LA QUIMERA DE LOS DECRETOS DE SALARIO MÍNIMO
En efecto, conservarse en la vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso incumplirla. De aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y la posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el sueldo ganado con su trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concretamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario no debe ser en manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado.
(Rerum novarum 32)
En nuestro
país, Venezuela, se da el decreto anual (ahora semestral o trimestral) del
aumento del salario mínimo a sus trabajadores. Con ello se intenta compensar la
depreciación de la moneda y la inflación. El gobierno de turno, que en los
últimos 15 años ha sido el mismo, se encargaba del anuncio, siempre con ribetes
justicieros. Pero los anteriores también lo hacían. La ignorancia galopa con vestimenta de condottiere. Me refiero a la
ignorancia de los dirigentes, más que al desconocimiento de las masas.
Muchas leyes
parecen haberse promulgado para la Venezuela rentista y de la abundancia. Con
inflaciones interanuales de 5%. Por supuesto que una economía colgada de la
brocha del petróleo, es una economía… ¿suicida? Una vez pasado ese período o,
para decirlo en un lenguaje accesible para los marxologistas, apilado el
conglomerado cúmulo de las disparatadas contradicciones económicas, simplemente
la cosa no funciona. Y, por supuesto, nadie se da cuenta, porque el capital
privado está destinado a ser la eterna contrafigura del proletariado, en estos
guiones de opereta, que succiona la sangre de los pueblos. Guion que en el
papel le permitió ubicarse a Venezuela entre los países del mundo con mayor
protección del obrero, trágica carcajada en el mundo real. Por lo que el guion es
papel mojado.
La desbocada
inflación, el estancamiento económico y la paralización-cierre del aparato
productivo con todas las consecuencias “aguas abajo”, hace que el bienestar no
pueda decretarse… por más que se quiera emular al “aprendiz de brujo” con la coreografía
de las escobas y un espectacular fondo musical.
Si bien es
cierto que deben tomarse medidas económicas orquestadas orgánicamente, así no
las quieran llamar “paquete”, con el fin de corregir y rediseñarse la política
económica; que debe haber una cauta intervención de ingeniería social que
destrabe la situación, para la Iglesia la justicia y la equidad están más allá
de eso. Están en el terreno de lo moral y ético, que impele las conciencias
para actuar de acuerdo a ciertos valores, racionalmente, y no solamente en base
a incentivos (aunque sean importantes). Justicia y equidad no son consecuencia
anónima del bienestar o las políticas de Estado, cosa que merece reconocimiento
cuando la sindéresis guía las políticas a seguir. Es decisión personal y
racional, no producto de manos invisibles. No es consecuencia del mercado ni de
la dialéctica de la historia o responsabilidad exclusiva e interventora del
Estado, sino decisión personal, tanto en su vertiente individual como insertado
en lo social y colectivo (gremial, colegial, sindical, federativo, etc.).
Cuando el individuo olvida su responsabilidad frente a lo colectivo, el terreno
se hace apto para todo tipo de disparates y arbitrariedades.
En este
momento de estanflación, se abriga la esperanza de que pueda reactivarse la
economía. No solo es necesario sino urgente. Pero las condiciones no están
dadas, y parece un desatino que se pretenda decretar el bienestar o la
reactivación económica. Supongamos, pues, que se crean las condiciones mínimas para que
el privado recupere su espacio en la sociedad. Supongamos que existen los
incentivos básicos como para invertir y recuperar la inversión. Tal cosa puede
ocurrir paulatinamente por sectores, no al unísono en toda la sociedad. Puede
que hasta por industrias, unas antes que otras. Se supone que una empresa que
comienza a tener un balance favorable está en capacidad equilibrar sus cuentas
y de mejorar las condiciones de sus trabajadores y sus salarios. No es asunto
de leyes, sino de sentido común. Hasta de humanidad. Por supuesto que la Iglesia,
desde la Rerum novarum (5 de Mayo de 1891), ha insistido en que el salario de
un trabajador debe ser lo suficiente como para mantener a su familia en
condiciones dignas y tener un excedente que pueda permitir el ahorro y la creación
de un patrimonio (si la inflación no tiene índices voraces). Pero un trabajador
motivado necesita igualmente sentirse reconocido en su labor. Y, en este
sentido, tener sueldos de hambre presta un flaco servicio, literalmente. Es asunto
que debe resolverse con toda racionalidad, inclusive en las negociaciones
contractuales. Por supuesto que los sindicatos deben dejar de ser instrumentos
de extorsión hacia el patrón, correa de trasmisión de los partidos o de control
patronal hacia los obreros.
Un
empresario con un mínimo sentido de sociedad y de país sabe el bien que promueve,
en estas circunstancias, el que su negocio brinde salarios cada vez más
equitativos. Porque el obrero o empleado no va a esconder el dinero debajo de
la almohada. Al menos no en esta condición país. Lo va a utilizar para su bien
y el de su familia: lo va a gastar. Lo cual sirve para ir apuntalando otros
sectores económicos. Por ejemplo, una empresa que pueda elevar el salario de
sus empleados puede conseguir que estos tengan acceso a la canasta alimenticia,
con lo que el sector alimentos percibe movimientos que les permita cubrir
costos y, si produce lo suficiente, puede bajar en algo los precios si ello
significa un mayor flujo de caja (hay más ventas, lo que es notoriamente más
conveniente para los números de la empresa). Esto haría, a su vez, que los
empleados de este otro sector puedan ser mejor remunerados y, a su vez,
contribuir con su gasto en productos de primera necesidad a seguir moviendo la
economía. Una vez que las necesidades básicas logren ser satisfechas por el grueso
de la fuerza laboral, podrán destinar parte de sus ingresos en el mejoramiento
de la educación de sus hijos. Claro que un educación pública de calidad representa
un ahorro considerable para la familia, además que es labor del Estado dentro
de esquemas keynesianos. La educación privada no debería ser la clave
estratégica del Estado, pero es una alternativa que debería estar al alcance de
muchas personas. Así como cursos y otras actividades. Finalmente, en este
esbozo por recuperar la economía del país, hay que recordar que carros y casas
necesitan de reparaciones y mantenimiento: una población que tenga ciertas
necesidades cubiertas va a destinar parte del gasto para mantenimiento. Y este
sector va a experimentar también recuperación.
Para
comprender la responsabilidad personal, en la dimensión individual y colectiva,
del salario mínimo, que excluye por inoperante los aumentos decretados, hay que
entender la economía con cierta madurez. Una economía de mercado no puede
medirse o calificarse como simple acumulación de capital, como si fuese la
arenilla en el fondo de un recipiente una vez que se asientan las aguas. Ese
sentido estático de la acumulación es falso o, al menos, dañino, por no decir
ingenuo e infantil. No en balde millonarios como Bill Gates ha donado 95% de su
fortuna en más de una oportunidad. No dudo de su generosidad, solo que resalto
la conveniencia de poner a circular unos cuantos miles de millones. Así que la
simple acumulación no produce riqueza, porque favorece la paralización
económica. La riqueza tiene que ver con la producción de bienes y servicios.
Y, como esa
idea de la acumulación es falsa, el intervencionismo estatal, como solución, es
también falso. O sea, es la respuesta equivocada a un problema irreal. Puede
que explicarlo lleve más tiempo y pericia de la que cuento, pero la realidad
nacional da muestras de la falsedad de la solución. Eso es obvio para todos o
casi todos los que protagonizan las colas en los mercados. Los que predican la
guerra económica tampoco lo creen, exceptuado los que sufren de crasa ignorancia
(vuelvo a referirme a los dirigentes).
La economía
de libre mercado, que no excluye la existencia de reglas y la supervisión o monitoreo del Estado (todo
contrato implica reglas a la que se comprometen ambas partes, y que debe tener
un marco legal no asfixiante y el Estado tiene el derecho y el deber de saber
qué pasa), se “mide” por la velocidad de transacciones (la teoría cuantitativa
del dinero sugiere incluso fórmulas de medición). En términos generales, lo que
produce ganancia es lo que se vende y lo que se vende más rápido, produce más
ganancia. O sea la cantidad de unidades vendidas por unidad de tiempo: 4000
carros al mes, por ejemplo. Un artículo es menos buscado, normalmente, cuanto
más caro resulte (excepto que sea agua en el desierto) por lo que, si existe en
la cantidad suficiente, para que se venda más debe tener un precio asequible. Por
supuesto que dicho precio debe resultar mayor que lo que cuesta producirlo,
incluido pago de obreros, alquiler de local, transporte, etc., que llamamos
costos de producción. Si la ganancia es pírrica, es indicio que no es un bien o
servicio necesitado por una determinada sociedad y, por lo tanto, no se vende,
no hace falta, no es negocio. Los accionistas se verían obligados a cerrar o,
en el mejor de los casos, cambiar de rublo.
Como lo que
interesa es la velocidad de ventas por unidad de tiempo con ganancias
sostenibles (además de éticas: producto de calidad, etc.), los precios no
deberían estar muy por encima del poder adquisitivo de la mayoría de las
personas. Cuando es un bien suntuoso, como carros de lujo tipo Ferrari, cada
modelo tiene un precio altísimo tanto por la calidad del producto, una serie de
ventajas, garantías y porque en definitiva esas compañías solo perciben
ingresos en las esporádicas ventas, que son onerosas. Son pocos los vehículos
que se venden y así está concebido el negocio. Deben pagar todos los costos del
negocio con pocos pero selectos productos colocados en el mercado.
El dinero
que pasa de mano en mano y es constantemente reutilizado para adquirir nuevos
productos permite tener una masa del mismo de buenas proporciones, ni
excesivamente grande o pequeña. Un exceso de dinero inorgánico e improductivo impulsa
la inflación. Un dinero de menor volumen pero que pase de mano en mano (o de
cuenta a cuenta, como el dinero plástico o las transacciones on line), se
recicla constantemente en la adquisición de nuevos productos por distintas
personas e impulsa la actividad económica.
Puesto que
la economía, como intercambio de bienes, es anterior al Estado (el hombre es un
ser humano que produce pero que consume, es un ser necesitado y una de las
teorías de la sociedad es que el ser humano se organiza para producir y
subsistir), la lógica económica debe ser resguardada por este, no alterada. Una
apropiada comprensión ayudará a entender, por un lado, lo fallido de las
intervenciones del Estado pero, por otro, la grave responsabilidad del privado,
con anterioridad a las normas legales (sin contradecir aquellas normas que
faciliten y encaucen la lógica económica en clave humana). En estos momentos
tan graves por los que pasa el país, recuperar la economía tiene que ver con elevar
una producción que consiga colocarse en el mercado y presuponer de la
existencia de compradores para la misma. O sea, que se pueda vender lo que se
produce. En esa misma línea, dentro de la lógica de recuperar la economía, hay
que recuperar los salarios. El sentido del trabajo es que el trabajador pueda
proveerse de los bienes necesarios de manera digna y honrada.
El
empresario, sea el grande, el mediano o el pequeño va a ir equilibrando su
balanza de pagos. Podrá beneficiar a su familia, lo que es muy loable. Y verá
cuáles inversiones considera que debe emprender. Dentro de estas, en su línea
de prioridades debe estar la de recuperar el salario del trabajador. Otras
inversiones quizás puedan esperar, por la sanidad de la economía…
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