UNA COMIDA INCÓMODA (LC 7,36-50)


Una comida incómoda. Por lo menos eso debió ser para el anfitrión.

Un fariseo invita a Jesús a comer. Un gesto de riesgo cuando ya el antagonismo entre Jesús y los fariseos se estaba haciendo evidente al menos desde el capítulo 5. En el mismo capítulo 7, al referirse a la actitud de los fariseos y legistas con respecto a Juan el Bautista, Jesús dice, de manera tremenda, que “al no aceptar su bautismo, frustraron el plan que Dios tenía para ellos” (Lc. 7,30). Y a continuación juzga a su generación (cf. Lc 7,31-35).

El anfitrión tiene el nombre de Simón, que en otro evangelio apodan como “el leproso”. Alguna enfermedad cutánea debió haber padecido, que había podido ser calificado con imprecisión como lepra.

El hecho de sentarse a comer (o mejor dicho, acostarse a comer al uso romano), era un gesto de deferencia para aquella sociedad. Significaba admitir a alguien en la intimidad de la familia. De allí lo significativo que sea el que la Eucaristía haya sido una “última cena”.

Pero para nosotros el término “fariseo” es sinónimo de “hipócrita”. Cosa errada. El grupo de los fariseos eran personas celosas en todo lo referente a la religión. Celosas y cumplidoras. En efecto, por sus prácticas, diferenciadas de las del pueblo, hacía que se considerasen como los “puros”, “separados”.

Con esto podemos entender el segundo gran choque. Una mujer entra en la escena. Se dice que era una pecadora conocida. Si bien no se especifica, hay un elemento que pasa desapercibido: tiene el cabello suelto. Es decir, exhibe su pelo, está a la vista, es accesible para la vista de cualquier hombre. Para la mujer judía el cabello está ligado al recato: su atractivo solo puede exhibirse ante su marido dentro de la casa. Esta lo lleva de manera pública, quizás pudiendo interpretarse como insinuante ¿se tratará acaso de una prostituta? No lo sabemos con certeza. Sabemos que tampoco mantiene la distancia requerida socialmente: entra en contacto con los pies del Maestro. Esta acción, dejarse tocar, conlleva para Jesús varios problemas: además de entrar en contacto con una mujer extraña (ni en el caso que Jesús se hubiese casado podía entretenerse con su esposa en público, según las normas de la época)[i] , cosa no permitida, al tratarse de una pecadora pública le hacía contraer impureza legal. Por tanto debía mantenerse al margen de la comunidad, sin participar en el culto, hasta que cumplir con los rituales de purificación, que duraban 7 días. Esto explica la reacción del fariseo: “Si este fuese un profeta, sabría que quien le está tocando es una pecadora”.

El conflicto no es solo de tipo religioso. Es de tipo social, moral e ideológico. El fariseo no sentía ninguna obligación ante alguien que era mujer (la mujer no era sujeto de derechos en el judaísmo de entonces), que pertenecía al pueblo llano (ignorante de las obligaciones religiosas de todo buen judío y, por lo tanto, trasgresor) y pecadora (¿prostituta?). Desde su punto de vista estaba más que justificada esta actitud. Estaba de por medio una serie de principios y valores que consideraba no negociables. La otra persona no merecía consideración al no mantener la fiel observancia a la Ley de Dios revelada a Moisés.

¿Qué hace Jesús? Jesús se vuelve hacia Simón y le plantea un enigma, según el estilo de enseñanza oriental: una parábola-adivinanza que debe completar el sentido final su anfitrión. “Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?” (Lc.7,40s). El fariseo introduce su respuesta con evidente desdén: “Supongo que aquel a quien perdonó más”.

Jesús asiente. Y comienza a comparar el comportamiento de él y el de la mujer. Él, que ha reconocido a Jesús como alguien especial (se dirige a Él llamándolo “Maestro” y se ha preguntado internamente sobre su profetismo), ha fallado a las normas orientales de cortesía: no le ha dado agua conque quitarse de los pies el polvo del camino, no le ha dado el beso de recibimiento que debían darse para esta ocasión y no ha ungido el pelo con aceite, que puede que sirviera para amortiguar las inclemencias de las jornadas bajo el sol y el calor del Cercano Oriente. Y eso que el fariseo había insistido en que Jesús aceptase la invitación a la comida (“le rogó que comiera con él”, v. 36).

La mujer, en cambio, le ha prodigado besos, ha bañado con lágrimas sus pies y con un aceitoso perfume (alabastro) ha ungido a Jesús. Todo desde una sincera conciencia de pecado, que no valora el fariseo, y una arrojada decisión, que fue llegarse hasta la casa del fariseo.

Por un lado Jesús ha ratificado su condición de profeta, que Simón, el fariseo, había puesto en duda. Este cree que no conoce quién es la mujer, por lo que duda de su profetismo, pero Jesús demuestra que sí sabe quién es el fariseo. El Maestro da muestras de un delicado sentido de observación, para poner al descubierto al fariseo, sin humillarlo. Pero, por el enigma sobre el prestamista que propone, está sutilmente afirmando la condición de pecador del fariseo, que él no alcanza a ver ni reconocer.

Por tanto, por un lado, hay una situación espiritual: la mujer cree en Jesús, se arriesga y recibe el perdón como justificación, pacificación y nueva oportunidad. El fariseo se arriesga a invitar a Jesús a comer, quizás por el impacto que el predicador de Nazaret estaba causando por los alrededores, quizás, como persona religiosa, para poder escuchar enigmas y enseñanzas de este Maestro, pero mantiene una prudente distancia, cosa socialmente muy conveniente para él. La Misericordia, ofrecida a ambos, llega de distinta forma: al fariseo, mostrándole su situación para que pueda crear conciencia de la oferta del perdón; en la mujer, como perdón que justifica y da la paz, pese al escándalo de muchos que no entienden cómo un simple hombre, como consideraban a Jesús, podía arrogarse la potestad de perdonar pecados.

Por otro lado, tanto la soberbia del fariseo como el pecado de la mujer han roto la comunión entre ellos y afectado a la sociedad. El fariseo esgrime valores ciertos: por celo religioso no puede estar de acuerdo con el proceder en la vida de la mujer. No es relativista moralmente. Pero su sentido de celo es legalista e inflexible, y esto no le permite ver la transmutación que se está operando en la mujer. Está tan pendiente de su pasado que se olvida de este presente que anuncia otro futuro. No se da cuenta de que, ante el arrepentimiento, él, que también es pecador (el apodo “el leproso” hace alusión a algún tipo de enfermedad, que entonces la gente suponía ligada a algún pecado diferente de la causa misma de la enfermedad), está llamado a ceder para superar las barreras y distancias. No se da cuenta de lo nuevo que está por venir, en el trato tan distinto que tiene Jesús no solo con las pecadoras sino con las mujeres en general. La remoción del pecado es la posibilidad de una nueva convivencia como Pueblo de Dios. Y es una manera de glorificar a Dios y cumplir su Voluntad.

Hoy en día también la mesa común entre los venezolanos está despedazada. No solo por falta de pan o comida sino por falta de fraternidad y solidaridad. Unos a otros pueden recriminarse errores y pecados del pasado, con la gravedad que unos y otros tendrán, hasta cierto punto, razón. La prosperidad de unos se construyó sobre la indiferencia hacia los otros; la reivindicación de los otros quiso levantarse atizando las banderas del revanchismo. Se pretendió alcanzar el paraíso asaltando el poder e imponiéndose sobre los demás, en nombre de los marginados, cuando el paraíso no se alcanza sino que se construye, se trabaja, se suda. Y es que en esta tierra el paraíso no existe, por lo que se debe crear. Y creándolo, nos vamos creando y recreando a nosotros mismos, haciéndonos, con la gracia de Dios.

Pero un paraíso sin Dios es una patraña. Cualquier deseo de prosperidad puede tener algo de paradisíaco si Yahveh  construye la casa… si Yahveh guarda la ciudad, como dice el salmo 127. Tiene de paradisíaco si se vive la lógica del amor, que prevalecerá luego por toda la eternidad. De manera que la regla para medir, el patrón para actuar, se llama Jesús. Es Él quien nos recuerda que todos hemos pecado. Es Él quien nos dice que todos somos hermanos. Es Él quien nos invita a hacer conciencia de nuestros pecados. Es Él quien nos señala a nuestro prójimo en su fragilidad y en sus deseos de superación. Es Él quien nos dice que la misericordia consiste en abrir puertas y caminos, lanzar puentes y dar oportunidades. Es Él quien es el camino que conduce al Padre, pero que también es quien nos concede el Espíritu Santo, que nos hace hijos y hermanos.

Vivimos un momento muy difícil. Puede que sintamos trabas enormes, no solo desde el punto de vista de la política y economía, sino en la convivencia. Pero Dios no es una entelequia. Es una realidad no visible, pero real, como para nosotros no es visible el aire, los rayos ultravioletas, los infrarrojos, la electricidad, los microorganismos… no los vemos, pero son reales. Y la fuerza de lo Alto, que se llama Espíritu Santo, es quien nos convoca y nos conviene invocar sin desfallecer. Él conseguirá que superemos lo que para los hombres es imposible de superar. Porque la Misericordia de Dios se manifiesta en que hace todas las cosas nuevas…

También Jesús quiere decirnos “tu fe te ha salvado, vete en paz”.

            Lucas resalta, en los versículos siguientes (cf. Lc. 8,1-3), que Jesús anunciaba el Reino, que iban los Doce y algunas mujeres. Lucas se detiene a nombrarlas. Jesús se arriesga por ellas. Ellas se arriesgan por Jesús. Tener fe es también asumir riesgos y salirse del convencionalismo. Y esto es cierto también para los varones.

Dice el profeta Isaías: “Pues bien, voy a hacer algo nuevo, ya está en marcha ¿no lo reconocéis? Sí, abriré en el desierto un camino, alumbraré ríos en el páramo” (Is. 43,18ss).

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[i] Joachin JEREMIAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, p. 372.

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