VENEZUELA EN EL PUNTO DE INFLEXIÓN



Alfonso Maldonado

Uno “admira” la capacidad suicida del estamento político de los últimos años. Si bien tuvieron antecedentes, superaron a los maestros. No se han dado cuenta que pretenden hacer un hervido con las plumas de la gallina, que de joven fue la de los huevos de oro.

Pues sí, puede que a mediano plazo se recuperen los precios petroleros. Queda la pregunta si el mundo habrá podido migrar a otras fuentes de energía, más económicas y amigables con el ambiente. Lo cierto es que nos agarró desprevenidos, con los pantalones debajo de las rodillas. La PDVSA de años 80 y 90 sí planteó una estrategia anticíclica, cuando compró refinerías en Estados Unidos, Citgo, y Europa, VEBA Oel AG, y cadenas de distribución para colocar sus productos directamente al consumidor final. Por supuesto, que todo eso se ha ido desmantelando, no porque se entendiese que ese no era el rumbo, sino porque, sencillamente, no se entendió ni se tuvo la capacidad de entender. No es la primera vez en la historia patria. “Ídolos rotos” lo ilustra, sin ser solo un ejemplo de ficción.

El problema es que, sea que los precios de petróleo se recuperen lento, no se recuperen o el petróleo sea desplazado, no tenemos a mano grandes alternativas. No solo porque se despilfarró sus posibilidades sino porque, aún teniéndolas, puede que no generen lo que generó el oro negro. Más en el mar de las políticas erráticas. Sea que se le eche mano al hierro, al oro, a los diamantes… ¿pueden ser la alternativa seguir apuntalar la economía venezolana sobre los “commodities”? Si se acude al sector agrario ¿pueden serlo la caña, el café, el cacao, el arroz? ¿O el parque industrial, como el atunero de otros tiempos? ¿Pueden generar el mismo nivel de ingreso? ¿Pueden sufragar los gastos de un estilo de vida suntuoso, como el que se pretendió vivir en los 70 o la primera década del tercer milenio? En el mejor de los casos, algo haría junto con el petróleo, lo cual no significa que sea despreciable su participación, si el petróleo se ausentase. Internamente puede servir y externamente ayudar. Pero quizás no para mantener cierto nivel de gasto que, por otro lado, puede ser superfluo e innecesario.

El sector turismo es la perla que se ha puesto en la vitrina cuando se ha mantenido la santamaría echada. Ofrece un rostro curioso, porque lo que requiere es algo de belleza natural, simpatía de parte de la gente y algo de imaginación para que el turista la pase bien y desee volver. Por supuesto, crear y mantener una infraestructura. Todo eso se tiene, pero en un contexto desmantelado. Y conviviendo con unos niveles de inseguridad tan altos, que espantaría a todo aquel que no roce diagnósticos de sociopatía. Si la guerra ofreciera algún atractivo turístico para ciertas personas, esas pudiesen pernoctar en esta pobre querida patria. Para todos los demás, lo aventurero se diferencia de lo temerario y, si las ofertas son tentadoras para foráneos, es porque algo no está andando bien. Esa advertencia sirve desde para comprar un kilo de tomate hasta para las vacaciones en paraísos exóticos.

Por supuesto que, si se analizaran las cosas desde las ventajas comparativas, muchas pudiese tener Venezuela. Solo la mano de obra barata, baratísima, es una muestra. Pero las reglas para permitir el establecimiento de industrias por inversión extranjera son otras. La mano de obra debe ser barata y calificada. No se debería seguir el ejemplo chino, que roza con el esclavismo. Pero dicha inversión debe ser genuinamente apreciada y no descalificada. La gente invierte para hacer negocios. Y si no quieren hacer negocios no invierten sino donan, si acaso, su dinero a fundaciones y Ong´s. Aunque la gente particular que dona, es porque hace negocios o trabaja para alguien que los hace. Unas reglas claras corrigen excesos, no criminalizan la inversión. Y eso significa crear incentivos y facilidades que, por supuesto, no vayan en detrimento del país.

Una industria se ubica en un punto geográfico que ofrezca ventajas. Puede que el caso de Japón sea que toda la materia prima la importan y ellos se dedican a procesarla. Pero en otros casos se supone que están donde se ubica la fábrica. No así, por ejemplo, la tecnología u otros materiales que pueden ser de importación. La independencia tecnológica no se consigue haciendo cadenas de televisión.

Y si se refiere a dejar la riqueza que se genera en Venezuela, la cosa es simple de decir, pero complicada de hacer. Porque tiene que ver con la confianza. Si yo confío en el bolívar como unidad monetaria canjeable por bienes y servicios, sea dentro o fuera del país, la gente no va a estar corriendo para convertirla en divisa extranjera. Al igual que si la gente siente seguridad para tener sus cuentas en dólares en esta Tierra de Gracia, le es más práctico que buscarse un banco en el extranjero. Como dije, es simple de decir, pero complicada de hacer, porque la confianza es un bien intangible que, una vez devaluado, cuesta recuperar.

Todo esto para argumentar, sencillamente, que el nivel de gasto, como país, es difícil de mantener. Todo lo que se pueda producir en Venezuela es una cataplasma para contener la hemorragia económica que sufrimos. Nada más pensar en el parque automotor, que necesita cantidad de piezas importadas para no detenerse… ¿y se detuviera?

Pero supongamos, por sentido común, que el futuro de Venezuela es mucho mejor que el presente pero lejanamente parecido a los periodos de despilfarro vivido ¿qué gastos se van a conservar y cuáles se van a eliminar, considerando en nuestra hipótesis una administración transparente? Ni alimentos ni medicinas se pueden eliminar, que algunos habrá que importar, otros que producir y quién sabe si alguno de ellos subvencionar. El campo habría que cuidar. Lo estratégico que redefinir. Y la iniciativa privada que incentivar ¿o no podemos proyectar por fuera de nuestras fronteras el talento nacional, en señales de televisión que lleguen a todo el continente? El gasto, en general, sería más racional, adecuado a nuestra capacidad de generar riqueza. Se valoraría el aporte tanto de entes públicos como privados, así como de particulares, sin necesidad de leyes amordazantes.

Más hay un detalle que está en el origen intencional de este escrito. Toda la estructura social y legal de este país está montado sobre un modelo rentista petrolero. Todas las relaciones, bien o mal concebidas, se establecen tomando como premisa la abundancia. Todo la “progresividad de los derechos” se basa en que haya recursos para todo, de ahí la hipertrofia del Estado y su voracidad para no compartir espacios. Folletos de formación del Centro Gumillas o el argumento que está a la base del libro “El caso Venezuela: una ilusión de armonía” señalan la mengua en la capacidad negociadora de sectores en conflicto, puesto que a punta de “realazo” se conseguía contentar a todos. Pero ¿y si no hay real? ¿cómo congeniamos? Con lo que podemos coincidir con Marx en que los medios de producción determinan las relaciones sociales (y reconocimiento y valoración social). Por ejemplo, si no hay dinero ¿cómo se va a satisfacer los cesta-tickets de los jubilados y pensionados? O si no hay con qué traer medicamentos ¿de qué sirve una ley que busca paliar las angustias de los enfermos? La progresión en la satisfacción de las necesidades y la exigencia de reconocimiento de los derechos tiene que ver con los avances internos que tenga una sociedad. No es muy complicado considerar que, en caso que se pudiesen realizar los cultivos urbanos, si falla el agua, tampoco hay cosecha. Lo económico está a la base de las aspiraciones por vivir mejor como sociedad.

Así que una de las posibilidades es que Venezuela no vaya a recuperarse sino que vaya a cambiar. Lo que hace que todas las relaciones y reglas de juego puedan y, quizás, deban cambiar. No se puede vivir al estilo de un país petrolero si ya no hay petróleo o no lo hay con el m’usculo suficiente de comercialización. Situación muy distinta de otras economías que, por ejemplo, se basan en un parque industrial vigoroso y variadísimo, que buscan mantener y cumplir en el tiempo con las correcciones debidas y las muertes inevitables de alguna de ellas por bancarrota. Ahí se puede hablar de progresión en los derechos, porque hay con qué. El problema de ciertas reducciones de la jornada laboral, como en Francia en el 2008, tuvo que ver cuando cambiaron las variables que permitían cierta estabilidad y prosperidad.


En caso que Venezuela dejase de tener el ingreso ostentoso y grosero de otros tiempos, hay que preguntarse, sin prestar atención a los visionarios que prometen futuros sin raíces ni presente, cuál nuevo pacto o contrato social debe realizarse. Es decir, dejar a un lado lo que se quisiera por lo que es posible y factible de realizar. Y para ello no basta tener conciencia de los intereses de clase sino el lugar del bien común, de ponerse en las alpargatas del otro y apostar por lo que sea viable. Para ello hay que tener en cuenta que lo único no negociable no son los privilegios o derechos alcanzados en contextos irrepetibles, sino los valores y derechos fundamentales, que si se renunciase a ellos, estaríamos dándole vida a un engendro social que nos devoraría, cual Saturno, a todos. De una economía y sociedad perdurables en el tiempo, sin estos brincos extremos, se puede construir de manera robusta las relaciones sociales donde la justicia tenga sitio y la progresión en los derechos no sean una entelequia. 

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