11 DE SEPTIEMBRE
El 11 de septiembre me tomó desayunando en
casa de unos amigos, mientras veía el fenómeno de la televisión global. Lo que
parecía un evento fortuito o, al menos, incomprensible, se tornó súbitamente en
un infierno tras el impacto del segundo avión contra la otra torre del World Trade Center. Luego de
convencerse de que se trataba de un ataque perpetuado con meticulosa y fría
maquinación, el tiempo se hizo ingrávido. La incertidumbre suplantó los
relojes. Luego, la información de un tercer ataque se confirmó, esta vez contra
el Pentágono. Y más tarde, el rumor de otro avión caído a campo abierto.
Suficientes matices para recrear el infierno dantesco. Las expectativas de
cuántos ataques todavía faltaban, de quiénes eran y de dónde vendrían ocupaba
las mentes. Más cualquier elucubración fue eclipsada por el drama de las
estructuras en llamas, la gente atrapada, los bomberos, policías y rescatistas
haciendo lo imposible. Hasta que todo esfuerzo se hizo vano y las almas de
miles se llenaron de muerte, muerte a secas, viendo en vivo el último estertor
de las torres antes de quedar inertes, como una tumba, formada por un cúmulo de
escombros calcinados y hierros retorcidos.
El mundo se
enteró que existía una organización de la que no tenía noticias, llamada Al Qaeda. Y que pronto su cabecilla, Osama Bin Laden, sería la persona más buscada
sobre la faz de la tierra. Que el terrorismo como el Hamas o Hizbullah, que
golpea a Israel, puede tener objetivos en tierras trasatlánticas. Que los talibanes podían adquirir renombre no
solo por dinamitar antigüedades budistas en Afganistán, sino por desencadenar una guerra entre continentes en
suelo asiático.
El
presidente Bush convocaría más tarde
a una gran cruzada. Su invitación fue solamente oída por Gran Bretaña y España.
Su ex primer ministro Tony Blair, y
expresidente José Aznar todavía no alcanzan a explicar la fundamentación de sus
decisiones. Lo cierto es que, de las armas masivas de Saddam Husein, que fueron el pretexto para montar toda la
movilización militar, nada se consiguió. No solo jamás aparecieron, sino que
nunca existieron. Desequilibrios geopolíticos que servirían para el engendro, entre
la intervención y la retirada de tropas, del llamado Estado Islámico. En lugares como Argelia y Siria la llamada “primavera árabe” (la “mal llamada”,
según el padre Rodrigo Miranda, misionero chileno en Alepo, Siria) solo sirvió
para retirar las trancas de las escusas para precipitar el caos.
Al tiempo
que los ojos del planeta se centraron en el medio oriente, Latinoamérica dejó
de ser el patio trasero del tío Sam para hacerse invisible. Y la izquierda
proliferó por el continente. Tanto la izquierda bien pensante y la izquierda más
obtusa, contaminándose la primera a causa de la segunda. En distintas coordenadas
del mundo este se fue llenando de amenazas, de radicalismos políticos y
fanatismos religiosos. Mientras los políticos, los que debían ser políticos
serios de países con democracias consolidadas, cayeron en desprestigio. La
economía mundial se contrajo cuando estalló la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos. Cuando se quiere
levantar cabeza, España y Grecia representar un grueso fardo de
inestabilidad. Y el Brexit encaja un
golpe bajo al unionismo europeo.
¿Cómo se pudo caer en tamaño abismo?
Por supuesto que eso es imposible analizar en pocas líneas, ni considero contar
con la pericia para tamaña empresa. Sin embargo, decir algo, propio de la
impresión de todos estos años y de seguir las noticias, no vendría mal. Puede
ser, in strictor sensu, una tarea ciclópea propia de un equipo
multidisciplinar. Pero algo se puede decir para justificar estos caracteres.
El mundo
libró una guerra ideológica y de posiciones con la guerra fría. Así que la
caída del Muro de Berlín, en 1989,
y, detrás de este, el bloque soviético, en 1990, dejó perplejos a más de uno.
La globalización del libre mercado,
en su versión neoliberal más audaz (y puede que salvaje), se iba imponiendo
como única alternativa viable. Fue la hora de los yuppies. El criterio
economicista hacía pensar que, superado el enemigo histórico del Comunismo, era
cuestión de tiempo la constante ampliación de las zonas de confort fruto de la
imposición occidental de sus instituciones. Nada se podía resistir. Las ideas
(e ideologías) estaban en decadencia, como ofertas de final de temporada. La
tecnología de Silicon Valley inundó
y cambió la cultura. Los ordenadores fueron el primer paso hacia una revolución
de la informática. El tiempo y el espacio se achicaron hasta ser, simplemente,
subproductos del Postmodernismo. La seriedad racionalista en que aparentemente se
sustentaba firmemente el ateísmo dejó el sitial a experiencias y experimentos
religiosos de corte vanguardista, por cierto, altamente comercializables. El
primado de la afectividad se transformó en el nuevo dogma a seguir. La razón
llana y crítica y la religión convencional fueron retrocediendo, empujados
también por escándalos de distintos colores (¿acaso por la renuncia a la razón
para darle cabida a las pulsiones?).
Esta capa de
tranquilidad, apoyada más en la arrogancia que en la realidad, se esfumó ese septiembre
11. Se despertó trágicamente de la ensoñación a la que había sucumbido las
gentes. El criterio economicista no resultó tan absoluto ni generalizable. El
pensamiento, la religión, los nacionalismos y distintas raigambres tienen peso específico
suficiente para desatar las peores pesadillas. Aunque también puede, por lo
menos el pensamiento y la religión, apuntalar hacia nuevas conquistas, como la
paz y el equilibrio ecológico.
Detrás de la
escenografía de idílica tranquilidad se generaron conflictos en base a años de
humillantes contradicciones. Explicar, por supuesto, no es justificar. En el World Trade Center murió gente
inocente. Pero el incubo se fue gestando por la imposición de una cultura
que se consideró a sí misma como superior y, por supuesto, quiso exportar sus
instituciones y doblegar a pueblos para su interés, a su imagen y semajanza.
Esto hizo considerar que los conflictos serios solo se podían generar entre
países desarrollados, teutónicos, y no con bárbaros de cualquier otra raza o
consideración (a excepción de China). Acto seguido, en Medio Oriente se
exacerbaron las premisas más beligerantes del Corán como para justificar el uso
de la fuerza, en proporciones no conocidas por el terrorismo convencional o las
guerrillas de izquierda. Y la condición moral de occidente, por sus decisiones
o la ausencia de decisión, fue haciendo que su temple o su “ánima” menguara
bajo los efectos de las lisonjas de los placeres y la poquedad del pensamiento.
La domesticación de occidente para acatar la dictadura de pensamiento único, la
dictadura del capital, hace que este pueda fragmentarse en su cohesión e
integridad. En términos tecnológicos, Occidente sigue siendo un enemigo temible
pero quizás sin temple ni convencimiento como para mover, por ejemplo, tropas
por tierra. Al relativizarse los valores, las alianzas son absolutamente
pragmáticas. El interés hace que todo fluya de un lado para el otro, según el
momento y las conveniencias. Y esto tiene que ver con la tradición cristiana.
Sin ánimo ni
de simplificar ni de imponer, la situación de Occidente me recuerda a la
parábola del Hijo pródigo (Lc. 15,
11-32). Un hijo le pide la parte de su herencia al padre y parte para tierras
lejanas; allí despilfarra sus bienes hasta quedarse en la carraplana (en la
ruina, carramplón). El hambre atroz lo empuja a dedicarse a uno de los oficios
más viles para un judío: cuidar cerdos. No solo eso, sino que desea saciarse
comiendo lo que comen ellos: está por volverse uno de ellos (este despectivo no
solo indica una degradación del ser humano a una condición de subsistencia
animal, sino que “cerdo” es un peyorativo con el que los judíos calificaban a
los paganos, en términos de la lejanía divina). Piensa entonces (¡oh,
bendita razón!) en los obreros de su padre y se dice que éstos están
mejor que él. Y planifica su retorno para no ser más que otro obrero más.
Cuando llega el padre lo recibe, lo agasaja, lo viste finamente con anillos y
sandalias y mata el novillo cebado, para convocar a fiesta (que contrasta con
las algarrobas que comían los cerdos). El hermano mayor se molesta, no le
parece justo, y se niega a entrar en la casa paterna. El padre razona con él y
busca convencerlo: todo lo suyo es de él (el padre no se reserva nada para sí),
por lo que, aunque por lo visto no lo supiese, en cualquier momento podía haber
organizado una fiesta con sus amigos. Y
si el padre está contento, es porque ha recuperado con bien a su hijo menor:
perdido-encontrado, muerto-vuelto a la vida.
Occidente ha ido arrinconando su tradición
cristiana. Es cierto que ello se prestó para fanatismos y guerras. Pero lo
más genuino ha sido impulso para grandes santos, hombres y mujeres: un Martin Luther King, Dieterich Bonhoffer y su esposa o una madre Teresa en Calcuta son
inexplicables si se pasa por alto su fe. La misma búsqueda de libertad,
igualdad y justicia tiene que ver con la matriz cristiana de estas sociedades,
aunque hayan renunciado a una confesión religiosa. Y uno de los valores más
hermosos, que se han propagado con un respeto indescriptible hacia culturas
receptoras, ha sido la fe. Esa fe
nos presenta al Dios revelado como ese padre misericordioso de la parábola, que
no se impone, sino que respeta las decisiones de su hijo. Que no es
indiferente, por lo que anhela la capacidad de recapitulación y reflexión (uso
de la razón) de su hijo menor, pero no sale a buscarlo (Cristo sale a buscar a
quien no puede por su cuenta regresar, como la oveja perdida, pero el Padre se
mantiene en el perímetro de la casa pero volcado hacia afuera). De ahí que una
actitud genuinamente cristiana es propositiva y no impositiva. Es dialogante y
aprende de las demás culturas y religiones. Entra en contacto con lo diferente
desde la misericordia y no se impone hegemónicamente. Respeta y valora las
historias, aunque la del hijo menor haya sido más aventurera y la del hijo
mayor más correcta. Las peripecias del hermano menor le permiten al mayor caer
en cuenta de cómo es el Padre.
Para el
cristiano, y pudiese serlo para el mundo occidental, si recupera sus raíces, la
fraternidad solo es posible si, en la casa del Padre, se aceptan las
diferencias y se reconstruyen las relaciones. La fraternidad se recupera a la
sombra de la paternidad. No hay orfandad en la fraternidad, sino que la
paternidad es impulso y dinamismo de fraternidad, para superar lo que se
interponga, pero sin anular al otro.
Es cierto
que la respuesta armada, en muchos casos es difícil de eludir. Es cierto que en
un platillo de la balanza pesa la muerte de inocentes, auténticos genocidios.
Es cierto que Occidente silencia la persecución desatada contra los cristianos,
dentro y fuera de sus tierras. Es cierto que los perros de la guerra obtienen
cuantiosas ganancias de estos conflictos, que son de paso laboratorios de
experimentación de sofisticados y letales inventos. Pero la diplomacia no puede
silenciarse. La colaboración como servicio sigue siendo una buena carta de
presentación. El servicio a los más necesitados, a los últimos, a los parias,
es una buena embajada diplomática ¿acaso no lo fue para la Iglesia en la
persona de Teresa de Calcuta? ¿en ella no se enlazaron cierta parte de Oriente
con cierta parte de Occidente?
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