cuyo oficiante recibe el nombre de “bachaquero”. No hay que ser un lince para asociarlo con la labor de hexápodos arrastrando al hormiguero trocitos de hoja, para ilustrar cómo van vaciando los escasos productos que llegan cual contingente de guerra.

Lo irónico del caso es que ese parece ser el resultado mejor elaborado del llamado socialismo del siglo XXI, versión bolivariana. Toda una parábola geométrica entre propósitos y resultados, un himno homérico al laissez-faire, pues lo que reina es la falta de reglas. Neoliberalismo en su versión más agreste, pues.

Porque allí no manda simplemente la ley de la oferta y la demanda, sino el incremento especulativo de los precios, que son todo un homenaje al uróboro, la serpiente que se devora a sí misma, con la pregunta si para mañana renacerá.

Estos paladines del socialismo del siglo XXI dan muestra de conocer poco de Marx, menos de matemáticas e ignoran lo que es la reflexión. Cuesta trabajo cómo alguno de ellos, que pasaron por la Academia Militar, pudiesen enfrentar una situación real de guerra, con el polvorín con cuentas limitadas.

Efectivamente, este espiral especulativo incrementa la inflación y provoca una mayor sensación de escasez, de por sí cierta. Que termina devaluando el valor de la moneda con la que avarientamente creen ponerse las botas.

Pero no solo el bachaquerismo es un canto de cisne. De por sí hay que mirarlo con realismo (esto no conduce a ninguna parte) pero con conmisericordia. Luego de rimbombantes misiones de todo tipo (una misión debería ser una intervención quirúrgica en una realidad que, de manera puntual, se debe corregir), lo que mucha gente tiene para sobrevivir no es otra cosa que la compra y venta de productos elaborados. Es la versión urbana, la del bachaquero, de la recolección, caza y pesca de algunos aborígenes, comprensible por razones culturales y educativas además de la bondad ambiental de ciertos parajes selváticos. No se aprendió en el curso de 15 años otra cosa que a traficar con las cosas (sin pretender darle un carácter peyorativo).

Si la visión parece dantesca, la cosa carga más las tintas. El deterioro social hace que se propicie, como gran alternativa de los vividores de turno, la delincuencia y la corrupción. Triste realidad marcada por la miopía. Pues este pretender engrosar la fila de los vivos, no toma en cuenta que para ello debe haber una mayoría que sean honestos trabajadores, que perciban ingresos inmaculados. O sea que en una sociedad solo puede haber un porcentaje muy justo de pillos de todo tipo. Sino ¿a quién irían a robar? No hace falta ser Eu-genio para descubrir, en los piratas somalíes, la alternativa que tienen los delincuentes cuando no tienen nada que robar en el propio pueblo. Urge que, curiosamente, los hampones entiendan que, en el negocio de delinquir (si ese nombre se le puede dar, como ellos quisieran), la gente honesta es un activo que se debe preservar. O sea, por razones financieras, sino humanas, deberían preservar la vida de toda persona, más si esta conoce el camino de la productividad. Por supuesto que esta alternativa vivaracha, mejor en todo caso que el actual modus operandi, siempre encontrará quienes nos enfrentemos a sus siniestros cálculos, y apostemos por la convivencia de todos y para todos en un mundo de valores compartidos.

Advertía el papa León XIII, en la Rerun Novarum 29, cómo bajo discursos de igualdad podía colarse la ambición de echar mano sobre lo que otros han laborado. Se podría añadir que, quienes agitan las aguas de las propiedades colectivas, son los que en los remansos del poder van a disfrutarlas sin dar ni golpe, grosera tergiversación del difunto Marx.

Si en algo concuerda capitalismo, marxismo y la Iglesia, desde ópticas distintas y sin poder congraciarse mutuamente, es el papel del trabajo en el desarrollo de las sociedades. El rentismo fustigado por la prédica de un Alí Rodríguez  no ha pasado a la práctica, que podríamos llamar praxis por alagar al funcionario. Obviando por un momento el tema del modelo económico, cuyos desaciertos saltan a la vista, el tema del trabajo y la productividad son tareas pendientes.

El desacierto no puede ser mayor ¿quiénes de los tantos redimidos pobres, según el socialismo del siglo XXI, son mínimamente autónomos o, para evitar individualismos, dan su aporte a la revolución de una sociedad mejor? Vuelvo y repito que estos términos lucen anacrónicos, pero los utilizo para evidenciar el abismo existente en prédica y logros de quienes se adosan el gorro del hombre nuevo.

Si la necesidad de personas y organizaciones que sean capaces de ofrecer bienes y servicios que estamos importando (la serpiente de la revolución se mordió la cola, cuando alimentó el capitalismo foráneo para matar de inanición al nacional) es perentoria, la creación de reglas claras, estables y realistas donde hoy lucen limbos jurídicos de prosopopéyica jerga ideológica no lo es menos. Poco saben de historia los que apelan al siglo XIX en busca de identidad y de canteras mentales. Bien sabrían que a mediados de dicho siglo, pretendiendo levantar al país de la debacle en que lo dejó la gesta independentista, distintas recetas se quisieron aplicar. Luce curioso que se renunciara a una obvia, cuya práctica no contaba con el correspondiente marco jurídico, que fue una ley que regulara los préstamos. El purismo (¿prurismo?) de entonces catalogaba de usurero un intento de ese tipo. El resultado fue, simplemente, que los préstamos, y los préstamos sobre préstamos, se hicieron sin regulación alguna ¿A dónde desembocó todo? A una grosera pérdida de tierras de manos de quienes buscaban ponerlas a producir, a atraso y miseria. Tanto cacareo reivindicativo, de reforma agraria y de devolver tierras a quienes las perdieron (¿es viable, procesalmente?) y no se ha aprendido algo tan básico y fulminante como que, si no se reglamenta sobre lo necesario, en función del trabajo y productividad de la sociedad en general y, por lo tanto, con el concurso de los privados, las reglas ocultas de mercados negros y afines se apoderarán del escenario… si queda algo que intercambiar.


La fatalidad no existe. Solo la pasividad de ciudadanos sin conciencia nacional y sin sentido de la urgencia.

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