NAVIDAD DESDE EL EXILIO DE LA VIDA



Un pequeño niño delante de mí. Tez morena, con su dedito entre sus labios. Así es, en solitario, la representación que encuentro de Jesús recién nacido. Está apoyado a la derecha del monitor. No tiene ni Virgen ni san José, ni mula ni buey, ni ángeles, o pastores o reyes magos. Es el puro y simple misterio, en arcilla. Recuerda e interpela. Un Dios que ha tomado en serio a la humanidad, al punto que se hace uno de nosotros.

Tal misterio llega a nosotros no solo en medio de la oscuridad del tiempo, sino de la oscuridad de nuestra historia. Interroga sobre nuestras seguridades y compromisos. Nos dice qué tan importante es el misterio, cuando todo lo festivo se esfuma en el aire. Nos pregunta si ese Misterio, nombre que se le da a las representaciones de nacimientos en algunas regiones y que evoca insospechadas profundidades, es excusa o fundamento. Es barniz o soporte. Si es distracción o música. Si tiene capacidad para recordarnos cosas tales como lo que es propio de la humanidad.

Porque la génesis de la Navidad, como celebración que se palpa en la Escritura, parte del interés suscitado en el Crucificado por la Resurrección. Todos los poderes del mal se estrellan contra la Roca que es Cristo (cf. 1 Co 10,4; Super Flumina Babilonis, de San Juan de la Cruz). Y tal confesión no puede ser retórica, sino vivencial y existencial. Tiene que ver con los males actuales y no con espectros de caminos. Con aquellos que son capaces de carcomer la misma estructura del ser humano, cual cáncer, eso que llamamos “pecado”. Porque “pecado” no es una categoría infantil. Es una categoría humana, de tipo transversal, que crece de importancia y expansión con la edad. Las mentiras del niño son importantes, pero de adulto pueden transformarse en infidelidad y estafa, por ejemplo. Y entre una y otra puede haber una conexión disimulada por el tiempo. El mal social es importante. Y es cierto que ese mal condiciona la aceptación del mismo de los individuos, que ven como normal lo que siempre hayan visto. Pero la sociedad misma es producto humano. Responsabilidad del hombre. Transformable por el hombre. En palabras de John F. Kennedy, desde el ámbito de la política: “Nuestros problemas son provocados por el hombre, por lo tanto, pueden ser resueltos por el hombre” (Discurso de graduación de la American University, el 10 de junio de 1963). El mal consentido envilece todo lo que toca y a todo el que lo toca. De ahí la gravedad. Si Dios lo hace importante, no es por motivos neuróticos. Dios no es el contendor del ser humano. Si lo dice, es por la gravedad de muerte que contiene. La explicación última de lo que ocurre en el país, cuando dejamos de ser hermanos. La desesperación y el desenfreno, en tragedias como lo que ocurre Ciudad Bolívar en estos días.


Retornar al misterio de su Nacimiento requiere una aclaratoria: el cristiano solo puede entender la palabra “Myterium” desde su acepción bíblica. No hay una concepción gnóstica, esotérica o de apuesta por el absurdo. El Misterio bíblico es un emergente en la historia, que aparece para ser experimentable y que se capta desde una Fe que se expresa y comunica, que no es muda. El Misterio es tal que adquiere formas sacramentales, donde lo salvíficamente escondido se anuncia a los sentidos. Los sentidos captan el anuncio de lo que ocurre en Fe, con absoluto realismo, en clave del dinamismo del amor, que es trinitario.

A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por la Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos (Rm 16,25)

El plan salvífico se hace presente en Jesucristo. Jesucristo es rostro del Padre (“quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”, Jn 14,9). Vemos una parte de lo que es imposible abrazar en totalidad. Emerge y se hace presente la hondura de Dios. De tal forma que el nacimiento, como composición artística en base a la combinación de figuras, busca representar lo que se escapa a los sentidos, pero que al mismo tiempo se anuncia. En lenguaje técnico, es un sacramental, no un sacramento (la palabra “Sacramentum” es la traducción latina de la griega “Mysterium”).No es algo desconocido o incomprensible, sino que supera a todos ellos, “toda ciencia trascendiendo” (san Juan de la Cruz, poemas IX).

El sentido franciscano de aquella primera representación navideña del Nacimiento tuvo esa intención: hacer partícipes a los sentidos de lo que se creía acontecido hacía 1223 años antes (en el cálculo del monje Dionisio el Exiguo, que debió corregir por 4 o 6 años). O sea, recuperar el sentido de su historicidad (lo realmente acontecido). Situar la sorpresa de la condescendencia de Dios, que se hace humano, con todos los condicionamientos propios de la humanidad. Si se rescatan aspectos tales, en esa condescendencia kenótica, puede asumirse el sentido de su Encarnación en una cultura determinada, dentro de unas coordenadas históricas concretas, en una región específica, participando de la suerte de las familias pobres de entonces. Solo desde esa concreción puede luego referirse a la voluntad divina de salvación universal. Así se neutraliza el riesgo de conferirle la inconsistencia propia de las leyendas o las alegorizaciones platónicas que conducen al mundo de las ideas.

San Francisco hace suyas unas reflexiones en relación con la interpelante pobreza del nacimiento de Cristo. Si queremos liberarnos de una visión pauperista, propia de ciertos movimientos heréticos de la época, donde la idealización de la pobreza corría en paralelo con el desprecio de lo material, habría que releer la postura franciscana desde el texto de Flp. 2,6-11. Kénosis es una palabra griega que denota abajamiento, pero también vaciamiento. Un vaciarse por amor que tiene como correlato el darse, el entregarse, el anonadarse, el asemejarse y solidarizarse con los últimos para, desde allí, elevarnos, enriquecernos a la altura de Dios, participando de su divinidad (que se manifiesta en el Amor de Misericordia). Esto, por supuesto, conmovía hasta las lágrimas del Poverello de Asís. Y animaba la manera servicial, fraterna, como se relacionaba con los demás y con la Creación.

Se trata de una actitud orante. Que supere lo folclórico u ornamental. Para ello debe tomar en cuenta a los Evangelios. En efecto, las representaciones antiguas del arte cristiano estaban conectadas con la Palabra: debían recordar visualmente la Palabra proclamada. Como la solemnidad de los íconos bizantinos. Y ello implicaba un esfuerzo de escucha y reflexión ¿qué dice la Palabra? ¿con qué contrasta de mi vida? ¿qué cosa reafirma? ¿qué significa ser cristiano ante el portal de Belén? ¿qué sentido tiene celebrar la Navidad en este país?


Claro que el primer contraste es que el Dios de Israel, que se manifiesta en Jesucristo, no es el Dios de los poderosos. Es el Dios de los pobres, de los últimos. Que penetra la historia desde una indetenible opción de amor que aparece desde la humildad de éstos. Y que en ellos cabemos todos. No hay una ratificación de las águilas imperiales, que no son solamente las romanas o americanas sino la de ciertos socialismos de “asalto al poder” y férrea mordiente. Que invita a hacernos hermanos de quien es distinto a nosotros, huele de otra forma, viste como puede, piensa distinto. Que el plan de Dios no tiene que ver con la pasividad, sino con la esperanza, lugar de ejercitación de la paciencia activa.

Que si bien no todos los riesgos pueden ser canonizados por la religión, el amor implica un no sé qué de riesgo, de salida, de renuncia. De dejar atrás la piel postiza que hemos adquirido, lo que santo Tomás reconoce como una segunda naturaleza producto del pecado, para redescubrir el sentido relacional de la vida humana, creada a imagen de la Trinidad, que es relación sustancial (P. Pedro Trigo). Como recuperación del plan originario por una gracia, que también es elevante.


En la máxima oscuridad de nuestros días está presente el Hijo de Dios, y no como pura pasividad. Nada más robusta que su fragilidad, que es capaz de mantener en pie las más excelentes convicciones ante las peores circunstancias. Volvernos a Él es encaminarnos hacia lo que es definitivo de la historia. En Él se encuentra el consenso último de todos los que, desde diversas constelaciones políticas, se reconocen como cristianos. El presupuesto es no manipularlo ni ideologizarlo. Y, cuando se comienza a amar, ya se ha recorrido la mitad del camino.



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