¿ÉRAMOS FELICES Y NO LO SABÍAMOS? OBSERVACIONES SOBRE INTERVENCIÓN DEL SR. LEOPOLDO LÓPEZ GIL EN LA SEDE DE HAZTE OÍR EN MADRID




En estos días tuve la ocasión de ver en diferido la intervención del Sr. Leopoldo López Gil en la sede de Hazte Oir, en Madrid, además de leer el reportaje de Javier Torres en Actuall. Siempre resulta aleccionador que los venezolanos de la diáspora se sigan moviendo en favor del país, además de la situación por la que atraviesa su hijo, Leopoldo, y su familia. Demás está decir que me solidarizo con ellos, no principalmente por su causa que ya es significativa pero que se presta a distintas valoraciones, sino porque todo el procedimiento en su contra ha sido arbitral, lo que lo pone, a Leopoldo hijo, en la condición de preso de conciencia o preso político. Además de la deslegitimación del mismo gobierno de Maduro cuando avala todos estos procedimientos y pone en movimiento toda una maquinaria propagandística vejatoria.

Sin embargo, disto de considerar cierta la frase "éramos felices y no los sabíamos". Es una humorada que sirvió de nombre para una comedia. Y como humorada está bien, no como radiografía de la realidad. Aunque alguna gente en Venezuela lo repita, quizás porque algunos “fueron felices”. Yo no puedo hacerlo, porque en esos años "felices" yo caminaba los barrios, escuchaba a la gente y veía la tragedia que estaba en gestación. "De aquellos polvos, estos lodos". La frase pudiera ser "había infelices y no lo sabíamos". Que se puede acompañar de "éramos inconscientes y nos hicimos los locos" (despistados), casi tautalógica.

La expresión le viene bien a la clase media. La gente de a pie, de los campos y de los barrios no. Ya entonces el servicio hospitalario era crítico. Tener contactos en el hospital servía para interesar por la salud de pacientes que uno acompañaba como “cura de barrio”. La gente compraba (y tenía con qué, en algunos casos; en otros los vecinos y la gente del barrio reunía o hacía eventos) los insumos que carecían los centros de salud y que se necesitaban para alguna operación. Tener un amigo o un médico católico ayudaba cuando se podía remitir a la consulta privada, si era algo sencillo de corregir, y así agilizar el calvario que se vivía en los centros de salud públicos los que no gozaban de un seguro médico. Y así por el estilo.

Por entonces ya las cárceles estaban hacinadas y eran campos de muerte. No había alcanzado la “sofisticación” de hoy en día, donde se maquinan secuestros y extorsiones en esas poblaciones carcelarias supernumerarias, ni se daba el “coliseo”, jugar futbol con la cabeza de algún recluso, cuestiones acaecidas en la cárcel de Uribana (Edo. Lara al occidente de Venezuela). Los reclusos ahora están organizados con armamento de guerra y disfrutan de estruendosas fiestas y plácidas piscinas. Aunque actualmente el gobierno se jacta de haber llevado adelante una reforma penitenciara exitosa, cosa que pretende acreditar Mercosur. Pero ayer como hoy, con menos azufre pero igual de infernal, el sistema de justicia no respondía y el rezago de expedientes, con gente inocente presa y sin procesos ya se vivía. La gente con contactos y billete eludía la justicia y este laberinto judicial. Así fueron los años 90 (estaba yo recién ordenado), pero en parte también los años 80 (durante mis años de formación).

El 18 de febrero de 1983 ocurrió el "viernes negro": se devaluó de manera importante el bolívar (de 4,30 a 6 o 7,50 Bs/$). Se estableció RECADI con un dólar preferencial a esa cotización para rubros estratégicos, mientras que para el resto de los mortales se llegó a cotizar en los siguientes años a Bs. 13,55 (1984); 17,32 (1986); y 22,95 (1987) por dólar, para seguir subiendo. La clase alta asentó el golpe sin mayores traumas. La clase media de manera más paulatina se fue acomodando, sin perder su estatus quo y estilo de vida. El peso recayó en la gente sencilla, que sintió que la solidaridad social, tan bonita entre los venezolanos, era un fiasco: nadie corrió en favor nadie. De tener para comprar carros y despilfarrar dinero (reproductores de música sofisticados que no se conseguían entre la clase media española, por ejemplo, por no mencionar bebidas alcóhicas), se pasó a la evaporación de su “bienestar”. Si antes no se realizó la inversión particular en vivienda, de forma vistosa (¿esperaban que lo hiciera el Estado?), ahora menos. La esperanza de ascenso social para la gente más batalladora se iba esfumando. Las clases acomodadas siguieron contando con subsidios para ciertas empresas y fábricas (que Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato intentó remover). Las clases media y las acomodadas enviaban a sus hijos a colegios privados, asistían a clínicas privadas y, ante la inseguridad, compraban cada vez más sistemas de protección y enrejaban las viviendas. En los barrios la cosa no fue así: los hospitales eran calvarios, como se dijo; la educación pública un desastre solo apto para emplear a maestros y profesores, no educar (era mayor el presupuesto para educación superior que para media y básica, como denunciaba constantemente el P. Ugalde, sj, rector durante muchos años de la Universidad Católica Andrés Bello); y la policía y las cárceles unos antros. Proyectos de base con la gente, algunos auspiciados por la misma Iglesia, eran vistos con sospecha y cautela, no siempre apoyados o apoyados luego de presiones y maniobras (en obras de culto o dando subsidios para la educación católica, eso se mantuvo hasta que llegó al poder el comandante). La solidaridad social se rompió, porque nadie se condolía de la gente. Y la gente de abajo lo percibió perfectamente y con desesperanza. La gente percibía que cada quien buscaba su propio interés y por eso no se quemaban con la política ni por los políticos.

Quizás fue por esto que de forma curiosa fue la gente de clase media la que salió a votar en el año 1998. La decepción por los políticos, las promesas de la anti-política, la oscilación y caída de los precios petroleros se percibían como amenaza. Así que decidió castigar al mediocre establishment político de los partidos. Se votó por Chávez. No lo hizo el pueblo, menos participante en ese momento. Luego lo haría masivamente el pueblo, en ulteriores elecciones. 

Así que si me preguntan qué era mejor, si la situación actual o la década de los noventa, habría que responder que la década de los noventa. Pero ¿es ese el modelo de sociedad que aspiramos alcanzar? Para nada. Deberíamos sentir vergüenza  Porque esto que se vive en la actualidad no fue casual. Estuvimos jugando al borde del abismo con la vida de otros, hasta que todos caímos por el despeñadero. Un somero examen de conciencia nos acusaría de complicidad u omisión por tanta desgracia y muertes absurdas. Se abandonó la calle de la política, para solo discutir contratos colectivos que aspiraban a mejores tajadas salariales. Se entregó la política a los peores y a los mediocres. La gente de “bien” no quería ensuciarse las manos ni la reputación en trabajos de tan mala calaña. Las protestas se resolvían a "realazo", no por acuerdos que mejorasen la convivencia.

Es cierto que esto ha sido lo más parecido a una maldición, aunque solo se considere la polarización, frustración y confusión entre venezolanos. Que entre los que tienen la habilidad de sacar cuentas, saben que estas no cuadran para que el modelo siga adelante. Pero quienes están con el sistema, por convencimiento obcecado o por interés personal, su referencia para considerar la veracidad de una proposición es si coincide con un slogan guevarista, trokista o maoísta...

Pero esto puede transformarse en bendición: primero, para purificarnos del mal ocasionado por las culpas cometidas (por acción u omisión relacionados con pecados sociales); segundo, para recuperar la solidaridad olvidada; y tercero, este ha sido el mejor ensayo de realismo político (trágico aprendizaje para entender que no cualquier modelo es viable) y si no nos ponemos las "pilas", la era post-petrolera venezolana va a ser pa´ salir corriendo, en caída libre y sin retorno.

La tinta de la historia está a nuestro alcance. Venezuela tuvo y tiene grandes potencialidades, como bien lo recuerda el Sr. Leopoldo López Gil. El “mea culpa” no puede vivirse como “endofobia”: el auténtico examen de conciencia valora el mal cometido por el bien que se pudo hacer. Soy responsable de lo que pude, porque tenía la capacidad, haber evitado o mejorado. Ahora debemos acordar qué página de la historia es la que queremos escribir.



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