DOGMA, CREATIVIDAD Y FÚTBOL



“Quia inter
creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari
quin inter eos maior sit
dissimilitudo notanda”
(Entre el Creador y la criatura no se puede afirmar semejanza alguna,
sin afirmar que entre uno y otra es más grande todavía la desemejanza)
Concilio Lateranense IV, 1215

            El dogma está hecho para pisarlo. No para patearlo.

            Admito que la expresión suena disonante pero no pretende ser irreverente.

            Uno de los grandes logros de la antigüedad cristiana consistió, justamente, en la invención de las formas literarias para expresar la ortodoxia de la fe: los dogmas. Tales formas literarias se formaron tras años de discusiones y reflexiones, “acurando” el lenguaje hasta dotarlo de un sentido cristiano distinguible de los usos profanos. De esta forma se podía verter en estructuras lingüísticas las conclusiones de fe de manera satisfactoria. Esto tenía utilidad práctica para las celebraciones litúrgicas, como el bautismo, así como señalar los aspectos vinculantes para la fe de los creyentes o indicar el error o las diferencias con aseveraciones de grupos heterodoxos o heréticos. Las consecuencias jurídicas, como el apartarse de la comunidad cristiana, no eran discrecionales sino que contaban con normas referenciales.

            Por supuesto que detrás de la expresión escrita hay otros fundamentos previos. Está la Revelación (Escritura y Tradición), la presencia misteriosa de Cristo en su Iglesia, la inspiración del Espíritu Santo y el tema de la sucesión apostólica. No puede valorarse como el resultado de luchas intestinas o especulaciones humanas. Al menos no para el creyente. La misma autoridad eclesiástica se vio perseguida y acorralada por el Emperador cristiano, cuando este quería despojar dogmáticamente a Cristo de su divinidad por razones políticas: en el cielo no había un triunvirato (que tantas guerras y reyertas había causado en tiempos de César) sino un único Dios, que es el Padre-emperador de todo. Las razones teológicas justificaban el modelo político del Imperio: no una Trinidad sino un Dios-Padre eterno sin que el Hijo y el Espíritu puedan estar a nivel suyo. Los obispos resistieron por unos 56 años, entre el concilio de Nicea (325 dC) y el de Constantinopla (381 dC), para que al final prevaleciese la fe en Dios Trinidad. Por suerte los procesos históricos de años y hasta siglos evitan considerar las fórmulas dogmáticas como el resultado de la imposición autoritaria o como fruto ocasional e imprevisto de iluminaciones y revelaciones personales.

            La razón del dogma es la vivencia de la fe. Para el creyente, la realidad divina no es visible, pero sí es real. El dogma permite direccionar la vida hacia Dios. La común-unidad de la fe, liberada del error de la herejía, nutría así la confianza de la comunidad e impulsaba su vivencia. Cabe destajar que el sentido de “herejía” de los primeros siglos dista mucho de las hogueras inquisitoriales de la edad media, aunque en oportunidades algunos, como los pertenecientes a las corrientes nestorianas, tuvieron que huir de la jurisdicción romana (el emperador era el primer interesado en mantener la ortodoxia como garantía para la unidad del imperio).

            Como se ha dicho, la formulación dogmática, en símbolos o “credos” que se recitan en la Iglesia o en cánones, era, ante todo, un paso adelante en cuanto a la comprensión de la Fe revelada y sus consecuencias para la vida.

            Con el tiempo las expresiones dogmáticas, que eran y son necesarias al igual que la practicidad de sus consecuencias normativas (lo que hoy llamaríamos la parte jurídica) se cosificaron. La consecuencia fue la reverencia y sacralización de lo absurdo e incomprensible. El lenguaje quedó embutido en formas arcaicas que no era posible de desentrañar. El aspecto jurídico punible absorbió su sentido de guía para la fe. En sociedades donde lo religioso seguía justificando la organización e instituciones, la fe ocupó, también por falta de alternativas, el lugar de las ideologías. Y, al mismo tiempo, cuando la sociedad se va liberando de la estructura religiosa, como ocurre en la Revolución Francesa tras la Ilustración, y apoyándose en otros fundamentos ideológicos, el creyente se siente desplazado y relegado, considerando que la fidelidad a la Fe implica taxativamente fidelidad al “Anciene Regime”.

De nuevo, la expresión y comprensión dogmática, no desvinculada de la Revelación, permite e impulsa la vivencia de la fe. Cosificada como norma arcana, inmoviliza. De allí la necesidad de ser comprendida y meditada desde “las razones de la fe”, que no ahogan el Misterio.

Si se salva el Misterio y la comprensión de la fe, la parte normativa también es impulsada: sea la moral, la sacramental o la estrictamente jurídica. La comprensión de cuando alguien está o no en comunión con la Iglesia no era una cuestión caprichosa de las autoridades locales. O la forma o los efectos de sacramentos como el bautismo. O la experiencia de oración diferenciada del subjetivismo o alucinaciones. La norma ligada a la fe y no a la ideología imperante implicaba una liberación. El dogma no puede plantearse como una camisa de fuerza o gríngolas. Quizás gran parte del inmovilismo vivido por los cristianos, exceptuando grupos de consagrados y comprometidos, tenga que ver con esta noción errada de fidelidad.

            Uno de los logros del siglo XX ha sido la recuperación del sentido del dogma: no es lo que dice sino lo que pretende decir. Ya lo señalaba el concilio IV de Letrán. Y Rahner decía que el sentido del Dogma no estaba en lo que decía sino hacia donde apuntaba: o sea, en mirar en la dirección que indican las palabras. Y Von Balthasar lo comparaba con una ventana a través de la cual podemos mirar. Quienes tienen como oficio eclesiástico de comprender el  dogma para poder explicarlo, que son los teólogos, tienen como criterio entenderlo dentro del contexto en que fue formulado, tomando en cuenta la problemática a la que pretendía dar y el lenguaje y categorías teológicas que se usaban en ese momento. Lo que permite inferir que, en teoría, pueden aparecer otras formas de decir lo mismo, aunque en oportunidades se siga manteniendo como vinculante la fórmula original. Así que estamos ante una calle en doble sentido: vamos y venimos, para poder entender las implicaciones para la fe. Si no se puede actualizar satisfactoriamente el lenguaje, entonces se intenta comprender lo mejor posible las fórmulas antiguas y su alcance, con conciencia de lo que quisieron decir pero también de lo que faltó o no se dijo de manera satisfactoria.

            Desde aquí me permito comparar el dogma con el rayado del campo de futbol. Puede reflejar las medidas que aparece en el reglamento, pero esa no es su finalidad. Ese rayado existe para que no se viole… durante los partidos de fútbol. Todos están de acuerdo en jugar dentro del rayado y, si el balón sale, se sabe que es “pelota muerta” hasta que haya el saque lateral. El sentido del rayado no es obsequiar una obra de arte que debe preservarse en un museo con cuidadosas normas de seguridad, sino que se juegue fútbol. No impide el juego sino que lo posibilita.

El juego quiere indicar la fe dentro de las situaciones históricas que toca vivir. Volvamos con el juego del fútbol. Si una persona es advenediza en el fútbol, las reglas pueden parecerle contradictorias y confusas. Pero si es una persona que juega fútbol desde su mocedad, tiene asumidas las normas y las cumple inconscientemente. También con la fe. En la medida en que se vivencia dentro de la familia y la comunidad eclesial, se siente como algo natural seguir las reglas: respetar el rayado del dogma y pretender vivir el juego de la fe, que es el Evangelio. Como el fútbol, la fe es también un juego colectivo. Compartir la pelota dentro del rayado para lograr las mejores jugadas, jugando con buena técnica y de acuerdo al Reglamento, permiten conseguir los mejores resultados. Y esto no coarta la libertad.

Esta facilidad para desenvolvernos en la Fe es lo que podemos llamar espiritualidad. Por la espiritualidad Evangelio (reglamento) y Dogmas (rayado) están incorporados a lo que somos y nos gusta hacer. Rendir en la cancha es también un asunto de buena oxigenación: dejarse penetrar por el Espíritu, que tiene como símbolo bíblico el aire con su contraparte, la respiración (inspirar-expirar). Las consecuencias morales de la Fe provienen de este “pulmón” (o “pulmones”, para recordar a Juan Pablo II hablando de la Iglesia Oriental y la Occidental). No se vive de manera pesada, por coacción,  sino con alegría, pues se entiende que la espiritualidad es vida teologal con consecuencias prácticas (moral).

            Pero el Evangelio nos urge a que demos lo mejor de nosotros en el partido de la vida. La referencia no es la autocomplacencia, sino la historia. El aquí y ahora. El equipo contrario no es la humanidad ni las otras religiones, sino todo aquello que degrada y contradice el proyecto de Dios, que es de Misericordia.

            Visto así el dogma es para pisarlo y patearlo (en el sentido de caminarlo con fuerza en todos los sentidos y velocidades). No para cocearlo. Es el rayado pero también, en ocasiones el engramado en que nos apoyamos.


            Si lo pisamos, si ponemos los pies en él, alcanzaremos las estrellas. Decir que el dogma es fundamental implica afirmar que está debajo de nosotros para fundamentar (darle fundamento, como un edificio), para elevarnos al cielo. Si decimos que es algo básico, es porque está a la base y las bases siempre quedan debajo, nunca alrededor como las camisas de fuerza, para darle firmeza al edificio. El dogma da el piso seguro y no la inestabilidad de confusos criterios que alimentan la sensación en el vacío.



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