FIN DE AÑO EN VENEZUELA: LAS MEMORIAS EN AUXILIO DE LA FRATERNIDAD




Es fresca la noche caraqueña. Como aquellas de mi infancia. Con olor a pino silvestre que se filtra entre las rendijas del ambiente y la memoria. Evocación de otros tiempos donde la ingenuidad de la infancia compartía juegos con las oportunidades de la vida. Esos juegos que no tienen cabida dentro de la triste y grisácea realidad actual. Donde la epopeya busca edificar graníticos monumentos que desplacen el calor palpitante del afecto. Donde el futuro es sustituido por el adoctrinamiento presente. Donde se pretende dejar de ver y sentir por una impostura del pensar sin el disfrute de la razón pensante.

Ya corren los días finales para que termine el año. Se agota otro diciembre. Las tradiciones de antaño solo consiguen espacios en las conversaciones. Las estrecheces sufridas prohíben su ejercitación. Algunos hacen forcejeos a contracorriente, como si se pudiera vencer a punta de obstinación el pulso al presente. Definitivamente, no dejarse doblegar por la desesperanza es un ejercicio espartano.

La sociedad fracturada en 15 años de revolución con sus antecedentes se reencuentra en la desazón del instante en fuga. Nos miramos las caras los que teníamos prohibido hablarnos, cuando las colas fueron torrentes de lluvia que convocaron a todos y de todas partes en post del café, la harina o el papel toilette. Bregamos dando brazadas hacia una orilla que permanece lejana, como si nuestro destino muriese a la mitad del río.

Las primeras luchas por hacerse de la mercancía ya parecen triviales. Siempre hay algo que escasea. Forcejeos, conatos y luchas parodian a Sísico. La frontera enseñó a algunos el sentido práctico de la unión, cuando se pudo romper el cordón militar. Colombia volvió a ser grande y hermana.

En verdad no hay muchas estrellas en este diciembre. El frío busca familias que ya no están. No se sabe si los sueños que quedan corresponden al futuro o al pasado. Parece que el destino es encontrarse con la propia soledad.

Si las tradiciones fuesen simple costumbrismo, nada trágico habría en perderlas. Pero en las tradiciones, como en esas de la Navidad, se retrata el alma del pueblo. Hay pertenencia.  Hay idiosincrasia e identidad. La historia se hace presente, con mayor fuerza que en los monumentos perdidos bajo los escombros de terremotos. O de esos que nunca existieron, testigos ausentes de lo modesto de la Capitanía General. En las tradiciones, los aguinaldos derrotan a las gestas militares. La paz es más importante que la astucia estratégica de la guerra. El encuentro es superior a la derrota.

Todos hemos patinado, con mayor o menor éxito y caídas. Todos hemos comido hallacas. Todos hemos adornado las casas. Todos las han pintado. Todos han estrenado por año nuevo. Ha habido Niño Jesús o pesebre o pino y lucecitas. Más o menos regalos. Todos hemos visto la temeridad propia o ajena de imprudentes hazañas de pólvora multicolor, con estallidos de alegría y admiración, sin el miedo y el acoso por las detonaciones de combate. Todos nos hemos abrazado, sin estar pendientes de quién es el otro. Y nos hemos deseado “feliz año nuevo”, con una sonrisa despreocupada de si podía demostrar carencias dentales junto al exceso de afecto.

Recordamos para recordar que tan lejos podemos estar entre nosotros, los venezolanos: al tiro de un abrazo. Recordamos para reconocer que transitamos por las mismas calles, levantamos el polvo de los mismos caminos, nos admiramos por el mismo llano. Henchimos el alma cuando nos conseguimos con la cordillera andina, o hacemos silencio para no espantar la noche a la orilla del mar. Todos hemos sentido salpicar el sonido de La Llovizna en nuestros oídos, si nos ha envuelto la sonoridad de su torbellino. Todos hemos cruzado mil veces el puente, cuando vamos a Maracaibo, aunque solo haya sido montados sobre los acordes de una gaita.


Sabemos a qué sabe una buena empanada. Conocemos mil rellenos para nuestra reina, la arepa. Disfrutamos la sonrisa acogedora del pescador que ofrece su pescado frito. Los cuentos de hallacas superan en variedad a la de los vinos. Un guarapo, una chicha o un masato. Esos dulces criollos que ameritan el trago de agua tras el último bocado.

Sentimos como nuestra la destreza del llanero y el coleador, aunque prefiramos dejar a los toros en paz. También hemos lanzado la tarraya y manejado el machete, para desmalezar. Nos hemos dejado hipnotizar por los sonidos de los campos. Hemos añadido colores a nuestro inventario, en el encuentro con pájaros, flores y mariposas. Nos hemos vestido con las nieblas de los montes, si hemos sorprendido a la mañana subiendo El Ávila.

El béisbol ha sacado pasiones de nuestros huesos que creíamos inexistentes. Cuando nada había como Brasil o Argentina, llegó la Vinotinto. En cinco jugadores, más sus suplentes, ha cabido el grito de todo un país. Cada segundo del sexteto cabe la red ha congelado la respiración de un pueblo completo. La esgrima, el yudo, el kárate y el kung fu se han vuelto tan nuestro como el garrote tocuyano. A nadie le pedimos permiso para saltar y abrazarnos por las hazañas de un Rafael Vidal, como si también nos hubiéramos mojado. O con Yulimar Rojas, como si sus zancadas hubiesen sido nuestras.

Si por un momento calláramos nuestras diatribas, estoy seguro que nos reconoceríamos. Si viéramos reflejado en los ojos de los otros los mismos paisajes que a nosotros nos electriza. Que se sienten con increíble semejanza las mismas pasiones que desata el Sistema de Orquestas. Si considerásemos que los otros se han enamorado con las mismas canciones con que lo hicieron algunos de nosotros. Si cayéramos en cuenta que compartimos los mismos silencios, de cuando lloramos por impotencia. Que las despedidas de amores imposibles y de los que se van, tienen la misma melodía en unos y otros, junto con la misma carga de nostalgia.


Si cayéramos en cuenta de quiénes somos y de que no somos tan diferentes… entonces sí sería importante oírnos, escucharnos..


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