LOS POLÍTICOS: ¿MERCADERES DE LA VERDAD?




Por supuesto que se podría añadir, para adjetivar el comportamiento de algunos, como “los políticos, traficantes de la verdad”. Pero sin entrar en aguas profundas y dejando a un lado la manera como ciertos se conducen, la política actual en general ha supuesto una de depreciación de la verdad.

Esto no sólo en Venezuela. Es enorme la brecha que se ha abierto entre la ciudadanía de a pie y sus representantes a nivel mundial. Esto explica el ascenso de SYRIZA en Grecia; el auge de Podemos en España, al unísono con el declive del PP y PSOE; el resultado del referéndum por el Brexit en el Reino Unión y la eyección de  Cameron del  número 10 de Downing Street; el caso de Santos y el resultado de la ratificación popular de los acuerdos de paz con las FARC; la pomposa marcha de la derecha francesa entre otras europeas, hasta de cuyo esvástica; las dificultades de popularidad por las que atraviesa la canciller alemana Angela Merkel y su prolongación para un nuevo periodo; el triunfo de Donald Trump ante quien es símbolo emblemático de la clase política norteamericana. Y, por supuesto, sin mencionar a Erdolan en Turquía, Daniel Ortega en Nicaragua o Rodrigo Duterte en Filipinas, que tienen otros sesgos. Es lo que Moisés Naím viene alertando como el auge de la anti-política.

Fenómeno este en el que los votantes no se sienten representados por el establishment, considera a cualquier político como digno de sospecha, cómplices en privado los que en público se muestran como adversarios. Agendas ocultas para engrosar cuentas en paraísos fiscales. Los que sintieron la succión de la debacle financiera del 2008, perdiendo hasta sus casas, no parecía resonar en quienes estaban protegidos por el aura del poder. Los slogans han mercadeado ilusiones a cambio de votos, para poder mantener los privilegios revestidos con la efímera popularidad de unas elecciones.  No siempre hablar desde lo políticamente correcto ha estado funcionado y ciertas ingenierías sociales se enfrentan con resistencias solapadas de la gente de a pie. La democracia convencional es obsoleta para al menos 35% de los franceses, la cuna de la democracia moderna. Así que Venezuela y sus políticos no son la excepción. Pareciera ser más bien el caso precoz, parto prematuro en los años noventa del mundo por venir, figura icónica y prototípica, con matices bufos y tropicales.

A esto se debe añadir otro aspecto. Lo que algunos han llamado la era de la post-verdad. En el mundo, pero más en el caso venezolano, las redes se han transformado en la fuente privilegiada de información. Solo que no se tiene el hábito de contrastar la información. Los algoritmos y la selección de nuestros grupos resaltan unas “verdades” y acallan otras. Además de los trolls, quienes ponen a rodar cualquier información para confundir o alterar informaciones. Así queda una verdad escogida a la carta. El mundo alrededor coincide con curiosidad con lo que cada usuario da por cierto. Puede ser tan falso como que a los manifestantes contra Trump se les pagaba una sustanciosa suma de dinero pero que pudo inclinar la balanza de la elección final, según algunos (http://www.elmundo.es/tecnologia/2016/11/19/582f4726468aeb89308b457d.html ) . Se cultiva un narcicismo con pretensiones intelectuales donde el único que sale reforzado es el “yo” como negación del “tú”. Toda nueva opinión convive en el círculo vicioso de  la idea preconcebida y que se da como verdadera. De esta forma se ahorra el disgusto de leer y escuchar a quienes refuten mis seguridades. Toda una aplicación del reforzamiento psicológico.

Y esto es letal. Desde la antigüedad los pensadores, luego los científicos e inventores han buscado probar sus teorías y sus inventos… y desecharlas si son falsas. Pero desde el Renacimiento la realidad se fue haciendo escurridiza. Descartes acuñó como premisa primera el “pienso, luego existo”. Así que la existencia se casó con el pensamiento y fue desplazando a la realidad. Para Kant solo existe certeza del pensamiento y, con Hegel, el pensamiento era lo único existente (“si la realidad no está de acuerdo con la Idea, peor para la realidad”, se dice que decía el prusiano).

Esta evaporación de la realidad intenta revertirse con la fenomenología de Husserl y el existencialismo de Heidegger, en la primera mitad del siglo XX. En el campo católico alemán da su aporte la filósofa judeoconversa Edith Stein, que en vida religiosa toma el nombre de santa Teresa Benedicta de la Cruz. Y Zubiri en la española. Así se viene a recuperar, en el ámbito del pensamiento, la consistencia del mundo como algo real.

Pero las distintas sociedades todavía caminan entre los naufragios de la modernidad, para acudir ya no al pensamiento, ahora también incierto, sino al sentimiento, como criterio de verdad. Lo que siento, eso es real. Todo lo demás es relativo, opinable. Eso hace que la verdad se reproduzca en progresión geométrica, con pedazos contrapuestos imposible de encajar en un todo. Este encolado, que no es síntesis, puede denominarse relativismo (todo es relativo, todo es válido, todo es verdad y depende de cada quien),  nominalismo (al final lo único cierto son las palabras) y nihilismo (todo es nada).

Esta postura moderna, que contrasta con las ciencias positivas y las empíricas, se mueve en medio de la duda existencial. Dichas ciencias, empero, se fundan en lo que es probado y constatado. Pero el campo de la realidad que puede ser probado experimentalmente es reducido. Queda el basto campo, que es real, pero que no se accede por estos medios sino, si acaso, por otros. Por ejemplo ¿es el ser humano una entidad real? Si es real ¿puede hacerse cualquier afirmación sobre el mismo? ¿O la realidad diferenciará lo que es de lo que no es? Esto tiene que ver con la antropología, el estudio del hombre. Y me refiero no a la antropología cultural únicamente, sino a cualquier supuesto de ser humano que se encuentre en la base de ciencias tan diversas como la psicología, la sociología, la economía, la política… Es la competencia de la antropología filosófica. Así pues, la teoría del género, como la manejan grupos de choque en el sentido ideológico, pretenden rediseñar al ser humano, como si fuese un disco duro formateable. Pero ¿es así?

En esta liquidez de cualquier vestigio que haga sentir un mínimo de solidez argumentativa se encuentra el afán político. Navegando entre la sociedad de los mass media y las redes. Sin las propuestas y convicciones de un Rousseau, Montesquieu y Voltaire. Pretendiendo montarse en la ola que le permita acceder a las playas del poder. Pueden existir concepciones básicas y muy generales, como el ser liberal (defensor de la libre economía) o defensor de una agende de reivindicaciones sociales (que va desde el partido Demócrata, pasando por el Laborista, la socialdemocracia y las izquierdas más retardatarias). Pero, en definitiva, lo importante radica en subirse a la ola de la popularidad. Quizás Trump lo supo hacer muy bien.

El interés nacional, eso que se llama el bien común, no existe. Son los intereses particulares que se esfuerzan en captar ingenuos. En ocasiones los equipos de campaña de candidatos parecieran usar solo y únicamente técnicas de publicidad y marketing. La política es un producto más de la sociedad de mercado. No defiende valores y, menos, verdades. La tolerancia se ha convertido en relativismo. En puestas en escena para cautivar a las audiencias. Nadie es capaz de inmolarse por una convicción política. Todo depende si me favorece a mí o si hace mella en el adversario.

Cuando el papa Francisco dice que “la realidad es más importante que la idea”, está haciendo toda una corrección epistemológica (es decir, recordando la manera cómo conocemos y hablamos de ello). Está bebiendo de las fuentes, por ejemplo, de la teología escolástica (santo Tomás). Se impulsa en Edith Stein y Zubiri, para contestar y contrastar el relativismo moderno. La realidad existe, es anterior a las palabras (e ideas) y es independiente al sujeto que conoce y habla. No es lo mismo no saber, que no existir. Pregúntenle al cáncer de piel, anterior a las pesquisas sobre el agujero de ozono y otros desastres ecológicos. A lo que habría que añadir de lo que planteaba Ignacio Ellacuría, jesuita mártir en la Universidad de El Salvador y discípulo de Zubiri, según recuerda Jon Sobrino: hay que hacerse cargo de la realidad (la realidad es y se impone a la inteligencia), cargar con la realidad (nivel ético) y encargarse de la realidad (nivel transformador o práxico). Para Ellacuría la realidad no es solo la natural sino también la social. Allí donde se busca construir la polis, la ciudad de los políticos.

Revertir este panorama es tarea de la nueva política, no solo en Venezuela sino en el mundo. Evitar la liquidez de la información, que hoy es verdad y mañana no, y permitir bases para nuevos acuerdos, a partir de una visión axiológica de la realidad (hay valores inamovibles que no dependen de opiniones, sino que ellos mismos imponen su existencia a las conciencias sin que medie una autoridad o ente superior que haga valer su acatamiento). Toda la urgencia de la realidad se impone como verdad sobre los intereses particulares y personalismos, y no admite su comercialización. Además de imponerse sobre las cuentas bancarias personales y de amigos.




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