LA ESTRATEGIA DE LA CONSTITUYENTE: ¿CUÁL CONSTITUCIÓN? ¿CUÁL PAÍS?
Alfonso Maldonado, sacerdote
Una de las
convicciones que existen de manera indubitable en mí es esta: no sabemos en qué
país queremos vivir. Sabemos, eso sí, en cuál no queremos vivir. Así que el
tema de la Constituyente crea mucho ruido en mí. Más cuando hay cierto consenso
en la bondad que todavía conserva la actual Constitución y que el tema de la
Constituyente es una herramienta política para renovar los poderes públicos.
Pienso que
en estos momentos tal planteamiento puede ser muy peligroso, si antes no ha
madurado una reflexión en todos los estratos de la sociedad que coincida en un
fundamento común. Esto hace que pueda haber debates muy técnicos, sin que ello
signifique que sean aéreos, sin realismo o trascendencia. Pero que deben ser
también debatidos y comprendidos por el resto de la población, recogiendo sus
inquietudes y propuestas, por aquello que advertía el papa Francisco en
Paraguay a quienes hablan en nombre del pueblo, pero nunca con el pueblo: “como
decía aquel agudo crítico de la ideología cuando le dijeron pero esta gente
tiene buena voluntad y quieren hacer cosas con el pueblo, todo por el pueblo
pero nada con el pueblo, esas son las ideologías” (Encuentro con los representantes de la sociedad civil de Paraguay en
el Estadio León Condou, 11 de Julio de 2015) . Por lo que resulta
complicado y manipulable, si no se hace para lo que debería ser una
Constituyente, que es elaborar una Constitución. Que facciones de un lado u
otro pretendan apropiarse del texto para propio beneficio, es un riesgo
demasiado alto. O que la escogencia de los constitucionalistas sea amañada o
cuente con tácticas muy publicitarias legítimas pero poco serias, como la del
“Kino Chávez”. Por lo que el debate es necesario, aunque riesgoso, si se llega
a optar por destrancar el juego con tal recurso.
De antemano
quiero dejar claro que parto de un principio que considero que es innegociable:
el primado de la persona en la sociedad. Forma parte de mi convicción como
cristiano. Para los menos cautos, persona significa no solo sujeto de derechos
sino, desde los aportes de la filosofía contemporánea y la doctrina social de
la Iglesia, un ser con capacidad de relación y crecimiento, dotado de
racionalidad y libertad para decidir su destino y de autorrealizarse (volver
realidad sus aspiraciones, su proyecto de vida, en fidelidad a su propia
naturaleza relacional y creatural, que solo se somete a Dios, cuando se es
creyente, y a nadie más, sin que merme su dignidad). Dentro de esta reflexión
cabe destacar el valor del amor, desde la perspectiva más recia y menos
sentimentalista. Esto hace que se le reconozca interioridad, consciencia y
responsabilidad, lo que le dota con valor de individuo pero sin individualismos
(como en ciertos capitalismos tildados de salvajes). Y que cuente con una
apertura hacia el otro o los otros, que tiene que ver con su dimensión social,
sin que se pierda en la totalidad al modo de una tuerca dentro del engranaje industrial
del mecanismo colectivista (como el comunismo). El respeto por la libertad individual,
al estar dotado de moralidad, no elude la responsabilidad moral, que hace que
se actúe como persona (ser-en-relación). El primado del respeto al individuo
con el compromiso moral que este tiene hacia el otro, que hace de él un ser
social, debe primar sobre la reglamentación excesiva y meticulosa. El Estado no
puede suplantar la libertad individual y el individuo no puede renunciar a sus
obligaciones morales y legales hacia la sociedad.
Teniendo en
cuenta este par de consideraciones, me atrevo a decir, sencillamente, que no tenemos
idea de hacia dónde hay que caminar. De antemano impera una mentalidad populista
que nos inclina a experimentos socialistas en los cuales el Estado suplanta al
individuo, a la familia y a la iniciativa privada. El socialismo, en su momento
(primera década del siglo XX) tenía suficientes ínfulas intelectuales que
seducían a los bienpensantes. Pero repetir sus eslóganes y errores como si no
hubiese pasado el tiempo es, para parafrasear al presidente Felipe González,
socialista para más señas, de renunciar a un elemento propio del socialismo
como corriente de pensamiento: la dialéctica. Si bien para Marx el fin de la
historia deviene cuando se establezca el paraíso comunista, en el entretiempo
la dialéctica de la historia y el mundo material condiciona el discurso y
pensamiento (la superestructura). Por salvar la reputación intelectual de alguien
como Lenin, sin hacer consideraciones meticulosas, para él el socialista no
tenía miedo de confrontarse con la realidad y corregir su percepción. Naturalmente
que él consideraba que la realidad que estudia la física y la química era tan
dialéctica como la historia, en el estilo marxista. Distinta consideración me
causa Mao Tse Tung, cuyo “Libro Rojo” me parece una manera grandilocuente de
decir sandeces, como cuando se refiere a la apertura hacia quien piensa distinto,
pues está equivocado y, desde esta presunción de superioridad, es posible
demostrarle su error sin que pueda sentirse interpelado. Si Lenin hizo ciertas
correcciones de propiedad privada para apuntalar la decadente economía
soviética de los primeros años, por realismo, Mao acorraló y mandó a una
perdida provincia china a Deng Xiaoping, el mismo que colocó las bases del
despegue de China una vez que el fundador de la República Popular pasaba a la
historia yaciendo en su gélido mausoleo.
En Venezuela
llegó el marxismo (comunismo) sin muchas letras, me parece. Más producto de
propagandas y lecturas amañadas de la historia (elevar a Ezequiel Zamora a prócer
anticipado del panteón de los socialismos) que de sesudas reflexiones
acompañadas de praxis. Por supuesto que la “planta insolente del extranjero”,
en este caso el gringo, había horadado el suelo latinoamericano con sus
multinacionales. No me refiero a la legítima inversión extranjera sino a la
inescrupulosa extracción de materias primas con la anuencia de élites políticas
y militares. O sea, el escenario estaba servido no solo para “guerras frías”
sino para darle tintes de veracidad a los postulados del barbado teutón.
Como fuera,
la Venezuela de Gómez, que comenzaba a ser petrolera, tenía una percepción del
problema económico mucho más simplista de lo que será. Un pequeño país, rural
en su mayoría, dependiente del café, conseguía abrir sus fronteras a compañías
que contaban con el know-how necesario para un jugoso negocio: lo que se
necesitaba era favorecer a alguna persona del régimen con una nada despreciable
comisión (lo que era común y no ilegal), para explorar y explotar los recursos
que se consiguiesen. Igual también las arcas del Estado se verían beneficiadas
por dineros que, en caso distinto, nunca hubiesen aparecido.
El Estado
rentista, que en sus inicios tenía irrefutables argumentos para actuar con esta
lógica económica, dio paso a transformaciones que desembocarían en el
Petroestado en que estamos chapoteando: monoproductor, monoexportador e
hipertrofiado. Un Estado que no depende del trabajo de sus ciudadanos sino de
la rentabilidad de la única industria capaz de mantenerse en pie. Que hace que
se perciba su tarea como la sencilla redistribución de la riqueza, más que la
generación de la misma. Si se era ricos, como que no tenía mucho sentido
aspirar a ser lo que ya se era. Por supuesto que no hay que comprometer muchas
neuronas para saltar de premisa en premisa para completar el silogismo. Y si se
trata de distribuir la riqueza de una sola industria, más que un Estado Social
lo que le corresponde es un Estado Socialista, en el que el populismo
encopetado se viste de penachos
reivindicativos.
Puesto que
quienes debieron tomar el poder en nombre de la Revolución, con pretextos
justicieros, lo hicieron con la mentalidad del bucanero, no se les ocurrió
tomarse en serio, ni para ellos mismos, el papel que le daba Marx al trabajo. Y modelaje
es modelaje. Unos se benefician del botín petrolero desde el poder, argumentando
la responsabilidad histórica de conducir la gesta proletaria, y otros lo hacen
como la contrafigura, condenados a creerse la propia incapacidad como para
labrarse un futuro mejor. Unos y otros se necesitan simbióticamente y
simbólicamente.
Un proceso
constituyente puede reafirmar la fatalidad de este camino. Pues, como siempre,
hay quienes consideran que no es que el motor esté fundido, sino que el chofer
es inexperto. Profundizar la Revolución, para estos tales, equivale desde un
renovar los cuadros dirigentes hasta un extremar los dislates de la receta.
Peligro muy real en cuanto a que la gente piensa en categorías simbólicas y
afectivas, sin el análisis crítico que convendría. El presidente Chávez sigue
siendo un gran referente. Pasará un tiempo antes que se reconozca a este empático
encantador de masas (gran comunicador) como el causante de buena parte de los
males presentes. Esto sin pretender duelos afectivos cuando se pase de creerse equivocados
por las buenas intenciones mesiánicas del protohombre a caer en cuenta lo burdo
del engaño.
Mas la tentación
de quienes representan alternativa no es menor. No por representar un giro
inmediato a los acontecimientos. Barrer al contrario puede dar una peligrosa
libertad de acción que beneficie las particularidades. Y si el cansancio
generado o la desconfianza mutua, fruto de la fractura social, no se supera,
puede montarse un inequívoco individualismo que busque superación sobre los
lomos del prójimo. La fatalidad de un seudo-realismo que considere predeterminada
la riqueza de unos y la pobreza de otros, sin más pataleos que la estoica
resignación. Implicaría dotar de carta de ciudadanía a la desesperanza, la
desmovilidad social y fosilizar a una insultante y abismal brecha social que,
si se sacude, es para agigantarse.
Una nueva
Constitución debe estructurar una sociedad donde la iniciativa privada no esté
anatematizada. Donde los derechos vinculados a una progresividad no quimérica
consigan engranar con la satisfacción de los deberes cumplidos, que nos hace
ciudadanos. Donde la sociedad civil consiga organizarse y tener la cautela de
supervisar al Estado, sin esperar que el Estado legitime estas iniciativas con
el “placet” de que algunos puedan hacer, porque él lo permite, una “contraloría
social”. Donde el Estado no esté hipertrofiado, tenga tareas bien concretas,
las instituciones funcionen y las cumpla con el celo anhelado para las causas
más nobles. Donde la conciencia no esté divorciada de la razón, la libertad y
la responsabilidad, y exista el espacio para ejercerla. Donde la familia no sea
suplantada. Donde la protección a la familia tenga que ver más con el marco
legal y las condiciones socioeconómicas que con la intromisión del Estado en
asuntos que normalmente no le competen. Una nueva Constitución, sin mucha
alharaca, debe recordar que Venezuela es de los venezolanos mucho antes de que
se pusiese por escrito en la Constitución misma. Y que la subsidiaridad del
Estado y la solidaridad social sean la argamasa que una a los venezolanos, les
conceda envidiable cohesión.
Si una
Constitución post-petrolera tiene rasgos parecidos a estos, bien valdrá la pena
que se discuta cuando exista la madurez para hacerlo.
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