ANTE EL DILEMA ENTRE EL CAPITALISMO Y EL SOCIALISMO: CENTRALIDAD DE LA PERSONA HUMANA
Accidente entre Nikki Hamblin y Abbey D´Agostino en los 5000 mts, en Río 2016, que conmovió por la solidaridad y espíritu deportivo |
Una de las
cosas más interesantes que le escuché a Obama decir, estando por asumir su
primer periodo o inmediatamente después de haber prestado juramento, es que
había que impulsar una reforma educativa para evitar que se repitiera la crisis
de la burbuja financiera del 2008. El racionamiento era simple: los ciudadanos
habían invertido su dinero confiando en el sistema, pero sin entender lo que
los bancos estaban haciendo con él. Digo que resultaba interesante porque se
trataba de dotar al ciudadano de
herramientas de análisis sobre el comportamiento económico de una sociedad, de
forma sencilla pero práctica, cómo para saber qué estaba pasando, y así
diferenciar una inversión confiable de otra que con mayores márgenes de riesgo
o de aquella que supusiese prácticamente un suicidio financiero. El ciudadano controlaba su dinero. Esto
permitiría evitar regulaciones extra, que siempre estarían a la caza de una
nueva picardía, y, por lo tanto, restringir las posibilidades interventoras del
Estado. Así se mantenía la libertad de mercado, entendiendo por esta la
capacidad de emprendimiento e intercambio con las menores restricciones
posibles y sin perjuicio de la sociedad.
Para ser
sinceros, no sé en qué quedó la
iniciativa. Sé que el presidente norteamericano ha planteado reformas
educativas relacionadas con las nuevas tecnologías y la economía moderna. Su
meta ha sido relanzar a los Estados Unidos como país de oportunidades y a la
cabeza del mundo. Pero no sé qué tanto se ha podido llevar a cabo y menos si se
le ha podido suministrar al ciudadano común de la formación necesaria para
evitar caer en la trampa de inversiones que pudiesen hacer que sus ahorros se
esfumen, como en el 2008. Como siempre, tal cosa hubiese caminado a contravía
de la manera como proceden quienes detentan el poder, sea político o económico.
Quienes desde modelos neoliberales o
capitalistas toman decisiones, le interesa la sujeción consumista de las gentes,
no que entiendan o puedan ejercer responsablemente su libertad. En gran parte,
la atomización de la persona en simples individuos inconexos (mónadas), sin
referencia a la familia y cautivos del placer, lo hace vulnerable y
manipulable, con voluntades a merced de la sociedad de consumo y la publicidad.
Quienes critican a las sociedades liberales
occidentales desde la izquierda coquetona con el socialismo de rancia data,
como el soviético, al final anulan al individuos y personas para favorecer el
colectivo abstracto, no concreto. La parte curiosa, pero explicable puesto que
Marx es un hegeliano de izquierda, es el papel del Estado. O sea, el colectivismo es asumido por el Estado
omnipresente, dueño de todo. No por el colectivo concreto formado por la suma
de individualidades. No por los obreros de las fábricas o los socios de las
cooperativas. Sino por una instancia superior, un ser abstracto y anónimo, que
llamamos Estado. Aunque sea de forma momentánea aquello de la dictadura del
proletariado. Tan intangible este Estado como dios y en el lugar de Dios,
puesto que Dios desaparece como negación materialista o, en la versión
panteísta, del idealismo hegeliano, pero la sumisión permanece como la fe en el
credo colectivista y en el materialismo histórico. En esto radica el truco: el Estado, del que se refieren como si se
tratase de un ser vivo con capacidad para imponer su voluntad sobre la del
ciudadano, solo tiene una pizca de realismo si es asumido por individuos, esos
que llamamos presidentes, ministros y funcionarios. Se requiere de un
sujeto dotado de atribuciones que el colectivo reconozca. Hay todo un engranaje
que transmite el movimiento casi de manera mecanicista: una orden de un juez le
llega a la policía que destaca a unos efectivos para que requisen una casa o
detengan a fulano de tal. Si la correa de transmisión se rompe, todo se
paraliza. Puede haber orden, pero no hay requisa ni detención. O las
detenciones ocurren sin orden y sin sanción para la arbitrariedad de los
funcionarios, o por el estilo. Un Estado así será o fallido o forajido.
Más en el modelo del Estado
omnipresente, como en el socialismo del bloque soviético (no la
socialdemocracia), cualquier persona con el poder suficiente puede invocar un
abstracto para imponer sus intereses y su voluntad: si no es Estado, será la
Ley (hecha a la medida) o el partido.
En el capitalismo salvaje y en el
socialismo rancio y primitivo, el individuo al final no cuenta: en uno cuenta
en relación con su capacidad compra (su cartera) o utilidad y en otro por su
lealtad o sumisión, si no se forma parte de la plutocracia. En ambos casos se
hablará de democracia, más genuina dentro del mundo occidental siempre que no
se le invoque con ingenuidad. Mientras que, en el socialismo de vieja data, la
democracia era un concepto vaciado de sentido concreto para referirlo a las
decisiones del partido, con una disquisición ética de las bondades de la toma
de decisiones por parte del proletariado, en contraste con las decisiones elitistas
de la burguesía (que al final servían de preámbulo para aceptar como
universalmente válido lo que el presidente o el partido único decidiesen).
Este contraste entre ambos modelos me
permite introducir el valor que la Iglesia le concede a la persona humana. Su doctrina social quiere servir de referencia para
los católicos que participen en el mundo de la política, la economía o la
cultura. No quiere competir con las ideologías que defienden los distintos
partidos o las estrategias y técnicas a seguir, sino centrar criterios de valoración,
corrección y limitación que afectan la visión crítica y la toma de decisiones.
Pretende enunciar principios sustentados en la realidad del ser humano, que no son,
por tanto, confesionales. De ahí el lenguaje. Teológicamente quiere apoyarse en
el sentido de la Creación, cuestión que no es simplemente bíblica, así como
también ser coherente con el Evangelio, sin que dicha fidelidad reduzca el
alcance de sus propuestas. Así que hay una racionalidad interna que le concede
cierta universalidad dialógica: tiene capacidad para entrar en diálogo con las
diversas culturas y formas de pensamiento.
Pero la “persona humana” es una originalidad teológica del siglo XX. Bien es cierto que hay definiciones
tanto Boecio como Tomás de Aquino. “Persona”, si no suple, al menos sí añade
cantidad de aspectos a la designación del ser humano como “alma”: esta última
evoca la intimidad de la persona con capacidad de encontrarse con Dios. Si bien
es cierto que esta expresión casi que es insustituible para hablar de la vida
después de la muerte, en su fase intermedia antes de la Resurrección, también
corre el riesgo de equívocos. Por ejemplo, considerar como estorbo para la
salvación todo lo relacionado con lo corporal, lo sensorial, lo biológico,
incluyendo el mundo de la ciencia, la cultura, la investigación, la sociedad,
la política, la economía, pues, en definitiva, lo que importa es el alma. Por
supuesto que esta interpretación dista inclusive de la apreciación de un Tomás
de Aquino, del siglo XIII, pero no caemos en cuenta de buenas a primeras, pues
habla en categorías muy distintas a las de nuestra estructura mental.
Con “persona humana” se evoca la rica
reflexión del personalismo filosófico, a la que se añade la reflexión teológica
de los Padres de la Iglesia y primeros concilios: las Personas divinas. Ya hay un paralelismo teológico
interesantísimo: como somos creados a imagen de Dios, el ser humano es persona-humana, reflejo de la Persona-divina. Pero
la tradición filosófica rescata la unidad de la persona humana: es única y es
un fin en sí misma. No un medio para nada. Es un todo o, si se me permite, un
micro-todo (microcosmos diría Max Scheller). De ahí que se valore tanto su
interioridad (el cómo se vivencia), la relacionalidad (relación con Dios, los
demás seres humanos, la naturaleza) y su proyectabilidad (un ser en realización
a través del tiempo, que crea su historia con sus decisiones, que está dotado
de inteligencia y consciencia, por lo que es responsable):
Por haber sido
hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona;
no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de
darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la
gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor
que ningún otro ser puede dar en su lugar (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
354).
Esta
altísima concepción del ser humano implica y exige cierta organización social.
No cualquiera. Conlleva una jerarquía de valores: el centro de la sociedad es
la persona humana. Implica la libertad para tomar decisiones y responsabilidad
para asumir sus consecuencias. Tiene que ver con la posibilidad de realizarse
(hacer real sus proyectos), que puede ser a nivel suyo, de formar una familia,
de contar con un trabajo digno, participar como ciudadano (lo cual incluye
considerar tanto los derechos como los deberes). Es un “tú” y un “nosotros” y
no solo un “yo”. En suma, poder ser el mismo, con conciencia moral (no basta
con aludir a hacer las cosas “porque me da la gana”, sino porque corresponden a
lo que considero que es el bien y beneficia a todos). Dando un paso, clave cristiana, poder descubrir que esta vida tiene
sentido si vivimos en un contexto social que nos permite donarnos (servir a los
demás) por amor (no por coacción). Pero hay cosas que, aunque haya una
propuesta educativa adecuada y una familia que trasmita valores, cada quien
debe asumir por su cuenta.
De nuevo,
esta consideración de la persona-humana hace que se defenestren tanto el
capitalismo neoliberal en su versión más salvaje como el socialismo
marxista-leninista, que cuando no fue salvaje, fue primitivo y primario. En
cuanto al primero, porque el ideal no es el individualismo y menos el
individualismo consumista. Por supuesto que el ideal del liberalismo ha sido el
respeto por el individuo y por su mundo privado, sin intromisiones de los
reyes, por ejemplo. Todos tenían que ver con el gobierno, que era considerado
una Re-pública (Res=cosa; publica=de todos). El liberalismo buscaba defender la
tolerancia ideológica y religiosa, por lo que algunas cosas las reservaba para
la vida privada. Esto no era muy comprensible para Marx, que buscaba y proponía
una filosofía que abarcara la totalidad de la vida y la existencia. Marx
consideraba, por ejemplo, que la sociedad debía librarse del lastre de la
religión, por lo que no se podía justificar que se practicar de forma privada. Así
que cierta filosofía política, que se detenía en los umbrales de la privacidad,
no era aceptada por él. En defensa de una interpretación adecuada del
liberalismo que buscaba la Ilustración, independientemente del exceso de
racionalismo y su fobia por lo sobrenatural, tal planteamiento defendía la
libertad del individuo, que no era tampoco un pacto con la mentira o una
renuncia a la realidad. Equivale a la emancipación política de la burguesía,
atada a la nobleza (la nobleza siempre estuvo ligada a las armas, a lo militar,
no al mundo del trabajo y el emprendimiento). Tenía que ver con la capacidad de
indagar, de no prohibir pensar o cuestionarse. Con esto no quiero negar excesos
que se pudieron dar en las llamadas revoluciones industriales, en explotación u
opresión del pueblo, de la clase obrera. Pero no se puede negar su capacidad de
adaptación, aunque sea por supervivencia, cosa que alertaba el mismísimo Lenin.
La libertad de pensamiento y de conciencia tenía que ver con el debate, no con
el pacto, aunque en ocasiones se acallaran violentamente las disidencias. El
mismo sistema educativo prusiano tenía como objetivo formar las clases
trabajadoras de una manera muy industrial: como si se pudieran sacar obreros en
serie. Así que lejos de ser esta una apología liberal.
Pero esta visión de la persona-humana
tampoco cuadra con el colectivismo marxista, menos en su clave leninista.
Porque el marxismo, como hijo de Hegel, se interesa por los movimientos totales
de la historia. Los individuos desaparecen sacrificados por lo colectivo. La
utopía que se pretende alcanzar justifica la inmolación del cada-quien del
cada-cual. Por supuesto que Marx no podía dialogar con la filosofía
personalista: tal presunción sería anacrónica. Marx es un hombre del siglo XIX
mientras que el personalismo corresponde a su aparición en las primeras décadas
del siglo XX. Pero a la inversa también se cae en un anacronismo: no se puede
pensar en categorías del siglo XIX como si el tiempo se hubiese detenido. Así
que el marxismo siempre será una provocación para la reflexión, un
cuestionamiento sobre la organización social a partir de lo económico, del carácter
encubridor de las ideologías, interrogará sobre la justicia y hará que
pretendamos buscar un dinámico balance entre justicia social y libertad. Pero
una repetición memorizada. Su modelo económico y social no solo resultó un
fracaso, sino que el tiempo que duró fue porque se estableció un Estado
policial. No es que el modelo no funcionase, por razones para nosotros más
comprensibles, sino que, si no se corrigió o, por lo menos, no se quiso
verificar su viabilidad para luego descartarlo (no descartar a justicia, sino
esa visión materialista y dialéctica de la realidad histórica y material), fue
por el aparato represor del Estado (que no producía lo que los obreros,
silenciados, debían producir).
Este sentido sagrado de la vida y la
dignidad del ser humano, esta confianza en él y en su capacidad moral para
obrar el bien (ser solidario, por ejemplo), es lo que hace que el socialismo de
catecismo marxista sea un absurdo. No respeta que la persona es un fin y no un
medio. Que el humanizar la vida no tiene que ver con la imposición marcial de
normas y leyes. Que el Estado no puede hipertrofiarse. Que cada quien debe
tener la libertad para dar lo mejor de sí para la construcción de una nueva
sociedad, lo que no es tarea exclusiva ni épica de ninguna organización
política. Que hay que recuperar la racionalidad del discurso político, para
poder barajear las objeciones no como ataques, sino como correcciones y
llamadas de atención. Incluso, el derecho de la propiedad privada y la libertad
de empresa tiene que ver tanto con la realización personal como con el aporte
social. No es un tótem que hay que defender bajo cualquier premisa. También
aquí importa la visión crítica y analítica.
Claro que estoy seguro, por
profesión, de la gravedad del pecado. Claro que sé (y me consta) que el ser
humano es capaz de lo peor. Pero ningún Estado puede ser redentor. Un Estado,
si acaso, será el reflejo enfermo de una sociedad enferma. La sanidad de la
sociedad depende de sus ciudadanos. El pecado pervierte cualquier forma de
poder, cuanto más el poder absoluto. Por pecado no entiendo una categoría
religiosa de confesionario, sino una categoría teológica con la que se denuncia
la trascendencia del mal obrar humano, de su capacidad de perversión y
corrupción.
Pero mi punto de vista como creyente,
además de las consideraciones anteriores, es que Dios no buscó redimirnos
mandando un sistema judicial más “fuñi´o” que la ley mosaica. Que en Jesús
estamos interpelados por Dios para decidir, desde nuestra libertad, apostar por
el amor a la manera de Él. Que Jesús fue altamente propositivo y no estuvo
haciendo malabares con todas las formas en que podíamos ser condenados en esta
vida y en la que viene. Que cuando la Iglesia ha querido asociarse con el poder
político por imponer el Evangelio, el resultado ha sido tristemente vergonzoso.
Que el “ama y haz lo que quieras” agustiniano, con su traducción práctica
franciscana y mística de san Juan de la Cruz recuerda que el hombre está
llamado más que a obedecer, a crecer por el amor. Un amor que tiene referencia
en el Nazareno. Que en la libertad el hombre saca lo peor de sí, pero también
lo mejor de sí.
No pretendo señalar un modelo
concreto de convivencia social. Tampoco pretendo proponer espiritualismos romancistas.
Mi intención es recordar la sagrada centralidad de la persona humana, que debe
respetar tanto el liberalismo como socialismo moderados. Cualquier sistema,
independientemente de cómo se organice, debe respetar este principio básico.
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